Una semana más tarde, mi abuela volvió a casa.
—Creía que no volverías nunca —le dijo mi madre, dos días después de su regreso.
Volvió tostada por el sol y un poco más delgada. Además, llevaba un vestido ancho de un color verdoso que nunca le había visto antes.
—¿Adónde vas con ese vestido de vieja tan raro? —fue lo primero que le preguntó mi madre.
—Es que soy una vieja —le respondió Masako, tranquilamente. El vestido que llevaba era de una amiga que tuvo en el instituto, con la que se había peleado hacía mucho tiempo.
—Bien mirado, no sé cuándo me moriré —dijo mi abuela.
Por eso se le ocurrió hacer las paces con su amiga antes de morir y fue a visitarla a su casa, en la prefectura de Fukushima. Tal y como suponía, su amiga seguía teniendo el carácter espinoso que tanto le disgustaba y que había sido el motivo de la antigua disputa que las separó. Sin embargo, le ofreció alojamiento a mi abuela durante una semana. Cuando Masako estaba a punto de irse, se quedó sin ropa de recambio y su amiga le regaló el vestido de color verdoso que llevaba puesto el día que volvió a casa.
—Te daré un vestido que me gusta mucho. Tómatelo como mi herencia en vida —le dijo su amiga. A continuación, abrió el armario y escogió el vestido.
—Tengo la sensación de que yo no haría muy buenas migas con esa amiga tuya —comentó mi madre, diciendo lo que pensaba sin ningún tipo de consideración.
—Yo tampoco congenio mucho con ella —admitió mi abuela—. Pero también es importante llevarse bien con las personas que no congenian contigo.
—¿Eso crees? —dudó mi madre, ladeando la cabe2a.
«Personas que congenian, personas que no congenian», musité. Me pregunté cuáles eran las personas de mi entorno que se entendían conmigo y cuáles las que no, y no supe encontrar la respuesta.
Mizue Hirayama y yo no habíamos hablado desde aquel día.
Algunos volvieron y otros se fueron, como Otori.
Al final, Kitagawa le prestó el dinero que necesitaba. Otori insistió en que sólo era un préstamo, pero saltaba a la vista que había hecho un negocio redondo. La única forma de definir un préstamo que el receptor no piensa devolver a corto plazo, o tal vez nunca, es llamarlo un negocio redondo.
Otori dijo que embarcaría en Nagasaki, pero en realidad subió al ferry de Hakata, que lo llevó hasta el archipiélago de las islas Goto.
El ferry estaba abarrotado y había un montón de niños reunidos en torno al televisor. En mitad del mar, mientras oscurecía, vi la serie de dibujos animados Sazae-san, que hacía mucho tiempo que no veía. Es una serie que hace reflexionar.
Por cierto, la isla es un lugar precioso. Si tienes tiempo, Kitagawa, ven a visitarme. El sake de aquí es excelente, y tienen pescado del bueno.
Eso decía la carta de Otori que Kitagawa me dejó leer unos días antes de la ceremonia de fin de curso.
—Las dos últimas líneas me recuerdan el cuento del ogro rojo, que anunció que tenía té y pastelitos para que los niños lo visitaran —dijo Kitagawa, con actitud reflexiva.
—¿Va a ir, profesor? —le pregunté.
—Me gustaría —admitió él, con seriedad.
—Lo siento, no creo que Otori le devuelva el dinero que le prestó —me disculpé. Kitagawa sonrió.
—Te preocupas demasiado por todo, Edo —me tranquilizó él, con una sonrisa aún más amplia.
—No es cierto —protesté en voz baja.
—Las personas que se preocupan por todo acumulan cada vez más sufrimiento. No deberías acostumbrarte a sufrir demasiado —musitó el profesor, sacudiendo la cabeza.
—Vale —respondí vagamente, dándome por vencido.
—Tú y Kitagawa os lleváis muy bien, ¿verdad, Edo? Cuando estáis juntos, se nota que hay buenas vibraciones —me dijo Kikushima cuando volví a clase.
—¿Buenas vibraciones? —repetí, y ella asintió.
—Cuando estás con alguien, transmites sensaciones positivas —continuó Kikushima. Sus ojos negros parecían más oscuros que nunca.
Me pregunté qué truco tendría para conseguir que sus ojos, que en principio eran siempre del mismo tamaño, a veces parecieran más grandes. Mientras me hacía aquella inocente pregunta, observé su rostro detenidamente. Ella también me estaba mirando.
—¿Hoy vuelves directamente a casa, Edo? —me preguntó Hanada desde detrás.
