—Hanada, si quieres comprarte ropa de mujer, ¿por qué no vas a un hipermercado? —sugirió Mizue Hirayama.
El sol brillaba con intensidad, pero la humedad era muy baja y la temperatura, agradable. Pronto llegaría el verano más despiadado. Aunque todavía estuviéramos en la estación lluviosa, últimamente hacía buen tiempo.
—¿Un hipermercado? —repitió Hanada.
—Sí. Tienen los uniformes marineros colgados unos encima de otros, hasta alcanzar el techo. Además, tienen varias tallas.
Aquel mediodía estábamos atrincherados en la azotea, como de costumbre. También había muchas palomas. Mizue no dejaba de patalear el suelo con el pie para ahuyentar a las que iban apareciendo por detrás.
Al final, Hanada no había logrado encontrar una tienda especializada en ropa de mujer, así que decidió echar mano del último recurso, es decir, preguntárselo a Mizue Hirayama. Yo, que no le había dicho a Mizue que Hanada quería comprarse ropa de mujer, me mantenía al margen de la conversación.
—Creo que también hay vestidos chinos, pero van muy ajustados al cuerpo y a lo mejor será difícil encontrar uno de tu talla —siguió explicándole Mizue, sin la menor muestra de asombro.
Creo que, una vez, mi madre redactó un artículo sobre hipermercados. A mi abuela le compró un chal de lame muy llamativo y a mí me trajo un llavero dorado en forma de caballo que parecía hecho por un diseñador zumbado. «Esto es para vosotros», nos dijo mientras nos alargaba un paquete a cada uno. Mi abuela y yo cruzamos las miradas. «¿Le damos las gracias prudentemente o nos echamos a reír sin más?», susurró ella. «Ninguna de las dos cosas», le respondí en voz baja. De vez en cuando, mi abuela se tumbaba encima del chal en ropa interior cuando terminaba de bañarse y echaba una cabezadita. Se justificaba diciendo que le daban lástima las cosas que no se utilizaban. «Seguro que ese chal pica como un condenado», le dije, y ella confirmó mis sospechas con un golpe de cabeza. «Pero el picor me demuestra que estoy viva», se justificó de nuevo.
—Así que un uniforme marinero —musitó Hanada cautelosamente, con la mirada fija en el cielo—. Es que los uniformes marineros no son sólo ropa de mujer. Tienen otras connotaciones —añadió.
—¿Connotaciones?
—Parecerá que quiera exhibirme a propósito.
—Sea lo que sea lo que te pongas, con vestirte de mujer bastará para llamar la atención —rio Mizue.
—En los hipermercados también venden disfraces, ¿no? —reflexionó Hanada, con una expresión muy seria.
—Es posible.
—Así no pareceré demasiado grotesco.
—Pero Hanada, tú no quieres convertirte en una chica, ¿a que no?
—Es verdad, tienes razón —asintió Hanada. Mizue volvió a reír.
Yo escuchaba su conversación con aire distraído. De repente, recordé que Mizue me había prestado un libro de relatos en el que había una historia que trataba de un hombre que se vestía con el uniforme marinero de su novia fallecida. «Es magnífico, ¿verdad?», me había preguntado Mizue, mirándome a los ojos, cuando le devolví el libro. «Sí, me ha gustado bastante», le respondí yo. «Si yo muriera, ¿tú también te pondrías mi uniforme marinero, Midori?», me preguntó ella. No supe qué responderle. Pensé para mis adentros que aquella pregunta era una especie de ofensa a la seriedad de los personajes que aparecían en el cuento, pero no se lo dije. «Tú no tienes ningún uniforme marinero», objeté, y ella replicó: «Porque en el instituto tenemos que llevar chaquetas deportivas. ¡Menudo rollo! Yo prefiero los uniformes marineros».
Me imaginé a Mizue Hirayama vestida con un uniforme marinero y me excité un poco. «El fenómeno social de que un alumno de bachillerato se excite pensando en una chica de su misma edad en uniforme es una reacción estereotipada muy curiosa», pensé mientras tenía una erección. Por respeto a Mizue, no tenía derecho a decir según qué cosas.
—No hace falta que te disfraces, tú ponte el uniforme como si fuera lo más normal —le propuso Mizue a Hanada.
—Tienes razón —admitió Hanada dócilmente.
Una paloma pasó rozando el hombro de Mizue y aterrizó en el suelo. A pesar de que no le gustaban las palomas, todas se acercaban a ella. Observé su cuerpo de espaldas. Tenía una nuca muy bonita, pero no pude decirle lo preciosa que era. No porque no encontrara las palabras, sino porque no sabía si debía decírselo o no. A veces incluso me parecía oír su voz dentro de mi mente reprochándome: «¿Por qué eres tan cabezota, Midori? Sólo tienes que decirme “Eres muy guapa” o algo por el estilo para hacerme feliz». Aun así, nunca me atrevía a decírselo.
