—Quiero comprarme ropa de mujer —me dijo Hanada.
Estábamos en un parque infantil que se encontraba muy cerca del colegio. Hanada estaba bebiendo un zumo de manzana en tetrabrik. Yo tenía una lata de café entre las manos.
—¿Qué clase de ropa?
—Ropa grande.
—¿Muy grande?
—Pues no sé qué talla necesitaría.
Mizue Hirayama tenía cosas que hacer, así que Hanada y yo habíamos ido juntos a dar una vuelta.
—¿Quieres una falda, una camiseta o un pantalón?
—Un conjunto.
—¿Como un traje de chaqueta?
—No tiene por qué ser un traje. Me refiero a un conjunto.
Las hojas de los árboles del parque habían oscurecido mucho. Pocos días antes, eran de un color verde pálido.
—Quizá deberías preguntárselo a Mizue.
—Ése sería el último recurso.
—¿El último recurso? —repetí, riendo.
Hanada sacudió la cabeza, y todo su cuerpo se agitó. Se acabó el zumo de manzana sorbiendo ruidosamente, aplastó el envase de cartón con las manos y lo lanzó hacia una papelera. El tetrabrik describió una parábola perfecta y cayó dentro de la papelera.
—¿Para qué necesitas un conjunto de mujer?
—¿Quieres saberlo?
—Claro.
—¿Estás seguro, Edo?
Hanada habla muy deprisa. Cuando pronuncia mi apellido, Edo, se come la «e» y sólo se oye la última sílaba, «do».
—¿Qué pasará si me lo dices?
—Que podría ser incómodo.
—¿Incómodo para quién?
—Para mí, o más bien para ti.
Hanada no solía dar tantos rodeos para decir las cosas. Últimamente, se lo tomaba todo muy en serio. Me daban un poco de envidia los firmes pectorales que se intuían bajo su camiseta.
—Si los dos tenemos que sentirnos incómodos, será mejor que nos olvidemos del asunto.
—Es que me gustaría explicártelo.
—Mejor no.
Cuando nos presionan, tenemos tendencia a rechazar la presión. En el momento en que Hanada estaba a punto de explicarme el motivo por el que quería comprarse un conjunto de mujer, me cerré en banda y no quise escucharlo.
—Escúchame.
—No quiero.
—Vamos, escúchame.
—Ni hablar.
—¡Venga ya! Te lo diré. Te lo voy a decir. El conjunto de mujer es para mí. Me lo compraré para ponérmelo.
La nariz de Hanada estaba perlada de pequeñas gotas de sudor. A aquella hora de la tarde, el bochorno era insoportable. Me pregunté si Hanada hablaba en serio e, inmediatamente después, supe que sí. Si Hanada decía que se vestiría de mujer, era porque iba a hacerlo.
Un avión cruzó el cielo despejado, y su carcasa plateada brilló.
—¿Por qué quieres vestirte de mujer? —le pregunté.
—Es difícil de explicar —me respondió, ladeando la cabeza.
Intenté aplastar la lata vacía de café con una mano, pero no lo conseguí. Lo probé primero con la izquierda y luego con la derecha, pero la lata se me resistió. Hanada me miró fijamente. «Trae», me dijo. Me quitó la lata de las manos y la aplastó en un santiamén, con la única ayuda de los dedos pulgar, índice y corazón de la mano izquierda.
—Eres muy fuerte, Hanada.
—Es que tú no tienes fuerza para nada, Edo.
—Lo siento.
—Eres un debilucho, pero te envidio porque nunca tienes dudas.
—¿Dudas? —repetí. Hanada asintió con solemnidad, y yo tuve la sensación de que se burlaba de mí—. ¿A qué te refieres con «dudas»? —le pregunté, arrastrando las palabras deliberadamente y hablando muy despacio.
—¿Te has enfadado? —me preguntó Hanada, riendo.
—No estoy enfadado.
—Pero te has enfadado.
—Lo que pasa es que te da vergüenza reconocer que tienes un problema.
—¡Vaya! —exclamó Hanada, y se echó de reír de nuevo—. No sé si podríamos considerarlo un problema —añadió.
El avión volaba en la dirección del viento. Pensé que el viento debía de soplar con fuerza en lo alto del cielo, o tal vez el avión se desplazaba gracias a su propia fuerza propulsora. En cualquier caso, avanzaba a una velocidad vertiginosa.
Con un rápido movimiento, Hanada se colgó la mochila del hombro y salió del parque. Yo fui tras él. Cuando llegué a su altura, oí un zumbido. Había una abeja revoloteando en torno a Hanada, que agitó el brazo y la derribó de un manotazo. La abeja cayó al suelo.
—¡Qué pasada! —exclamé.
—Qué va —replicó mi amigo—. Hay tipos que son capaces de cazar una mosca con dos palillos, e incluso hay quien puede atrapar un insecto entre las arrugas de su cabeza.
—¿Bromeas? —le pregunté, sorprendido.
—Lo leí en un libro —respondió Hanada.
—¡Pues qué libros más raros lees! —exclamé, riendo.
Caminábamos uno al lado del otro. Desde que había derribado a la abeja, Hanada parecía más contento.
—Empezaremos yendo a una tienda —dijo.
—¿Una tienda?
—De ropa para mujeres.
—Ropa para mujeres… —reflexioné.
Empezamos a discutir a qué parte de la ciudad iríamos. Naturalmente, Hanada y yo no somos expertos en tiendas de ropa para mujeres, así que la conversación resultó poco fructífera.
—¿Vamos a un centro comercial de Shinjuku?
—No, en los centros comerciales hay demasiada luz. ¿Por qué no vamos a ese edificio de Shibuya que siempre está lleno de chicas?
—¿Estás seguro de que quieres que entremos en una tienda llena de chicas?