—Sí —le respondí. Al volverme hacia mi amigo, se me escapó una exclamación de sorpresa involuntaria. Había algo raro en él, pero en ese momento no supe qué era.
—Yo esta tarde trabajo —anunció.
¡Claro! Hanada no llevaba el uniforme marinero.
—Tengo calor en las piernas —me dijo.
—¿En las piernas?
—Me había acostumbrado a llevar falda.
No pude evitar echarme a reír. Hanada y yo salimos al pasillo. A pesar de que ni siquiera había empezado la primera clase de la mañana, hacía un calor insoportable. Hanada y yo caminábamos uno al lado del otro pero, a diferencia de los últimos días, no sentía encima de mí aquellas miradas penetrantes que se clavaban como aguijones y escocían como picaduras de mosquito.
—Cuando llevaba el uniforme marinero supe cómo se sentían las chicas guapas, que siempre atraen las miradas de los demás —dijo Hanada de repente.
—A los chicos guapos les pasará lo mismo —respondí.
—Qué fastidio.
—Es posible —admití.
Hanada se desperezó y echó un vistazo a su alrededor.
—Cuando me sentía observado, no podía mirar a mi alrededor como estoy haciendo ahora —reflexionó con voz calmada.
—¿Por qué?
—Porque no me atrevía.
Mientras caminaba junto a Hanada, pensé en Mizue Hirayama. Desde que habíamos roto pensaba en ella continuamente, mucho más que antes, cuando nos veíamos todos los días.
—En mitad del mar, mientras oscurecía, vi la serie de dibujos animados Sazae-san —murmuré.
—¿Has dicho algo? —inquirió Hanada.
—Es una serie que hace reflexionar a la gente.
—¿Cómo dices? —volvió a preguntar Hanada. El timbre que indicaba el inicio de las clases sonó con una vibración amortiguada.
—Por cierto, Edo —me dijo Hanada poco antes de la ceremonia de fin de curso, un día que se disponía a ir al trabajo—. ¿Todavía sales con Hirayama? —me preguntó. Me di cuenta de que no era una pregunta casual. Se había estado preparando para hablar conmigo.
—Ya no —le respondí sinceramente.
—¿Por qué? —quiso saber él, mirándome a los ojos.
—Creo que me dejó —le expliqué, aguantándole la mirada.
—Ya —repuso en un tono de voz que me dolió. ¿Así era como pretendía consolarme?
Hanada trabajaba de lavaplatos en un antiguo restaurante de comida occidental relativamente conocido.
—¿Sabes? —dijo, cambiando de tema—, en la primera entrevista de trabajo que hice en el restaurante me dijeron que no contrataban a estudiantes.
Probablemente se había dado cuenta de mi cambio de humor.
—Pero te cogieron, ¿no? —dije, y Hanada asintió.
—Al principio no querían, pero…
—¿Pero?
—Les conté una pequeña mentira. Les dije que las oraciones de mi difunto tío abuelo habían bendecido el restaurante.
Esa fue la respuesta automática de Hanada cuando le dijeron que no contrataban a estudiantes.
—¿Las oraciones? —le preguntó el dueño a Hanada, que estaba sentado frente a él.
—Sí, las oraciones.
—¿A qué oraciones te refieres?
—Es una historia muy larga, ¿le importa que se la cuente?
—Si no va a durar más de una hora, me gustaría escucharla —le pidió el dueño amablemente, así que Hanada no tuvo más remedio que empezar a explicar una historia sin ton ni son con toda la dignidad que fue capaz de reunir.
—Mi tío abuelo venía a cenar a este restaurante tres veces a la semana. Era diplomático, pero a partir de los cuarenta años le asignaron misiones nacionales y dejó de trabajar en las embajadas del extranjero.
»De repente, justo antes de cumplir los sesenta, lo mandaron de viaje oficial a Surabaya, en Indonesia. Pero debido a los constantes conflictos y golpes de estado que tenían lugar en la región, su estancia se fue prolongando hasta que, al final, lo que tenía que ser un simple viaje rutinario se convirtió en unos cuantos años de trabajo en el consulado.
»El hombre, que era muy responsable, trabajó hasta renunciar incluso a sus horas de descanso. Además, llevaba mucho tiempo sin cumplir ninguna misión en el extranjero, y estaba muy ilusionado. Se esforzó tanto, que su salud empezó a resentirse, y el clima indonesio también lo perjudicó. Su enfermedad fue empeorando día tras día, hasta que acabó falleciendo en tierras extranjeras, sin haber podido pisar el suelo japonés por última vez.
