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Me invadió una sensación de bienestar cuando enfilé hacia Compton, donde EttaMae vivía con LaMarque, su hijo, y, a veces, también con el padre de LaMarque, Raymond «Mouse» Alexander.

Etta y Mouse habían vuelto a juntarse a principios de los sesenta. Mouse experimentó entonces durante un tiempo un cambio en sus sentimientos y quiso ser un cabeza de familia, un hombre casado.

El cambio se produjo a finales de 1961. Sweet William Dokes había dejado Jenkins, Tejas, para instalarse en Los Ángeles. Barbero y guitarrista, Sweet William era un hombre de unos sesenta años, un hombre atildado que le había enseñado a Mouse todo en lo que respecta a vestirse bien y cómo comportarse con las damas.

Mouse desarrolló sus propios puntos de vista a partir de las enseñanzas de William, y dejó en el camino corazones destrozados y cabezas destrozadas y más cadáveres que nadie en todo Tejas y California del Sur.

Mouse era un gángster a la antigua, un duro que podía trabajar acompañado o por libre. No le tenía miedo a la cárcel ni a la muerte, y eso lo convertía en esa clase de hombres de los que la gente se aparta. Ni siquiera la policía le iba detrás a menos que tuviera la total seguridad de poder cargarle algún muerto.

El primer hombre al que mató fue su padrastro, Papa Reese Corn. Unos años después mató a su hermanastro, Navrochet, en un duelo en un oscuro callejón.

Con los años, muchos de mis amigos me han preguntado cómo podía juntarme con un asesino despiadado como Mouse. Nunca intenté explicarlo. ¿Cómo hacerlo? En las duras calles se necesita a alguien como Mouse que nos cubra las espaldas. Yo no tenía ni madre ni padre, ni familia cercana, ni religión. Lo único que tenía eran mis amigos, y, entre ellos, Mouse era el de calibre más largo y voluntad más férrea.

Cuando Sweet William se vino a la ciudad, él y Mouse se dedicaron juntos al mismo negocio. Juntos recorrieron todos los billares y los burdeles, apostando fuerte y bebiendo mucho. William siempre llevaba encima su guitarra de blues, y por ese motivo eran bien recibidos en casi todas las casas.

La gente comentaba lo mucho que se parecían. Los dos eran de complexión ligera y dedos largos. Se podría haber jurado que eran parientes y no sólo buenos amigos.

Raymond trataba a William como si fuera su padre y amigo. Vivían juntos y compartían las mismas mujeres. Durante seis meses William y Mouse anduvieron como uña y carne, y dondequiera que se presentaban se montaba una fiesta.

Yo no los había visto mucho porque estuve un tiempo enfermo y después empecé a trabajar en el colegio. Mouse y William no soltaban la almohada hasta la tarde; a la hora en que ellos se dejaban ver por la ciudad yo ya estaba en la cama.

Por lo tanto apenas me sorprendí un día en que llegué a casa y me encontré a Raymond con mis hijos adoptivos, Jesús y Feather. Mouse estaba muy solemnemente sentado en mi sofá preferido mientras Feather le ofrecía un vaso de Kool Aid verde. Jesús hacía sus deberes en la mesa del comedor. Acababa de empezar el colegio y, aunque ya podía hablar, seguía siendo un niño muy callado.

—Raymond, ¿qué estás haciendo aquí? —pregunté.

—Vamos a dar una vuelta, Ease —dijo, y se puso de pie, ignorando el vaso que Feather, mi niña de cinco años, le ofrecía. Como todas las mujeres, también ella estaba enamorada de Mouse.

—De acuerdo —dije, pues me di cuenta de que Mouse hablaba en serio.

—¿No quieres el Kool—Aid, tío Raymond? —preguntó Feather.

Me arrodillé y la besé en la carita morena.

—Ponlo en la nevera hasta que volvamos, bonita —dije—. Ahora el tío Raymond y yo tenemos que hablar.