No sé qué opina Mizue al respecto, pero yo, por lo menos, no consigo dejarme llevar por la ternura hasta el punto de sentirme como un verdadero tortolito, dulce como la miel. Un día, mi madre me dijo que dos enamorados no pueden abandonarse a la ternura si uno de los dos no quiere. «¿Y qué hay que hacer?», le pregunté. «El primer asalto es muy importante —me respondió—, y luego viene el forcejeo». «¿El amor es como un combate de sumo?», le pregunté enarcando las cejas, y ella me respondió que se parecía mucho. A continuación, sonrió dulcemente. La dulce sonrisa de mi madre me saca de quicio, pero es encantadora. «Ya lo entiendo», pensé.
—Vamos a buscar un uniforme marinero. A lo mejor yo también me compro uno —dijo Mizue animadamente.
Las palomas seguían aterrizando en la azotea. Pataleé con todas mis fuerzas para ahuyentarlas, y la bonita risa de Mizue resonó en mis oídos.
La entrada del hipermercado estaba llena de gente. Mizue caminaba delante de nosotros. Hanada y yo la seguíamos, uno al lado del otro. Cada vez que nos cruzábamos con alguien que venía de frente, nos separábamos para que pasara entre nosotros.
Hanada no se probó ni un solo vestido en el hipermercado. «Da igual, ya me lo probaré luego», dijo. Cogió el uniforme más grande que encontró y lo pagó apresuradamente.
Salimos de la tienda y empezamos a caminar otra vez. Mizue tenía la frente perlada de gotitas de sudor. Desde que había venido a verme a mi casa la otra noche, nunca se separaba de la cartera de piel donde guardaba el diario y las cartas. Se la llevaba a todas partes, incluso al instituto o cuando salía conmigo.
«Esa cartera parece muy pesada. ¿Quieres que te la lleve?», me ofrecía a veces, pero ella siempre rechazaba mi ayuda. «No hace falta. Es una carga que yo misma debo llevar». «¿No bastaría con guardar tus cosas en un cajón y cerrarlo con llave?», le sugerí, pero ella sacudió la cabeza. «Las llevo encima en señal de protesta».
De repente, Hanada alargó la mano hacia la cartera de Mizue.
—Déjame sopesarla —le pidió. Mizue levantó la cabeza y le alargó la cartera con una mirada interrogante.
Con un gesto natural, Hanada cogió la cartera de la mano de Mizue. A continuación, se la colocó en el hombro como si no pesara y echó a andar delante de nosotros.
—¡Eh! —protesté con una expresión estúpida. En ese momento, me vino el hipo.
Liberada del peso de la cartera, Mizue echó a andar a pequeños saltitos. El hipo no se me quitaba. Mizue alcanzó a Hanada. Yo creía que intentaría recuperar la cartera, pero no mostró la menor intención de hacerlo.
«Eso me suena —pensé, aturdido—. ¿Cuándo fue? ¡Ah, sí! Cuando las bolitas de arroz».
Ocurrió cuando yo tenía unos siete años. Mi madre, mi abuela y yo nos disponíamos a «ir aquí al lado». En el vocabulario de la familia Edo, «ir aquí al lado» significaba coger el tren e ir a un parque bastante grande que se encontraba a tres paradas de distancia de nuestra casa. Ir a los grandes almacenes de Shinjuku era «salir», e ir a casa de los Take en Takasaki se decía «dar un paseo».
Cuando íbamos «aquí al lado», preparábamos la comida los tres juntos. Mi abuela se encargaba de hervir, mi madre cocinaba el pollo frito y yo preparaba las bolitas de arroz. En aquella época, mi madre solía decir que las bolitas de arroz tenían que ser saladas, así que yo me mojaba la palma de la mano, cogía un poco de sal y aplastaba el arroz sin rellenarlo. «Tus bolitas de arroz son perfectas, Midori», me decía siempre Aiko, en un tono satisfecho. Como resultado de la férrea disciplina doméstica de mi abuela, las bolitas de arroz me salían con una forma bastante presentable a pesar de mi corta edad.
Aquel día, contrariamente a la costumbre, mi madre no me dijo que las bolitas de arroz me habían salido perfectas. Había terminado de preparar el pollo frito y contemplaba fijamente mis manos mientras moldeaba el arroz. En vez de decir que eran perfectas, se limitó a soltar un resoplido de aprobación. Yo me esforcé aún más en mi tarea y llegué a hacer quince bolitas. Puesto que tenía las manos pequeñas, no era una cantidad muy grande. Las coloqué alineadas en un plato para que se enfriaran y me lavé a conciencia las manos, que estaban llenas de granitos de arroz.