»Dos días antes de morir, mencionó este restaurante en uno de sus delirios de moribundo. “Aunque yo no pueda volver a aquel restaurante nunca más, le deseo toda la prosperidad del mundo y espero que dure tanto tiempo como su excelente estofado de ternera”. Dicho eso, perdió el conocimiento y estuvo en coma hasta que falleció.
Hanada relató su historia con fluidez. El dueño del restaurante, que tenía una cara angulosa y barbuda, permaneció un rato en silencio y, finalmente, dijo:
—En ese caso, empiezas a trabajar mañana mismo.
Al día siguiente, cuando Hanada entró en la cocina por la puerta trasera del restaurante, el cocinero más joven de los tres lo llamó para darle instrucciones acerca de su nuevo trabajo. Cuando Hanada le dio las gracias con una inclinación de cabeza, el cocinero rio y le dijo:
—Se ve que al jefe le gustó bastante tu historia inventada.
—¿Cómo? —exclamó Hanada.
—La gente joven de hoy en día ha perdido la capacidad de inventarse historias.
—Ah —respondió Hanada, completamente desconcertado—. ¿Tan raro sonaba lo de Surabaya? —se extrañó.
—Es que da la casualidad de que el jefe estuvo trabajando muchos años en el consulado general de Surabaya, hasta que decidió seguir los pasos de su padre y abrió este restaurante —le explicó con una sonrisa un cocinero entrado en carnes que hasta entonces no había abierto la boca.
—¿Sabes, Edo? —me dijo Hanada en cuanto terminó de hablar—. No sé si estoy actuando bien dentro de la sociedad o si estoy metiendo la pata constantemente —continuó Hanada, frotándose el bigote, como si no supiera muy bien qué decir—. Siento mucho que tú y Hirayama ya no estéis juntos, sea cual sea el motivo o el impedimento.
—¿Qué tiene que ver eso con la historia de Surabaya? —le pregunté, un poco molesto.
—Nada. Pero, aunque no sepa cómo explicártelo, tengo la sensación de que ambas cosas están conectadas.
La nuca de Hanada enrojeció un poco. Hablaba animadamente, pero sus palabras contenían un deje de tristeza. Él sabía que yo había notado que me escondía algo, por eso se sonrojó.
—¿Por qué escogiste Surabaya? —le pregunté, con la intención de cambiar de tema.
—Porque acababa de ver la película El príncipe de Surabaya —me explicó Hanada.
—¡Venga ya! —reí, y Hanada también sonrió.
—Entonces, tú y Hirayama ya no estáis juntos —repitió.
—Hice lo que pude, pero Mizue es una chica complicada —le expliqué, sacudiendo la cabeza y deseando que mi voz sonara lo más natural posible.
—Sí, la verdad es que Hirayama parece una chica complicada, pero merece la pena —murmuró Hanada, cabizbajo.
Hubo algo en su tono de voz que me llamó la atención. Me fijé de nuevo en su nuca, y descubrí que estaba aún más roja que antes. No tenía ni idea de qué era lo que había hecho saltar las alarmas en mi cabeza.
—A veces no basta con que merezca la pena —repuse.
Sin levantar la cabeza, Hanada volvió los ojos hacia arriba y me dirigió una intensa mirada. Ya había visto antes aquella mirada en Hanada, pero era la primera vez que me la dirigía a mí. La sangre se me heló en las venas. ¿Estaba enfadado conmigo? ¿Acaso le había dado algún motivo de disgusto? No entendía absolutamente nada.
•
El aullido de la sirena sonó en la isla. Habían pasado diez días desde que llegamos. Hanada y yo estábamos sentados en uno de esos pilones de cemento que se usan para amarrarlos barcos. Por cierto, ¿cómo se llamarían esos pilones? La isla estaba llena de cosas desconocidas para mí, muchas más que en el mundo donde había vivido hasta entonces.
Un barco pesquero venía hacia nosotros. Se acercó al dique, avanzó por el estrecho canal y entró en el puerto. El ruido del motor resonó hasta que lo apagaron. Dos hombres tostados por el sol alargaron los brazos, cogieron una enorme caja llena de calamares que les pasaron desde el barco y, rápidamente, los metieron en un vivero.
—Tengo hambre —dijo Hanada.
—El mercado de la cooperativa de pescadores todavía no ha abierto —le respondí.
—No importa —repuso Hanada, y sacó del bolsillo del pantalón un paquete envuelto en papel de aluminio arrugado. Lo desenvolvió cuidadosamente y apareció un pez seco y endurecido.
—¿Qué es eso? —le pregunté.
—Me lo dio anoche el dueño de la pensión. Creo que es algo parecido a un pez volador.
