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En cuanto llegué al trabajo aquel lunes por la mañana me di cuenta de que algo andaba mal. El coche de la señora Idabell Turner estaba en el aparcamiento descubierto y había luz en su mitad del bungalow C.

Eran las seis y media. Los profesores del colegio Sojourner Truth nunca llegaban tan pronto; ni siquiera los porteros que tenía a mi cargo aparecían antes de las siete y cuarto. Yo era, por así decirlo, el encargado —«responsable de mantenimiento» era la denominación oficial de mi puesto—, debía vigilar que todo funcionara bien. Por esa razón era casi siempre el primero en llegar.

Pero aquella mañana alguien se me adelantó.

Era noviembre y aún no había clareado. Me acerqué al bungalow con una ligera sensación de temor. Me asaltaron recuerdos de cadáveres con los que había tropezado en mi vida en las calles, pero los espanté. Yo era un trabajador, versado en ceras para el suelo y en lejías, no en sangre. La única arma que llevaba era una navaja de bolsillo que sólo atravesaba la carne cuando me quitaba los callos del dedo pequeño del pie.

Llamé, pero no contestó nadie, y cuando intenté abrir con mi llave comprobé que el pestillo estaba echado por dentro. Fue entonces cuando aquel condenado perro empezó a ladrar.

—¿Quién es? —preguntó una voz de mujer.

—Rawlins, señora Turner ¿Ocurre algo?

En lugar de contestar, la señora Turner se puso a tirar del pestillo hasta que consiguió abrir la puerta. El chucho no paraba de gañir alzado en sus delgadas patas traseras, como si fuera a atacarme, pero enseguida se escondió detrás de la falda de lana azul de su dueña, para asegurarse de que no iba a hacerle nada.

—Oh, señor Rawlins —dijo la señora Turner con su voz entrecortada.

Los chicos de Sojourner Truth se apuntaban a su clase sólo para oír aquella voz, y para verle el tipo: la señora Turner tenía unas curvas que ni una armadura habría podido ocultar. Para los profesores de sexo masculino, y también para el vicedirector de los alumnos varones, era casi cuestión de honor presentarle sus respetos en la cantina todos los días a la hora del almuerzo. Sin embargo, se cuidaban de hablar mucho de ella cuando yo estaba cerca, porque la señora Turner era uno de los pocos profesores negros en un colegio con un alumnado básicamente del mismo color.

Los hombres blancos intuían vagamente que habría sido insultante para mí oír comentarios subidos de tono acerca de la señora Turner.

Y yo, aunque comprendía también lo que no decían, apreciaba esa reserva. La señora Turner podía dejar pasmado a cualquier hombre, desde el de Cro-Magnon a Jim Crow.

—¿Es suyo el perro? —pregunté.

—Faraón —le dijo al chucho—, calla. Es el señor Rawlins, un amigo.

Cuando oyó mi nombre, Faraón gruñó y enseñó los dientes.

—Ya sabe que no se permite traer perros al colegio, señora Turner —dije—. Lamento tener que hacerlo, pero…

—Basta, Faraón —insistió Idabell Turner y, agachándose, cogió al amarillento perrito en brazos—. Shhh, calla.

La señora Turner se enderezó cubriendo de caricias a su diminuto guardaespaldas. Faraón tenía el tamaño, si bien no el pedigrí, de un chihuahua; tras acomodar el trasero en la pechera del jersey de cachemir color caramelo de su dueña, soltó unos cuantos tacos en idioma perruno.

—Calla —dijo la señora Turner otra vez—. Lo siento, señor Rawlins. No lo habría traído, pero no podía hacer otra cosa, créame.

Sus párpados enrojecidos delataban que había estado llorando.

—Bueno, puede dejarlo en el coche —sugerí.

Faraón gruñó otra vez.

Era un perro inteligente.

—Oh, no, no puedo hacer eso. Me da miedo que se asfixie.

—Bueno, podría dejar abierta la ventanilla.

—No, es tan pequeño que me da miedo que se escape. Se pasa todo el día en casa pegado a mí. Faraón me adora, señor Rawlins.

—No sé qué decirle, señora Turnen.

—Llámeme Idabell —dijo.

Llámenme imbécil.

La señora Turner tenía unos grandes ojos marrones y unas pestañas fabulosas. La piel parecía chocolate espeso: oscura, lustrosa, suave.

Aquel chucho gruñón empezó a parecerme gracioso. Pensé que, después de todo, no era tan grave tener un perro en el colegio. No veía en ello ninguna amenaza a la salud pública, y decidí ganarme su amistad.

Faraón me olisqueó y me dio un mordisco en la mano.

—¡Mierd…!