De repente, vi a mi madre inclinada encima de las bolitas que acababa de hacer.
—¿Qué haces? —le pregunté.
—Estoy mirando —me dijo.
—¿Por qué las miras tan fijamente? —inquirí, pero no obtuve respuesta.
«De hecho, mis favoritas son las bolas de arroz rellenas de huevas de bacalao y envueltas en algas. Nunca me han gustado las bolas de arroz saladas», me confesó mi madre unos cuantos años más tarde, un día que fuimos a unos grandes almacenes y compramos miles de huevas de bacalao en una tienda de productos típicos de Hokkaido. En aquel momento, la autobiografía que mi madre había escrito para un conocido artista estaba siendo un éxito, y la economía doméstica de la familia Edo nos permitía darnos algún que otro capricho.
—¿Por qué? —le pregunté, sorprendido.
—Las bolitas de arroz vacías son la mar de sosas.
—Entonces, ¿por qué me decías que te gustaban?
—Porque no teníamos dinero y me prohibía cualquier tipo de lujo sin querer.
—¿Sin querer? —repetí.
—Eso es. De tanto ahorrar, me acabé convirtiendo en una tacaña sin darme cuenta —me explicó mi madre, con una leve sonrisa.
—¡Pero Aiko! —protesté, enfurecido—. Aunque tuviéramos que ahorrar, ¡por lo menos podrías haberme dado un par de ciruelas encurtidas para rellenar las bolitas! La abuela prepara ciruelas encurtidas todos los años. ¡Yo hacía las bolitas de arroz saladas porque creía que a ti te gustaban!
«Nunca te tomes al pie de la letra lo que te digan las mujeres», me aconsejó Otori cuando le expliqué la historia unos días más tarde, pero no me convenció. Si uno no podía confiar en la palabra de una mujer, ¿cómo era posible mantener con ellas una relación de amistad o de amor?
—Hay una forma de poder confiar en lo que te dicen las mujeres, naturalmente —añadió Otori con una sonrisa—. Pero es un camino muy duro —me advirtió, dándome una palmadita en el hombro—. Puede que no haya ni un solo hombre en todo el mundo que haya llegado al final de ese camino.
—¡Qué exagerado!
Otori y yo nos echamos a reír, pero lo cierto era que el camino me pareció demasiado duro desde el principio.
Mientras contemplaba a Hanada y a Mizue Hirayama, que caminaban delante de mí, suspiré profundamente.
•
—Qué suspiros más espectaculares, Midori.
La primera vez que Otori me hizo esa observación, yo estudiaba secundaria. También fue en aquella época cuando me explicó la historia del caballo.
—Mis suspiros no tienen nada especial —protesté rápidamente, y volví a concentrarme en los problemas de Ejercicios matemáticos básicos.
Al parecer, Otori había entrado en mi habitación porque le apetecía hablar conmigo, pero en ese momento no tenía tiempo para distraerme charlando con él porque me examinaba al cabo de medio año.
—No seas modesto —rio Otori.
—¿Modesto? —repetí extrañado, y hundí la cara en los apuntes—. No tengo tiempo para ser modesto —añadí con brusquedad.
Otori guardó silencio durante un rato. Oí el chasquido seco de su mechero. El humo de un Hi-Lite flotó por delante de mi cabeza inclinada encima de los ejercicios y llenó toda la habitación.
—¿No fumas, Midori? —me preguntó Otori.
—No —le respondí, sin levantar la cabeza.
—No sabes lo que te pierdes.
—Creo que fumar no va con mi carácter.
—Pues yo creo que sí, porque llevas mis genes.
—Déjame en paz —le espeté, levantando la cabeza—. Cállate un rato.
—Vale —dijo Otori, y se echó a reír de nuevo.
Golpeé suavemente la mesa con el puño y me levanté.
—Por favor, Otori. Si no sabes qué hacer, sal a divertirte un rato con una mujer.
—La verdad es que no sé cómo tratar a las mujeres —me confesó él con humildad.
Suspiré de nuevo, y no pude evitar echarme a reír. Otori sacó un pañuelo y se secó la nuca.
—Aunque esté delgado, tengo tendencia a sudar.
—Está bien, haré un descanso.
Por tercera vez en un mismo día, suspiré profundamente y aparté la silla de la mesa. Otori me dirigió una amplia sonrisa.
—¡Así me gusta! No es bueno esforzarse demasiado —me dijo mientras se encendía otro cigarrillo. Tosí varias veces deliberadamente, pero él siguió fumando con aire tranquilo.
No lo odiaba. Tampoco me caía mal. Más bien me daba lástima, aunque a la vez me sentía culpable porque el donante de mis genes me inspiraba compasión. El caso es que, desde que había empezado la escuela secundaria, a menudo sentía lástima por Otori. Era un sentimiento extremadamente complejo. Por eso le hice una pregunta un poco maliciosa.