—¿Algo parecido? —Hanada cogió un trozo de aquella especie de pez volador y se lo llevó a la boca—. ¿Está rico?
—Es salado —respondió Hanada. Fue en aquel instante cuando la sirena empezó a aullar.
Era la primera sirena del día, la de las seis de la mañana. Sonaba durante unos veinte segundos al máximo volumen a través de los altavoces repartidos alrededor de toda la isla y enmudecía de repente.
Cuando se enteró de que Otori se había ido a una isla, Hanada se mostró muy interesado.
—Dijiste que está en el archipiélago de las islas Goto, ¿no es así, Edo? —me preguntó, impaciente.
—Sí —le confirmé.
—Yo tengo familia en Ojika, en las islas de Hirado.
—Es verdad, me lo dijiste un día —recordé, y Hanada asintió satisfecho.
—¿Quieres que vayamos a la isla de Ojika? —me propuso Hanada, precipitadamente.
La conversación duró un buen rato. Entre Hanada, que estuvo trabajado de firme en el restaurante, y yo, que también estuve haciendo turnos dobles en el trabajo, conseguimos ahorrar algo de dinero. Cuando empezaron las vacaciones de verano, partimos rumbo a la isla.
Nagasaki es la prefectura con más islas de todo Japón. El dueño de la pensión nos explicó que Nagasaki cuenta con un total de novecientas setenta y una islas, incluyendo las deshabitadas. En el norte, Iki y Tsushima, y en el oeste, Hirado y las islas Goto.
La isla de Ojika, donde vivía la familia de Hanada, se encontraba en el extremo meridional de Hirado, justo en la frontera que separaba los archipiélagos de Hirado y Goto. Por otro lado, Otori estaba en Fukuejima, al sur de las islas Goto. Era la isla más poblada del archipiélago y la que ocupaba una superficie más extensa.
Llegamos a Ojika a bordo de un ferry que cogimos en Hakata, siguiendo el mismo recorrido que hizo Otori. Ir de Tokio a Hakata en autobús y coger el ferry una vez allí era la ruta más económica. Otori había sido muy precavido.
Justo después de nuestra llegada a Ojika, Otori recibió la visita del profesor Kitagawa en Fukuejima.
Kitagawa me llamó al móvil la noche de su llegada.
—¿Ha ocurrido algo? —le pregunté automáticamente.
—Ya he llegado —me anunció, y sofocó una risita—. Aunque tengamos vacaciones de verano, los profesores debemos acudir al instituto casi a diario. Pero este año me he apuntado a un curso privado que se imparte fuera de las instalaciones del instituto con el objetivo de investigar y documentarme acerca de la orientación académica —me explicó Kitagawa de un tirón.
—¿Adónde quiere ir a parar? —le pregunté.
—En resumidas cuentas, he utilizado una excusa legal para no tener que ir al trabajo —aclaró Kitagawa como si nada.
En la isla de Ojika hacía mucho calor, pero no tenía nada que ver con el de Tokio. Había la calma de la mañana, la calma de la tarde y la calma del anochecer. En esos momentos del día, cuando el viento del mar dejaba de soplar, una silenciosa tranquilidad se adueñaba de la isla. En medio de la calma, el calor nos envolvía y se hacía más intenso a cada hora que pasaba. Cuando la hora de la calma llegaba a su fin, daba la sensación de que el ambiente se taponaba poco a poco. Entonces, se producía una ligera vibración que empezaba a llenar el aire de frescor. El calor húmedo de Tokio era una capa impenetrable. En la isla, en cambio, el aire se movía con libertad y el viento era más ligero. De noche, una sensación de frescor invadía toda la región.
La pensión donde Hanada y yo nos alojábamos era la más barata de las siete que había en la isla. Costaba mil quinientos yenes la noche, sin comidas.
—¡Qué barata! —se admiraron Otori y Kitagawa, que habían venido a visitarnos unos días antes.
—Creo que nosotros también deberíamos trasladarnos a esta isla —sugirió Kitagawa, pero Otori sacudió la cabeza de inmediato. Al parecer, en una taberna de Fukuejima había una chica que le gustaba, y no quería dejar de frecuentar el local.
Hanada y yo compramos para los recién llegados unos panecillos de mantequilla en el supermercado de la cooperativa de pescadores, que abría a las siete de la mañana. Era pan blanco untado con una gran cantidad de mantequilla. Estábamos de acuerdo en que era el sabor más adecuado al calor de la isla. Si no comprábamos los panecillos a primera hora de la mañana, se agotaban enseguida. Era el producto estrella de la región.
—¿Otra vez esto? —dijo Kitagawa al ver el pan de mantequilla.