—¡Pero, Faraón! ¡Eso sí que no! —gritó Idabell como si le regañara a un niño desobediente—. ¡Ven aquí!

La profesora metió al perro en el trastero que conectaba el bungalow Cl con el C2, pero apenas cerró la puerta Faraón se puso a rascar con las patas para que lo dejara salir.

—Lo siento —dijo.

—Yo también, pero ya sabe que ese perro tiene que irse. —Le enseñé la mano; la piel estaba rasgada, pero mentiría si dijera que era una herida profunda—. ¿Está vacunado contra la rabia?

—Oh, sí, por supuesto. Por favor, señor Rawlins —dijo, cogiéndome la mano herida—, déjeme que lo ayude.

Fuimos hasta el escritorio, en la parte delantera del aula. Me senté en el borde mientras ella abría el cajón de arriba y sacaba el botiquín de primeros auxilios de la clase.

—Las mordeduras de perro son bastante limpias comparadas con otras —dijo. Tenía un frasco de tintura de yodo, un paquete de algodón y un rollo de esparadrapo color carne (carne color rosa, claro). Cuando me pasó el yodo por la herida no pude reprimir una mueca, pero no porque me escociera. Era el olor de aquella mujer: limpio, fresco y dulce como el que viene del fondo del bosque.

—No es nada, señor Rawlins. Y Faraón no ha querido hacerle daño, se lo aseguro. Sólo está un poco alterado. Se ha dado cuenta de que Holland quiere matarlo.

—¿Matarlo? ¿Alguien quiere matar a su perro?

—Mi marido —dijo, moviendo la cabeza, y aunque le costó un gran esfuerzo, consiguió contener el llanto—. He estado…, he estado fuera de casa unos días. Anoche, cuando volví, Holly salió, pero cuando regresó… quiso matar a Faraón.

La señora Turner me cogió el meñique.

Asombra descubrir que un hombre puede sentir el sexo en cualquier parte de su cuerpo.

—¿Y dice que quiso matar a su perro? —pregunté haciendo un lastimoso intento de usar la cabeza y dejar a un lado lo que estaba pensando mi cuerpo.

—Sí. Yo esperé hasta que se marchó y después cogí el coche y me vine al colegio —dijo la señora Turner, llorando en silencio.

Fue mi mano, no yo, la que, solita, decidió consolarla apoyándose en su hombro.

—¿Por qué está tan furioso su marido? —No debí hacerle esa pregunta, pero mi sangre se movía más deprisa que mi cabeza.

—No lo sé —dijo, con voz triste—. Holland me obligó a hacer una cosa, señor Rawlins, y yo le obedecí, pero eso no bastó para calmarlo. —Idabell arrimó su hombro al mío, mientras yo le ponía en la cintura la mano que tenía libre.

Los treinta pupitres del aula nos observaban con atención.

—Faraón es un perro muy listo —me susurró al oído—. Entendió lo que Holly decía. Lo traje porque estaba muy asustado.

Oímos cómo Faraón gimoteaba en el trastero.

Idabell se apoyó en mi brazo y me miró. Podríamos haber estado bailando agarrados si hubiera habido música y una orquesta.

—No sé qué hacer —dijo—. No puedo volver a casa, no puedo. Holly va a meterse en líos y yo con él, estoy segura. Pero Faraón es inocente, mi perrito no ha hecho nada malo.

Se me fue acercando mientras hablaba. Como yo me había sentado en el escritorio, los dos quedamos a la misma altura. Nuestras mejillas casi se tocaban.

Yo no sabía de qué me hablaba, y no quería saberlo.

Había observado buena conducta durante más de dos años. Había dejado la calle y tenía mi empleo en el Consejo de Educación de Los Angeles. Cuidaba de mis hijos, cobraba mi cheque todos los meses y no probaba la bebida.

También me mantenía alejado de las mujeres que no me convenían.

Es posible que me estuviera portando un poco demasiado bien. Es natural que me sintiera súbitamente atraído por aquella mujer, pero no pensaba dar el primer paso.

Entonces, Idabell Turner me besó.

Dos años de madrugones para ir al trabajo se disolvieron de pronto como un terrón de azúcar bajo el grifo.

—Oh —murmuró Idabell mientras le pasaba los labios por el cuello—. Oh, sí.

Ya no hubo más lágrimas. Idabell me miró a los ojos muy despacio y comenzó a enroscar su lengua en la mía.

Un rugido profundo se me fue soltando en el pecho, un estruendo parecido a una explosión submarina, sin que yo hiciera ningún esfuerzo. Idabell abrió bien los ojos cuando se dio cuenta de lo excitado que estaba. Me puse de pie, la senté en el escritorio y ella, excitada también, se abrió de piernas y me enseñó los pechos.