—Por cierto, ¿por qué no te casaste con Aiko? —le pregunté en un tono de voz deliberadamente inocente.
—No es una historia bonita —repuso él, arrugando la frente. Cuando estaba confundido, Otori siempre arrugaba la frente. Un día le pregunté por qué lo hacía, y él ladeó la cabeza y me respondió que quizá era porque su cerebro se encogía temporalmente.
—No hay nada bonito —insistí, con mala intención. Él sonrió, y yo agaché la cabeza—. Hay cosas bonitas y otras que no lo son —dije, tras una breve pausa.
—Así es —repuso él—. Dices cosas muy inteligentes, Midori. Seguro que tienes mucho éxito entre las chicas.
—Qué va —negué, con un hilo de voz.
Hasta entonces, nunca había intentado indagar los detalles de la historia entre mi madre y Otori. Era como un secreto enterrado en lo más profundo de la sección prohibida de la biblioteca de la familia Edo. En cuanto formulé la pregunta, empecé a arrepentirme.
—Todo ocurrió por culpa de un caballo —dijo Otori. Su tono de voz era lento y controlado, y como miraba fijamente al suelo, no se dio cuenta de las dudas que me habían asaltado por un instante.
—¿Qué caballo? —pregunté—. ¿Un caballo de carreras?
—No, un caballo normal y corriente. Un caballo de carga japonés, de buen linaje, con las patas cortas y el vientre redondeado.
A Otori le temblaba la voz. Por un momento temí que rompiera a llorar, pero no lo hizo. Siempre había tenido aquella voz grave con matices agudos.
Un día, oí a Otori cantando una canción de Harumi Miyako y lo hacía muy bien, en un tono extrañamente sensual. «Me dan grima los hombres que cantan bien las baladas tradicionales», dijo mi madre. Mi abuela la regañó por aquel comentario tan arrogante, pero en el fondo yo estaba de acuerdo con mi madre. Creía que en el mundo tenía que haber hombres que supieran cantar las baladas tradicionales, pero no me gustaba pensar que uno de aquellos hombres era mi padre biológico.
Pero ya es hora de retomar la historia del caballo, que significó el principio del distanciamiento entre Otori y mi madre.
—Todo ocurrió hace mucho tiempo —empezó Otori, como si fuera a explicarme una antigua leyenda—. Era un día soleado. Aiko y yo tendríamos poco más de veinte años. Los pajaritos descansaban en las frondosas ramas de los árboles y trinaban con sus agudas vocecitas. Era un día esplendoroso.
—Para —lo interrumpí—. Estás utilizando palabras muy raras, Otori.
—¿Y qué quieres que haga? —se defendió—. Estoy nervioso.
—¿Nervioso?
—No me gustaría que esta historia te confundiera, Midori.
—¿Confundirme? —repetí—. ¿A qué te refieres? —Otori se levantó súbitamente y empezó a merodear por la habitación—. No me confundirá. Si una historia así pudiera confundirme, después de todo lo que he oído hasta ahora ya estaría hecho un lío —le aseguré, y él sacudió la cabeza varias veces.
—Esto incluye todo lo que has oído hasta ahora. ¿Estás seguro de que no te importa? ¿Nunca te ha importado? —balbució él, perplejo.
Me sorprendí un poco. Acababa de descubrir una nueva faceta de Otori, un hombre a quien yo consideraba un irresponsable. ¿Acaso se preocupaba por mí, aunque sólo fuera un poquito?
—¿Qué pasó con el caballo? —insistí.
—Pues había un caballo, yo me escapé y a partir de entonces pasó todo lo demás —resumió Otori rápidamente y de un tirón.
—¿Cómo? No he entendido nada —confesé, y me eché a reír sin querer. Otori también rio, pero parecía angustiado.
—Hola, Yasuro. ¿Ya vuelves a estar aquí? —preguntó alguien desde el piso de abajo. Era mi madre, que acababa de llegar a casa.
Otori se tranquilizó por un instante, pero enseguida se puso nervioso otra vez.
—Vamos, dime qué pasó con el caballo —insistí de nuevo, acercándome a él.
Otori se apartó un poco, y yo me acerqué otra vez. Normalmente lo hacíamos al revés. Su camiseta olía a polvo.
—Hoy no tenemos cena para ti, Yasuro. Masako ha salido —anunció mi madre desde abajo, con un deje de tensión en la voz.
—Hoy no, por favor —me suplicó Otori, mirándome fijamente.
Había algo misterioso en su mirada. «Quizás te sirva para seducir a las mujeres, incluso puede que lograras seducir a Mizue Hirayama, pero esa mirada no te funcionará conmigo», pensé. Le aguanté la mirada, dispuesto a no dejarme ganar.