—Os gusta porque sois jóvenes —opinó Otori.
Aun así, Otori y Kitagawa se lo comieron entero y no dejaron ni una migaja. Estábamos sentados en el muelle, contemplando el mar mientras nos pasábamos las dos tazas que Hanada había tomado prestadas de la pensión y bebíamos por turnos el té oolong frío que acabábamos de comprar.
—No estaba tan mal —dijo Kitagawa de repente, cuando ya hacía un buen rato que había terminado de comer.
—¿El qué? —le preguntó Otori.
—El pan de mantequilla.
—Ah, hablabas de eso —dijo Otori.
—Sí, a eso me refería —asintió Kitagawa con gravedad.
—¿No crees que Kitagawa y Otori hacen una pareja rara? —comentó Hanada cuando ambos cogieron el barco para regresar a Fukuejima.
—Son como dos frutas que tienen el mismo sabor a pesar de que vienen de distintos árboles y tienen un aspecto completamente diferente —observé. Hanada me dio la razón.
—Sí, es verdad. Son como dos melones distintos con el mismo jugo.
—Eso ha sonado un poco obsceno —bromeé, y Hanada soltó una ruidosa carcajada que duró tres segundos. Luego, enmudeció de repente.
Cuando dejó de reír, me fijé en que su cara parecía una máscara inexpresiva. No daba miedo, pero tampoco reflejaba ningún tipo de sentimiento. Iba a preguntarle qué le pasaba, pero decidí callarme. Al día siguiente comprendí el motivo de su extraña expresión.
Aquel día también nos despertó el aullido de la sirena.
—¿Has oído alguna vez una alarma de bombardeo, Hanada?
—Nunca.
Pisé el futón vigorosamente y me levanté. Una vez de pie, abrí la puerta corrediza.
—Te veo muy activo, Edo —me dijo Hanada, que todavía estaba tumbado y cubierto sobre el futón.
—Puede que sí.
—Si tú eres activo, tus hijos también lo serán —comentó Hanada muy serio, con la mirada clavada en mi entrepierna. Yo ya me había puesto la camiseta.
—¿A qué viene eso? —exclamé, y le propiné un débil puntapié por encima del futón. Hanada se dio la vuelta como una tortuga y se quedó tumbado boca arriba—. Perdona, no quería pegarte tan fuerte.
Él movió la cabeza de un lado a otro.
—No me has hecho daño, me he dado la vuelta porque he querido. Verás… —empezó.
—¿Qué te pasa?
—Últimamente no se me levanta —musitó Hanada, mirando al techo.
—¿Cómo? —me sorprendí. Con un gran esfuerzo logré controlar mi mirada, que se dirigía involuntariamente a la entrepierna de Hanada, y la deposité en su cara—. ¿Desde cuándo?
—Desde un poco antes del verano.
—Ya —respondí, y guardé silencio. Hanada levantó una rodilla.
—Esta postura es buena para las caderas —dijo, y elevó la rodilla hasta la altura del pecho.
—¿Has ido al médico?
—Ni en broma.
Hanada se levantó lentamente y salió al pasillo para ir al baño. Yo fui tras él. Abrimos los grifos y nos lavamos la cara uno al lado del otro. Él se sonó la nariz ruidosamente con los dedos. Cuando terminamos, carraspeó para aclararse la garganta. A mí, que había crecido en una casa de mujeres, aquellos ruidos me sentaron como una bocanada de aire fresco.
—¿Damos un paseo? —sugirió.
—Vale —acepté.
Hanada se colgó la toalla del cuello y bajamos las escaleras. Recordé que, el primer día que habíamos dormido en la isla, también se había colgado la toalla del cuello y me había propuesto un paseo matinal.
—¿No nos cambiamos? —le pregunté. Él me miró.
—¿Por qué?
—Porque las camisetas que llevamos son las que hemos utilizado para dormir.
—Estás zumbado, Edo.
En mi casa hacíamos distinción entre la ropa interior que llevábamos para dormir y las camisetas normales que nos poníamos por la mañana. Hanada se rio de mí y salimos a la calle. Bajó las escaleras rápidamente, como de costumbre. Yo intenté imitarlo y me colgué la toalla del cuello. Sin cambiarme la camiseta, seguí a Hanada y bajé las escaleras pisando fuerte.
El muelle ya estaba abarrotado. Era la hora en que los barcos regresaban de la pesca del amanecer.
—Qué bochorno —se quejó Hanada. El olor a pescado flotaba en el aire.
Estuvimos un rato observando los barcos pesqueros que entraban en el puerto.
—¿Cómo debe de ser estar casado? —musité.