Subimos a mi Pontiac y tomamos una carretera del sudeste porque, como ya he dicho, corrían los años sesenta y los hombres negros no podían darse un garbeo en coche por Los Angeles sin que la pasma les preguntara adónde iban.

—Es todo por culpa de mi polla, Easy —dijo Mouse.

Me preocupó oír aquellas palabras porque indicaban que Mouse había estado pensando, y él siempre era su peor enemigo cuando las circunstancias lo obligaban a usar el cerebro.

—¿Qué dices, Raymond?

—Ya sabes que tengo un pollón tremendo —contestó Mouse—. Eso lo sabe todo el mundo. No sé qué piensan las chicas, pero ya sabes que a mí me no me disgusta.

Estaba impaciente, pero a Raymond hay que dejarlo que vaya soltando la historia poco a poco, no se lo puede apremiar. Me concentré en la línea blanca de la carretera.

—Ya sé que a veces me cuesta empalmarme, pero al final siempre consigo que la cabrona se me ponga tiesa. —Dio un golpe con los dedos de acero en el salpicadero—. ¿Conoces a Tisha?

—¿Lawrence?

—No, Burnett. La de las viviendas Russell.

—Creo que no.

—Trabaja para John, de camarera. Es una zorra con cara de mala leche, pero está muy buena, y lo sabe.

—Bueno, ¿y qué pasa?

—No sé, Easy, no sé qué me pasó. Estuvimos tomando vino tinto, puede que sea eso. Pero la polla me colgaba como una puta manguera, y a Tisha no le gustó nada. Me dijo que era un marica y un cobarde. Me echó de su casa porque necesitaba un hombre al que se le pusiera tiesa y le diera gusto, eso dijo.

—¿Y qué hiciste? —pregunté. Pregunté porque era mi amigo, pero en el fondo no quería saber.

—Me fui a casa y empecé a beber. Estaba muy cabreado, Easy. Cabreado con mi polla. Cuando me desperté estaba amaneciendo, eran casi las cuatro. No sé qué me paró, Easy, empecé a hablar solo como un loco. A hablar de Tisha. Y cuanto más hablaba más me cabreaba. Antes de que me diera cuenta estaba en el coche de camino a las viviendas.

Íbamos atravesando Hauser. Era un día de sol, lo recuerdo, pero las sombras parecían más oscuras que de costumbre. La gente, sentada en las aceras, parecía triste.

—Me acerqué al bloque de apartamentos de Tisha. Quería sacar a esa puta de la cama. A mí nadie me habla así sin pagar el pato, mierda. Me apostaba a que después de echarme había llamado por teléfono a todos sus amigos para contárselo.

Mouse se detuvo y miró la calle con rabia.

Cuando llegamos a un semáforo en rojo me volví y le pregunté:

—¿Qué hiciste, Raymond?

—Vi a William que salía del patio en el momento en que yo llegaba. Estaba cruzando la calle, iba a buscar su coche, pero cuando me vio sonrió y se agarró el paquete. «Eh, Raymond. Tenías razón, tío. Esa Tisha es como satén», dijo. Como satén.

El coche que teníamos detrás hizo sonar la bocina y vi que el semáforo ya estaba en verde. Crucé y me detuve junto al bordillo. No podía soportar la tensión de conducir y escuchar la historia de Mouse al mismo tiempo.

—No quería atropellarlo —dijo Raymond—. Esa mujer no significa nada para mí. Cuando William cayó al suelo supe que no estaba obrando bien. Iba a decirle que lo lamentaba, a invitarlo a una copa, pero él sacó la pipa, Easy, te lo juro.

No hacía falta que me dijera nada más. Yo ya sabía que el cuerpo de William Dokes yacía en alguno de los depósitos de cadáveres de la ciudad.

—La poli me ha arrestado esta mañana y me ha llevado a la comisaría, pero por lo visto les importaba un bledo averiguar quién se había cargado a Sweet William. Sabían que habíamos andado juntos. Uno de los polis me ha golpeado un par de veces y cuando han visto que no iba a cantar, me han dejado ir.