—De acuerdo —dije a continuación—. Hoy dejaré que te vayas. Pero a cambio, prométeme que no vendrás a casa durante un tiempo.
—¿Qué? —dijo Otori con un hilo de voz.
—No vengas hasta dentro de medio año, por lo menos —insistí, para asegurarme el tanto. Otori guardó silencio durante un rato y, al fin, hizo un breve gesto de asentimiento.
Aquel día me comporté como un auténtico cretino, y no sé por qué. Otori cumplió su palabra y se mantuvo alejado de nuestra casa durante medio año. Cada vez que mi abuela y mi madre se mostraban sorprendidas por su repentina ausencia, yo me quedaba desconcertado, quizá porque me sentía en deuda con alguien por primera vez en mi vida. Hasta entonces siempre me había sentido como la víctima, pero en ese momento empecé a sospechar que quizá no siempre había estado en el lado de los perjudicados.
«Todo ocurrió por culpa de un caballo».
Durante los seis meses que duró la desaparición de Otori, recordé varias veces el tono en el que había pronunciado aquella frase y su voz medio llorosa.
Cuando terminé los exámenes de acceso a bachillerato y los melocotoneros empezaron a florecer, le pregunté de nuevo a Otori por su ruptura con Aiko.
La historia del caballo dice así:
Un día, mi madre y Otori fueron a Asakusa. Visitaron el jardín botánico, comieron tempura con arroz y pasearon por los caminos de los alrededores. Finalmente, empezó a anochecer y llegó la hora de la melancolía. Aiko y Otori caminaban abrazados. Salieron a una calle blanquecina un poco alejada del bullicio de la ciudad. Al cabo de un trecho, encontraron un puente que cruzaba un riachuelo medio seco. La oscuridad iba ganando terreno. Mi madre se arrimó al cuerpo de Otori, y él la estrechó y la atrajo hacia sí. No se sentían melancólicos, sino simplemente solos, como si hubieran ido a un lugar apartado del resto del mundo.
Había un caballo. Mi madre gritó y Otori dio un respingo, sobresaltado. El caballo resollaba ruidosamente y su cuerpo desprendía vapor. Había aparecido de repente. Ni mi madre ni Otori habían visto nunca un caballo en la ciudad. Sin embargo, ahí estaba, irradiando calor. A lo mejor lo utilizaban para tirar de las carrozas que paseaban a los turistas.
Era grande. Estaba quieto, pero Otori se asustó. Retrocedió poco a poco y huyó corriendo a toda velocidad hasta que se dio cuenta de que estaba solo. Una vez que se hubo recuperado del susto inicial, mi madre dio media vuelta y rodeó el caballo movida por la curiosidad. Le acarició el lomo con delicadeza. Se puso de puntillas y le recorrió con la palma de la mano el cuello, la espalda y el trasero. Lo acarició tranquilamente durante mucho rato.
«Vámonos, Aiko», le pidió Otori, pero ella siguió acariciando el caballo. «Tenemos que irnos», insistió Otori varias veces. Pero mi madre hizo caso omiso y siguió tocando el caballo con la mirada perdida. Ahí estaba, en plena noche, acariciando con toda la calma del mundo un caballo suelto.
Otori sólo tenía una idea en la cabeza: huir. Y eso fue lo que hizo. Dejó sola a mi madre y huyó. Entonces, el caballo fue tras él. Se pegó a su espalda y lo acompañó a un ritmo suave, golpeando el suelo con los cascos. «¡Chis! ¡Chis! —le dijo Otori—. Venga, vete. ¡Lárgate de una vez! Haré lo que tú quieras, pero déjame en paz». No obstante, como era de esperar, el caballo no entendió ni una de sus palabras.
Mi madre iba detrás, más contenta que unas pascuas, mientras que Otori caminaba con el corazón en un puño. Al cabo de un rato, Otori se dejó caer de rodillas al suelo. «Por favor, ¡perdóname!», se disculpó. «¿De qué estás hablando?», le respondió mi madre. «Soy un desastre», continuó Otori. «¿A qué te refieres?». «A todo», continuó él, con la voz quebrada por la desesperación.
—Por eso lo nuestro no funcionó —dijo Otori, a modo de conclusión.
—¿Por eso? —pregunté.
—Exactamente.
—Sigo sin entenderlo.
Lo miré fijamente, y él cerró los ojos.
—De repente, como si se hubiera desatado un nudo, ella comprendió que yo era un inútil —me explicó poco a poco.
—¿Por un simple caballo?
—Sólo fue un simple caballo, pero ella se dio cuenta de todos modos.
—Y cuando se dio cuenta, ¿os separasteis enseguida? —le pregunté, volviendo a la carga.