—¿A qué viene eso? —quiso saber Hanada, sin desviar la vista del mar.
—Es la primera vez que salgo a la calle con la misma camiseta que he utilizado para dormir y todavía me siento culpable.
—¿Qué tiene que ver eso con casarse?
—Estar casado debe de provocar la misma sensación, pero constantemente.
Hanada rio.
—¿Estar casado, dices? ¿Cómo voy a casarme si soy impotente? —Hanada pronunció la palabra «impotente» vocalizando mucho y en un tono de voz un poco más alto—. Impotente —dijo por segunda vez. A continuación, elevó las comisuras de los labios en una mueca entre divertida y enfadada.
•
Los días en la isla pasaban de la siguiente forma: todas las mañanas nos levantábamos más o menos cuando sonaba la sirena y dábamos un paseo hasta el muelle, donde nos quedábamos una horita. Hanada solía escribir postales. Siempre le preguntaba a quién se las iba a enviar, y él me respondía que eran para su madre. «¿Seguro?», insistía yo, pero él se limitaba a reír y a encogerse de hombros.
A las siete de la mañana, volvíamos a la pensión y comprábamos pan y leche en el supermercado de la cooperativa. Hanada compraba también un zumo de frutas.
—Si no tomas vitamina C, puedes sufrir el beriberi —me advertía.
—¿Qué es eso del beriberi? —le preguntaba, burlón. Pero él me miraba muy serio y me explicaba que el equilibrio nutricional era muy importante. Nunca imaginé que Hanada utilizara esa clase de palabras. De hecho, para llegar a conocer a alguien a fondo debes pasar mucho tiempo con él.
Hasta el mediodía, cada uno mataba el tiempo de formas diferentes. Hanada veía el culebrón matinal en el televisor del comedor de la pensión o salía de la habitación sin rumbo fijo, con la toalla colgada del cuello como de costumbre. Creo que daba largos paseos alrededor de la isla, porque al tercer día ya estaba tostado como una galleta de arroz.
Yo solía quedarme leyendo y escuchando la radio. Había un aparato de radio abandonado en un rincón del vestíbulo de la pensión. Como el cable estaba roto, cuando lo enchufé a la corriente no emitió ningún sonido. Fui a comprar cinta adhesiva y le pedí unos alicates al dueño de la pensión. Una vez arreglado, pude encenderlo sin problemas.
Tomé prestado un libro de la estantería del comedor, donde los anteriores huéspedes habían ido dejando los libros que ya habían terminado de leer. Había una gran variedad de literatura, desde novelas de misterio y ensayos culturales hasta tratados de apicultura.
En la radio daban un programa titulado Consultorio veraniego infantil, donde escuchaba atentamente las preguntas que formulaban los niños de todo el país: «¿Cuántas moscas y mosquitos puede comer una rana en un día? ¿A qué saben las moscas y los mosquitos para las ranas? ¿Por qué se me pegan burbujitas al cuerpo cuando me meto en la bañera? ¿Qué forma tiene el alma?».
Los niños tenían unas ideas muy extrañas. Mientras escuchaba la radio pensaba que, a lo largo de mi corta vida, nunca me había pasado nada extraordinario. «¿Cómo puedes ser un niño tan normal habiendo crecido en una casa como ésta?», se maravillaba mi madre de vez en cuando.
Hanada regresaba un poco antes del mediodía. Siempre traía algo que había recogido de camino: una teja, una hoja de alga, un fruto o un pulpo medio seco. Nunca tiraba las cosas que recogía. Las guardaba ordenadamente en un armario empotrado del que colgaban unas cuantas perchas de alambre. Esa también era una faceta de Hanada que yo desconocía. No sabía que tuviera la costumbre de conservar las cosas que encontraba. Yo, en cambio, no tenía aquella capacidad.
El tiempo en la isla pasaba volando. Almorzábamos en uno de los tres restaurantes que había y luego dormíamos la siesta. Los primeros días, abríamos la ventana y la puerta corrediza de papel y nos tumbábamos encima del tatami, pero hacía tanto calor que acabábamos saliendo al pasillo.
Aunque estuviéramos en pleno verano, apenas había turistas. El dueño de la pensión nos decía que, cuando llegara el festival de Obon, mucha gente volvería a sus casas para honrar a los familiares difuntos y habría un poco más de ambiente, pero aquellos días la isla estaba muy tranquila.