—Van a llegar pronto —dijo, y me dio tres besos rápidos que indicaban que eso era sólo el comienzo.

Se me bajaron los pantalones antes de que pudiera frenarme. Cuando me incliné hacia adelante, Idabell emitió un sola sílaba que quería decir: «Aquí estoy, te he estado esperando, Ezekiel Porterhouse Rawlins. Toma mis brazos, mis piernas, mis pechos. Tómame toda.» Y yo le contesté en el mismo idioma.

—Van a llegar pronto —repitió, pasándome la lengua por el pezón izquierdo bajo el fino algodón de la camisa—. Ay, despacio.

El reloj de pared marcaba las siete y dos minutos. Yo había llegado a la puerta a las seis y cuarenta y nueve. Menos de un cuarto de hora bastó para que cayera en las garras de la pasión.

Quise darle gracias a Dios, o a su ángel menos predilecto.

—Van a llegar pronto —dijo por tercera vez, como un disco rayado—. Ay, despacio.

Los treinta pupitres seguían observándonos sin perderse detalle. Faraón chillaba en su celda.

—Es demasiado —susurró Idabell. No supe qué quiso decir.

Cuando el escritorio empezó a balancearse dejó de importarme quién pudiera aparecer de improviso en el aula. Habría renunciado muy contento a los dos años de pensión que había acumulado y a mis dos semanas de vacaciones anuales por aquellos pocos momentos de éxtasis que sentía unos diez centímetros por debajo del ombligo.

—¡Señor Rawlins! —gritó Idabell de pronto, y yo la levanté del escritorio, no para realizar un estúpido número de acrobacia, sino porque necesitaba tenerla bien cerca de mi corazón, hacerle saber que eso era lo que había querido y necesitado durante dos años, sin saberlo.

Me corrí con un gemido tan fuerte y prolongado que, más tarde, al recordarlo, me hacía sentir vergüenza.

Me quedé allí, sosteniéndola en alto, con los ojos cerrados. El aire fresco de la habitación jugueteaba en mis muslos y me entraron ganas de reír.

De llorar, también. ¿Qué me pasaba? De pie allí, medio desnudo en un aula, un día laborable. Idabell me rodeaba el cuello con sus brazos, ni siquiera sentía su peso. Si hubiéramos estado en mi casa, la habría llevado a la cama para volver a empezar.

—Bájame —murmuró.

La abracé.

—Por favor —dijo, pronunciando las palabras que resonaban en mi propio cerebro.

Volví a dejarla en el escritorio. Nos miramos un momento que me pareció larguísimo, nuestros cuerpos recorridos por ligeros temblores intermitentes. No podía soportar la idea de separarnos; no supe hacer otra cosa que mirarla embobado.

Cuando me incliné para darle un beso en la frente me sobrecogió una sensación que ya había tenido muchas veces antes en mi vida, parecida al entusiasmo que siento antes de embarcarme en alguna empresa arriesgada. En los viejos tiempos siempre era algo relacionado con policías y criminales y las calles de Watts y la zona centro—sur de Los Angeles.

Pero esta vez no. Otra vez no. Tragué saliva y apreté los dientes con tanta fuerza que podía haber partido una piedra. Había resbalado, pero no iba a caer.

La señora Turner metió las bragas en un bolso blanco de charol mientras yo me subía la cremallera. Sonrió y fue a abrir la puerta del calabozo de Faraón.

El perrito salió del trastero con el rabo entre las piernas y arrastrando el culo por el suelo. De alguna manera me sentí victorioso sobre aquella especie de rata, como si hubiera poseído a su mujer mientras lo obligaba a mirar. Era un sentimiento feo, pero, al fin y al cabo, Faraón no era más que un perro.

La señora Turner cogió al perrito y lo tuvo en brazos sin dejar de mirarme a los ojos.

Aunque no quería tener nada que ver con sus problemas, podía hacer algo por ella.

—Tal vez pueda guardarle el perro en el lavabo del edificio de mantenimiento —dije.

—Oh —dijo la voz entrecortada de Idabell—. No sabe cómo se lo agradecería. Sólo hasta esta noche. Esta noche me voy a casa de una amiga. No le molestará, se lo prometo.

La señora Turner me pasó a Faraón. El chucho temblaba. Al principio pensé que estaba asustado por el cambio de ambiente y por sentir que lo cogían unas manos extrañas, pero cuando lo miré a los ojos vi en su mirada un decidido odio canino. Faraón temblaba de rabia.

Idabell le acarició la oreja y le dijo:

—Hasta pronto, cariño. El señor Rawlins te cuidará.

Me aparté un poco y vi que Idabell sonreía.

—Sólo sé su apellido —dijo.

—Easy —dije—. Llámame Easy.