—No. Seguimos juntos unos años más. Aunque era un inútil, me esforcé para demostrarle lo contrario. Pero no funcionó. Aiko estaba en el bando de la gente normal, y yo pertenecía al bando de los inútiles. Empezamos a distanciarnos rápidamente, como dos barquitas que se separan empujadas por las intensas corrientes de aire que soplan en medio del mar.
—Ya —repuse con aire grave.
—Desde entonces, he huido de muchas cosas —suspiró. Tuve la sospecha de que había heredado los suspiros de Otori.
—Ya.
—Huir, huir y seguir huyendo —concluyó.
—Debe de ser duro pasarse la vida huyendo —le comenté tras haber reflexionado un rato. Otori asintió enérgicamente.
—Es duro y muy absurdo —admitió con seriedad.
Las ramas de los melocotoneros estaban llenas de flores. A diferencia de las flores pálidas que florecían en el arbolito de nuestro jardín, las de los melocotoneros del parque eran enormes. Otori me explicó la historia del caballo a primera hora de la tarde. Estábamos sentados en un banco del parque infantil que había al lado de mi casa. Por las mañanas, la arena estaba llena de niños que daban sus primeros pasos, pero a aquella hora no había nadie.
—Los melocotoneros están espectaculares —observó Otori.
—Dime una cosa, Otori. ¿De verdad eres un desastre? —le pregunté, intentando que no pareciera una crítica. La voz salió de mi interior como un larguísimo suspiro. Su respuesta, en cambio, sonó como un suspiro breve y resignado:
—Es posible.
—¿Puedo preguntarte otra cosa? —insistí, en el mismo tono lánguido.
—Sí.
—¿Por qué no utilizasteis un preservativo?
—Sí lo utilizamos.
—Entonces, ¿qué pasó?
—Que no lo hicimos bien.
—Ya veo —dije, y guardé silencio. Él tampoco añadió nada.
El color de las flores se reflejaba en la cara de Otori, que parecía más sonrosada que de costumbre. A pesar de la brillante luz primaveral, yo no me sentía muy animado, pero habría sido mucho peor si Otori hubiera tratado de disculparse con un «Lo siento» o un «Fue culpa mía». Si lo hubiera hecho, probablemente yo lo habría perdonado sin saber por qué me estaba pidiendo disculpas, y él habría aceptado mi perdón sin saber qué le estaba perdonando.
Me levanté del banco y alargué la mano hacia el melocotonero. Torcí una rama grande que pesaba mucho porque estaba cargada de flores abiertas y la empujé hacia Otori, que seguía sentado. Mientras sujetaba la rama del melocotonero, Otori parecía un muñeco. Esbocé una leve sonrisa y pensé que, en un momento como ése, lo único que podía hacer era sonreír. Otori no sonrió. Permaneció inmóvil, sujetando la rama. La luz primaveral era muy brillante y suave.
•
—¿Por qué no hacemos una cita doble? —me propuso mi madre.
—Ni hablar —le respondí al instante, y ella se enfurruñó.
Mi madre tiene mucha facilidad para enfurruñarse. No creo que a las demás madres del mundo les cambie el estado de ánimo en tan poco tiempo. Un día, le pregunté a mi abuela por qué mi madre se enfurruñaba tan rápidamente, pero ella se encogió de hombros. «Debe de ser un problema direccional», me respondió con una expresión seria. «Claro. Quizá su mesa de trabajo no debería estar orientada al noroeste, sino en otra dirección», añadí yo, con idéntica seriedad.
—No puedes decirme que no sin haberme preguntado antes con quién te estoy proponiendo hacer una cita doble —me reprochó mi madre, mosqueada, pero decidí ignorar el comentario. Mis citas con Mizue ya eran lo bastante complicadas para encima tener que introducir a terceras personas, quienesquiera que fuesen.
—¿Tú hacías citas dobles cuando salías con Otori? —le pregunté para cortar la conversación. Tal y como imaginaba, mi madre se quedó callada.
Era un día nublado. Parecía que iba a llover, pero al final no cayó ni una gota. En la previsión del tiempo llevaban todo el día repitiendo que aquella estación lluviosa tan seca empezaba a ser preocupante por la falta de agua. Los contornos verdes de los árboles del jardín eran oscuros. En los días nublados, los objetos sólidos se ven más nítidos en vez de difuminarse.
—Eres un cínico, Midori —me dijo mi madre.
—Sí, Aiko —le respondí.
Al levantar la mirada, el jardín entero parecía encajado en el marco de la ventana, como un cuadro sin perspectiva.
Sin embargo, dos casualidades se aliaron con mi madre y al final me hizo caer en la trampa de la cita doble.
La primera casualidad fue que Mizue Hirayama y yo quedamos en Shibuya aquel fin de semana.
La segunda casualidad fue que, el mismo fin de semana, mi madre quedó en Shibuya con el señor Sato.