Raymond estaba llorando. No sollozando ni temblando, eran lágrimas de verdad. Nunca lo había visto ni siquiera triste por nada que hubiera hecho. Al verlo llorar mis propios ojos se llenaron de lágrimas que no supe contener.

No sabía qué decir.

Puede que el estar allí llorando hiciera que Mouse cambiara. Tal vez mi compañía, tras haberme visto en casa con los niños, le hizo pensar en cambiar de vida.

Estuvimos sentados allí, junto al bordillo, hasta que se puso el sol. El cielo se tiñó de un naranja tiznado de negro. Sentados los dos sin decir nada, me dio por pensar que mi nueva vida de trabajador honrado no estaba tan mal.

Luego resultó que Mouse estaba pensando en lo mismo.

Cuando se encendieron las farolas volvimos a mi casa. Mouse no entró. Cogió su coche y se fue a casa de EttaMae, su ex mujer, y pronto su mujer otra vez.

Etta me llamó al día siguiente. Quería trabajo para ella y para Raymond en el Consejo de Educación. No fue difícil conseguir un puesto para ella. Era una buena trabajadora y tenía unas referencias intachables.

El único trabajo que Raymond había tenido hasta entonces era fabricar placas de matrícula en la prisión estatal de Chino mientras cumplía cinco años por homicidio.

Pero yo era muy bueno a la hora de hacer que ocurrieran cosas, y le conseguí un puesto de portero, bajo mi supervisión, en Sojourner Truth. Y, hasta ahora, viene haciéndolo muy bien.

En aquellos días el sudeste de Los Angeles eran sólo palmeras y pobreza; pequeñas y pulcras parcelas de césped ocupadas por los descendientes de antiguos esclavos e indios masacrados. Era hermoso y salvaje; un lugar que era casi una nación, habitado por pueblos perdidos de los que nunca se hablaba en los periódicos ni salían por televisión. Se podía leer sobre las marchas por la libertad; se podía oír hablar de un aparatoso asalto en una tienda de bebidas alcohólicas (siempre que hubiera un blanco herido, claro), pero nunca se oía nada de Tommy Jones, que cultivaba las rosas más grandes del mundo, o sobre cómo Fiona Roberts salvó a su vecina encarándose a tres hombres armados y guiada exclusivamente por el espíritu de su Dios.

Etta vivía en una casita que se alzaba aislada en medio de una extensa parcela con árboles frutales y un gran jardín. Un Ford marrón abollado estaba aparcado en el césped.

Cuando llegué encontré a Raymond Alexander inspeccionando el capó, vestido con una camisa gris clara y pantalones haciendo juego. No se había metido debajo, no; se limitaba a observar desde una distancia prudente. Mouse podía haber cambiado, pero nunca se ensuciaría a menos que fuera necesario.

—Mouse —dije, desde la ventana abierta.

—Creo que es la dinamo, tío. La batería está bien —dijo, sin dignarse mirarme.

En nuestro largo camino de vuelta a Sojourner Truth me detuve en mi edificio de apartamentos de Magnolia Street, y en una pequeña propiedad que tenía en Denker. Todavía me dedicaba al negocio inmobiliario a pequeña escala, pero ya no soñaba con hacer una fortuna gracias a la especulación.

Ni siquiera bajamos del coche. Yo sólo quería echar un vistazo.

Raymond iba sentado a mi lado, silencioso y pensativo, con la rodilla derecha apoyada en el mentón y fumando un Chesterfield. Me recordaba a un hombre en una celda solitaria. No se podía quejar de nada porque nadie le oía.

—¿Alguna vez vas a la iglesia, Easy? —preguntó Mouse cuando estábamos a menos de dos kilómetros del colegio.

—He entrado en un par de iglesias, a veces incluso en domingo, pero no creo que pueda decirse que voy a la iglesia en serio, no desde que soy adulto.

—Ajá.

—¿Tú creías que iba a la iglesia, Ray?

—No sé.

En aquellos tiempos aquello era para nosotros una conversación.