El entablado del pasillo estaba fresco. Apoyábamos la mejilla en el suelo de madera y dormitábamos durante un buen rato. Mis sueños nocturnos eran bastante ambiguos, pero cuando dormía la siesta siempre tenía sueños claros y vividos. Un día, soñé con Mizue Hirayama. Llevaba un vestido muy sexi y me estaba mirando. «¿Por qué tuvieron que extinguirse los futabasaurus, con lo sexis que eran?», me lamentaba yo entonces, con la típica asociación de ideas absurda que suele tener lugar en los sueños.
—Oye, Edo —me despertó la voz de Hanada. Cuando abrí los ojos, estaba inclinado encima de mí—. ¿Estás bien? —me preguntó.
—¿Yo? —me sorprendí.
—Has tenido una pesadilla.
—Vaya.
—Decías «No lo entiendo, no puedo entenderlo».
—¿En serio? —musité. Una gotita de sudor resbaló de la frente de Hanada y me cayó en la cara—. Apártate, hace un calor asfixiante —le pedí.
—Eres un ingrato —me reprochó Hanada, que se secó el sudor de la frente con la toalla que le colgaba del cuello. Yo me sequé la cara con la manga de la camiseta.
Las tardes transcurrían pacíficamente. Cuando nos despertábamos de la siesta, habíamos dejado atrás la hora más calurosa del día. Aún con cara de sueño, íbamos al embarcadero, donde no había casi nadie, y paseábamos sin rumbo fijo por la aldea de pescadores, que se extendía como un laberinto. En el suelo había cajas de estireno abandonadas. Frente a las casas, los jureles abiertos y secos colgaban tendidos con pinzas para la colada. Las moscas revoloteaban pesadamente a su alrededor.
Comprábamos la cena en el supermercado de la cooperativa de pescadores. Escogíamos arroz con guarnición. Si lo comprábamos por la mañana, por la noche ya se había echado a perder, así que debíamos comprar la cena a última hora. «Cuando no había neveras, la vida debía de ser menos cómoda pero más emocionante», opinaba Hanada.
De vez en cuando, dormíamos en casa de la parienta de Hanada.
Siempre que íbamos a verla, la señora Nami, la prima del padre de Hanada, nos daba la bienvenida con un «Me alegro de veros, chicos». A pesar de que nos presentábamos al anochecer y sin haberla avisado antes, no sospechaba nada ni nos hacía ningún reproche. Se limitaba a darnos la bienvenida.
La señora Nami tenía sesenta y tres años, una vaca y unos cuantos gallos de pelea. Cultivaba sandías en un pequeño huerto. Era viuda, y sus hijos, ya emancipados, vivían en las ciudades de Nagasaki y Okuyama.
—¿Son para comer? —le preguntó Hanada, refiriéndose a los gallos de pelea. La señora Nami asintió.
—Y la vaca también. Tiene la carne muy dura y no se puede vender. Pero llevan tanto tiempo conmigo, que les he cogido cariño y se me hace difícil pensar que tengo que comerlos —nos explicó la señora Nami la primera vez que fuimos a visitarla. Mientras hablaba, le retorció el pescuezo a uno de los gallos.
—¿No decía que les había cogido cariño? —exclamó Hanada.
—Con cariño o sin él, la comida no deja de ser comida —rio la viuda.
La señora Nami siempre insistía en que nos quedáramos a pasar la noche, pero sólo nos quedábamos de vez en cuando. Aquella casa apestaba a vaca.
—Antes teníamos las vacas dentro de las casas —nos aclaró con una sonrisa.
—¿Eran más importantes que los hijos? —le pregunté.
—Nunca me lo había planteado de esa forma —me respondió ella, tras una breve reflexión—. Haces preguntas muy complicadas, jovencito. Será mejor que no pienses en esas cosas —me aconsejó, mientras me ofrecía un trozo de gallo crudo.
A primera hora de la mañana y por la noche, la señora Nami subía a una pequeña colina situada detrás de la casa, juntaba las manos para rezar e inclinaba ligeramente la cabeza en dirección a Nagasaki.
—¿Es una especie de ritual? —le preguntó Hanada.
—Rezo para que mis hijos estén bien —respondió ella rápidamente, un poco avergonzada—. En esta región vivimos del trabajo que nos da el mar. Antes había muchos cristianos aquí, por eso me acostumbré a rezar —nos explicó la viuda, sin dejar de parpadear—. Rezar es lo único que puedo hacer por el mar, y también por el huerto y por la vaca. Con todas las comodidades que existen hoy en día, seguro que es mucho más útil ahorrar dinero que rezar, pero yo sigo haciéndolo sin darme cuenta —nos dijo la señora Nami mientras el sol del atardecer iluminaba su silueta por detrás.