En el instante en el que descubrí la cara de mi madre entre la multitud, me pregunté cómo era posible que cuatro personas coincidieran a la misma hora y en el mismo lugar en una ciudad tan grande como Tokio.
—¡Vaya! —exclamó mi madre.
—¡Anda! —exclamé a continuación.
—¡Qué casualidad! —dijo ella, entusiasmada.
—Mucha casualidad —corroboré.
Sentí la tentación de dar media vuelta y huir corriendo, pero al final no me atreví.
—¿Os apetece tomar un té? —sugirió mi madre, dirigiéndose a Mizue. No pude hacer otra cosa que quedarme de pie, petrificado.
Miré al señor Sato de soslayo y me di cuenta de que él también estaba inmóvil, sin decir palabra. Parecía un hombre honrado, pero lucía una sonrisa completamente vacía. «Qué panorama», pensé. Desvié la mirada y me encontré con mi propia cara reflejada en el cristal del edificio de enfrente. Entonces fue cuando descubrí que en mi cara había la misma sonrisa postiza que acababa de ver en la cara del señor Sato.
Mizue pidió un té negro y un sándwich caliente. Los demás pedimos café. Mi madre estuvo dudando si pedir también un sándwich, pero al final decidió que no.
—Es que me alegro tanto de ver a Mizue, que ya no sé qué me apetece tomar —dijo mi madre.
Mizue esbozó una sonrisa de compromiso que tardó un buen rato en desaparecer de su cara, como si no supiera qué expresión debía adoptar a continuación.
«En Shibuya hay siempre muchísima gente»; «Hoy han dicho que estaría nublado todo el día, pero que a lo mejor llovía un poco por la noche»; «¿Tenéis algún viaje planeado para las vacaciones de verano?»; «En los días nublados, la radiación ultravioleta es mucho más intensa, así que hay que tener especial cuidado».
Durante un rato, fuimos encadenando conversaciones triviales, hasta que todos los temas se agotaron y nos quedamos callados.
Nos trajeron los cafés y el té, les echamos azúcar y leche, los removimos con una cuchara y, en cuanto terminamos, el silencio se hizo aún más palpable.
—Toma —dijo el señor Sato, en el mismo momento en que traían el sándwich de Mizue. El señor Sato le alargó a Mizue una pequeña tarjeta cuadrada donde había un nombre escrito en letras negras: «Kentaro Sato». Era una tarjeta de visita. Al lado de su nombre figuraba el logo de su empresa, una dirección y un número de teléfono. La tipografía utilizada era de estilo ming, y los caracteres estaban impresos sin el más mínimo error.
—Bueno…, gracias.
Mizue alargó ambas manos a la vez con las palmas boca arriba, como si fuera a recoger agua de una fuente, y cogió la tarjeta. La observé mientras la guardaba en la «carga que debía llevar ella misma». La tarjeta desapareció en el interior de la cartera, Mizue exhaló un pequeño suspiro y empezó a comer su sándwich. De vez en cuando, el ruido que hacía masticando llegaba a mis oídos a través del bullicio de la cafetería. Mi madre, que estaba delante de mí, observaba distraídamente el ambiente del local por encima de mi hombro. El señor Sato estaba cómodamente sentado, pero con una cara totalmente inexpresiva.
—Hay muchas tarjetas de visita de color blanco —observé tímidamente.
El señor Sato me sonrió de inmediato.
—Sí, la mayoría son blancas.
Mizue había terminado por fin de comer su sándwich y estaba recogiendo las migas con la yema del dedo.
—¿Cómo te sentiste la primera vez que te hicieron una tarjeta de visita personalizada? —preguntó Mizue.
El señor Sato reflexionó un instante y luego le respondió educadamente.
—Me sorprendí.
—¿Te sorprendiste? —le preguntó mi madre.
—Sí. Me sorprendí. Me di cuenta de que aquello no era un sueño fugaz de los que se esfuman al amanecer, sino que había pasado a formar parte de la sociedad —explicó el señor Sato, mirando alternativamente a Mizue y a mi madre.
—¿No sentiste ganas de salir corriendo cuando te dieron esas tarjetas? —le pregunté yo.
—¿Salir corriendo? Quizá es lo que debería haber hecho —respondió él, con la boca medio abierta. Con la boca entreabierta y la cabeza inclinada hacia arriba, el señor Sato tenía un aire más juvenil. Se parecía un poco al Sato veinteañero.
Tras otro momento de silencio, mi madre se levantó. Cogió la cuenta y se dirigió al mostrador con paso decidido. Nosotros tres también nos levantamos. Mi madre sacó rápidamente un billete del monedero. Me pareció que un ligero sonrojo teñía su rostro de perfil.
—¿Ves como lo de la cita doble no era una buena idea? —le susurré al oído mientras recogía el cambio, y ella se enfurruñó. Otra vez el problema direccional—. ¿Por qué te separaste de Otori, Aiko? —le pregunté de repente, desde detrás.