La pensión donde nos alojábamos estaba a media hora andando de la casa de la señora Nami. Cruzábamos los campos de arbustos y regresábamos a la pensión a paso lento. Al mediodía había un autobús cada dos horas, pero el último pasaba a las cuatro de la tarde, así que no nos quedaba otra que volver caminando.
—Edo, ¿a ti te gustaría quedarte a vivir en esta isla para siempre? —me preguntó Hanada, que jugueteaba con una brizna de hierba que había arrancado.
—No lo creo —repuse.
—¿Sabes? No consigo acordarme de Tokio —me confesó Hanada.
Al atardecer, la oscuridad empezaba a caer sobre las calles desprovistas de farolas.
—Edo —me llamó Hanada, al cabo de un rato.
—Dime.
—¿Qué es el amor?
—¿El amor? —repetí.
—¿Tú te enamoras con facilidad?
—No mucho.
—Yo no sé si tengo la capacidad de enamorarme —murmuró Hanada, como si estuviera hablando para sí.
—Pues claro que sí.
—Tampoco sé si algún día haré el amor.
—Seguro que sí.
«La impotencia se te curará pronto», añadí para mis adentros. ¿Por qué Hanada estaba tan preocupado?
—No sé si todos los hombres pueden hacer el amor.
—¿A qué te refieres? —le pregunté.
—¿Y si a mí nunca me llega el turno?
—¿Te gusta alguien, Hanada? —le pregunté—. ¿Esas postales que escribes todos los días en el embarcadero son para alguna chica?
Hanada permaneció en silencio, sin responder a mi pregunta. Seguimos caminando sin hablar.
—Hirayama… —empezó Hanada.
—No me apetece hablar de ella —lo interrumpí, malhumorado.
—Pero…
—Tú no sabes lo que ha pasado.
—Sí que lo sé —musitó con una voz tranquila como la superficie de un bidón de aceite.
Aquella respuesta me sorprendió. Había algo en ella que me llamó la atención, como ya me había pasado anteriormente, cuando Hanada me contó la historia de Surabaya. De repente, se me ocurrió la posibilidad de que mi amigo estuviera enamorado de Mizue, pero pronto descarté aquella idea, propia de un estereotipado culebrón para adolescentes.
Seguro que a mi abuela le habría parecido una idea de mal gusto, y mi madre me preguntaría: «¿Cómo piensas desarrollar el argumento con semejante intriga?». Otori, por su parte, habría opinado que se trataba de una idea pasada de moda.
Observé atentamente el perfil de Hanada, inexpresivo y tostado por el sol. Los grillos cantaban débilmente. Sus cantos eran distintos a los de las cigarras, que cantaban de día y en cualquier rincón de la isla.
—En el libro que he leído hoy salía un grillo —le conté a Hanada.
Cuando regresamos a la pensión, retomé el libro y me puse a hojearlo de nuevo. Mi amigo se quedó de pie y me miraba mientras yo leía tumbado boca abajo, con ambos codos encima del tatami y el pecho apoyado en la almohada.
—¿Ese es el libro de los grillos? —me preguntó.
—Sí —repuse.
—Pues parece un poema.
—Ya —le respondí de nuevo.
—«Mientras observo a un grillo que se arrastra poco a poco por el suelo | tengo la sensación de que me recuerda a alguien. | De bajo tierra | aparece un rostro que nunca he visto. | El grillo, que sale arrastrándose, | me mira y se dirige rápidamente hacia mí. | Con esa misteriosa cara parecida a la de alguien | se arrastra cubierto de barro, y me da miedo» —leyó Hanada en voz alta—. ¿A eso llamas tú un libro de grillos? —rio.
—¿No crees que ese grillo se parece a ti? —insinué, y él me dio una colleja—. «Se arrastra cubierto de barro» —leí, repitiendo la última línea.
—¿Ese soy yo?
—¿No te lo parece?
Hanada tiró de la almohada que yo tenía bajo el pecho y me la arrojó. La lámpara zumbaba. Nos tumbamos uno al lado del otro, con la cabeza apoyada en el brazo, y mantuvimos una seria conversación sobre varios temas: estuvimos discutiendo sobre las ventajas y los inconvenientes de los pechos grandes —Hanada estaba a favor, mientras que yo me declaré en contra—, especulamos sobre quién podría ser el próximo primer ministro —cada nueva previsión era más delirante que la anterior— y discutimos acerca de los ingredientes más adecuados para rellenar un sándwich cuando se iba de excursión —Hanada se decantaba por la carne asada, mientras que yo dudé entre el queso y el pepino—.
La lámpara zumbó de nuevo. ¿Qué estaría haciendo Mizue Hirayama en aquel momento?