No sé por qué formulé aquella pregunta en un momento tan poco adecuado. La verdad es que mi lengua se movió como si tuviera voluntad propia.
—¿Por qué os separasteis?
Mi madre no respondió. Guardó el recibo en el monedero junto con las monedas del cambio. Durante unos treinta segundos, se limitó a abrir y cerrar la boca. A diferencia del señor Sato, aquel gesto le daba un aire de persona mayor. Con la boca entreabierta, mi madre parecía una mujer de sesenta años.
—Yo no quería, pero Yasuro decidió romper —me explicó con un hilo de voz.
—¿Cómo pudo tomar una decisión así cuando ni siquiera sabía utilizar un preservativo? —le pregunté con una voz que contenía un ligero tono de enfado. Ella abrió los ojos como platos.
—Así es. Ni siquiera sabía utilizar un preservativo —corroboró mi madre bruscamente, con la vista fija al frente y la expresión todavía enfurruñada.
Tenía las mejillas coloradas como una adolescente y los hombros temblorosos.
—¿Estás llorando? —le pregunté, sobresaltado. No debería haber formulado aquella pregunta en un momento tan inoportuno.
Cuando empecé a arrepentirme y di la vuelta para colocarme delante de ella, vi que tenía los ojos desmesuradamente abiertos y una media sonrisa muy graciosa en la cara.
Pensé que había llegado el momento de despedirnos de mi madre y su novio, pero no fue así. Mi madre cogió a Mizue de la mano y entraron en una tienda de telas que había justo al lado de la cafetería.
—Aquí venden telas, ¿verdad? —pregunté. El señor Sato asintió—. ¿Por qué querrá comprar tela? ¡Pero si no sabe coser! —me sorprendí, y él asintió de nuevo.
Me dejé caer al suelo. El señor Sato se quedó un rato de pie detrás de mí, y al final se sentó a mi lado con un resoplido de resignación.
—Puedes quedarte de pie, si quieres.
—Prefiero sentarme. Las aglomeraciones de gente me agotan —respondió.
Desde aquella posición, el señor Sato y yo veíamos el interior de la tienda a través del cristal del escaparate. Había muchos cilindros colocados en fila con varios tipos de tela enrollados alrededor. De vez en cuando, la cabeza de Mizue asomaba por encima de los rollos de tela. Puesto que mi madre era más bajita, sólo se veía la cabeza de Mizue.
—Tu novia es un encanto, Midori —me dijo el señor Sato.
—No es para tanto…
—No seas modesto.
«No seas modesto» era una expresión que Otori utilizaba a menudo.
—Debe de ser duro salir con una chica joven —observó el señor Sato tras una breve pausa.
—¿Duro? —repetí, desconcertado.
—Huyen sin rumbo fijo —musitó él.
—¿Sin rumbo fijo? —repetí.
—«Las doncellas son escurridizas como peces. Cuando están a punto de morder el anzuelo, mueven las aletas y huyen» —dijo el señor Sato lentamente.
—¿Qué es eso?
—Una canción de la época Meiji.
—Ya —asentí, confundido. Cuando el señor Sato y yo estábamos solos, nos comunicábamos mediante golpes de cabeza.
—Significa que, cuando intentas conquistar a una mujer, siempre se acaba escabullendo como un pez.
—Ya.
—Al parecer, las mujeres de la época Meiji ya eran como las de ahora.
—Supongo que sí —admití, cabizbajo.
El señor Sato levantó la vista hacia el cielo nublado. Aunque el sol no se viera, las nubes proyectaban su luz con un intenso resplandor. «Quizás hoy podré acostarme con Mizue después de tanto tiempo», pensé, con la cabeza gacha. A continuación, intenté recordar cuánto dinero me quedaba en el monedero, pero no lo conseguí. A cambio, evoqué con claridad la imagen de los pequeños pechos de Mizue Hirayama apuntando hacia arriba.
—Ya estamos —anunció mi madre, cuando salieron de la tienda—. ¿Qué hacéis aquí sentados como pordioseros? Y para colmo, ¡justo delante de la tienda!
Mi madre le tendió la mano al señor Sato y tiró de él para levantarlo del suelo. Mizue estaba detrás de ella, con la mirada ausente. La miré fijamente y le pedí sin palabras que me ayudara a levantarme, pero el mensaje no le llegó. Fue mi madre quien me tendió la mano. Me puse de pie rápidamente, antes de que Aiko pudiera levantarme.
Escondí la mano detrás del cuerpo para esquivar la que mi madre me tendía, y me di unas palmaditas en el trasero que hicieron un ruido sordo y vacío. Mizue Hirayama seguía ensimismada en sus pensamientos.