—Pues, entonces, vamos a Shimokitazawa.
—Vale, pero ¿exactamente dónde?
—No lo sé, quizás encontraremos algo detrás del teatro.
—Creo que allí había unos lavabos públicos.
Fue una conversación sin mucho sentido. Hanada y yo nos dirigimos hacia la estación bajo el cielo azul.
—Antes, la línea de Yamate era verde —dijo Hanada.
Supuestamente, la línea de Yamate es circular. Digo «supuestamente» porque, del mismo modo que no puedo notar el movimiento de rotación de la Tierra, tampoco tengo la sensación de que los trenes de la línea de Yamate se muevan describiendo un círculo.
—Por eso me sorprende que volvamos a estar en Shinjuku —dije mientras una voz grave anunciaba por megafonía que la próxima estación era Shinjuku.
Hanada asintió, con la cabeza apoyada en el cristal. Habíamos subido en Shinjuku y no habíamos decidido dónde íbamos a bajar, de modo que habíamos dado la vuelta entera.
—Es la primera vez que doy la vuelta entera —musitó Hanada.
Me pregunté cuántos japoneses habrían recorrido alguna vez en su vida la línea de Yamate de principio a fin. Seguramente habría muy pocos.
—Para mí ya es la cuarta vez —confesé con un hilo de voz.
—¿La cuarta? —exclamó Hanada.
En ese instante, el metro llegó a la estación de Shinjuku y Hanada y yo bajamos al andén empujados por una oleada de gente.
—¿Cómo puedes haber dado la vuelta entera tres veces? —me preguntó Hanada mientras subíamos las escaleras.
—Me llevó un conocido.
—¿Un conocido? ¡No me digas que te secuestraron!
—¡No, hombre!
Nadie me había secuestrado, pero en mi casa se armó el mismo revuelo que si se me hubieran llevado a la fuerza.
El conocido en cuestión era ni más ni menos que Otori.
Todo ocurrió cuando yo iba a cuarto de primaria. Curiosamente, aquel día me habían dejado solo en casa. Mi abuela era hogareña como un gato y no solía pasar muchas horas fuera de casa, mientras que mi madre estaba escribiendo la autobiografía de un artista o un deportista y apenas salía. Sin embargo, aquel domingo estaba solo en casa, no recuerdo por qué. Había terminado de comer la triple ración de algas con arroz y pescado que me había dejado preparada mi abuela y estaba tumbado boca arriba en el tatami. Había comido tanto, que me habría resultado imposible adoptar cualquier otra postura.
—Buenas —dijo Otori, y entró en casa.
Lo observé atentamente. Una barba mal afeitada le oscurecía la cara desde los pómulos hasta la mandíbula. No le devolví el saludo. En aquella época, acababa de enterarme de que Otori era mi padre y estaba muy susceptible.
—¿Hay alguien en casa? —preguntó Otori.
Yo asentí en silencio. Como estaba tumbado boca arriba, al mover la cabeza de arriba abajo el mentón se me pegaba a la garganta. «Qué ridículo», pensé para mis adentros.
—¿Tienes algo que hacer? —me preguntó.
Quería responderle asintiendo con la cabeza de nuevo, pero no me atreví por miedo a volver a hacer el ridículo y le respondí oralmente.
—Estoy ocupado.
—Pues no lo parece.
—Tengo cosas que hacer.
—¿Qué cosas?
Otori me lanzó una mirada burlona. Yo intenté recuperar mi dignidad, que estaba por los suelos, como yo. Pero fue imposible. Aquella postura, con la barriga hinchada apuntando al techo, era de todo menos digna.
—¿Salimos un rato? —me propuso Otori.
Me cogió de las manos y me levantó de un tirón. Fue tan rápido, que cuando quise darme cuenta ya estaba de pie, sin haber tenido tiempo para protestar siquiera. Al fin y al cabo, yo no era más que un flacucho niño de primaria.
Otori me cogió de la mano, me arrastró a través del recibidor y me llevó a la estación. Tras un buen rato vacilando frente a los torniquetes, al final tomó la prudente decisión de comprar dos billetes, uno de adulto y otro infantil. Le entregó los dos billetes al revisor para que los perforara, puesto que en aquellos tiempos aún no había puertas automáticas. Subimos las escaleras y entramos en el tren.
Otori no me había soltado la mano desde que habíamos salido de casa.
—¡Suéltame de una vez! —le exigí, y él pareció sorprendido.
—Huy, perdona. Había olvidado que te tenía cogido de la mano —se disculpó riendo.
—No voy a escaparme, no hace falta que me cojas —le espeté bruscamente.
—¿Has pensado en escaparte? —me dijo él, mirándome fijamente.
—No —repuse, y desvié la mirada.
La mano de Otori era más cálida de lo que creía. La palma de mi mano estaba húmeda, pero no sabía si era por mi sudor o por el de Otori.
—¿Adónde podríamos ir? —se preguntó.
—¿Hasta dónde se puede llegar con esos billetes?
—Son de una zona.
—¿No tienes dinero?
—No mucho, la verdad.
—Tengo frío.
Como Otori me había llevado a rastras hasta la estación, había salido de casa sin abrigo, sin calcetines y con las zapatillas de deporte medio desatadas.
—Qué remedio —suspiró Otori.
Pagó la tarifa correspondiente para hacer el transbordo en Shinjuku, salimos por la salida oeste y compramos dos billetes para el tren.
—¿Has vuelto a comprar billetes de una zona? —le pregunté.
—Por supuesto —asintió Otori, orgulloso de sí mismo.
Cogimos la línea de Yamate. No recuerdo si, en aquella época, la línea de Yamate todavía era completamente verde o si ya habían cambiado el antiguo diseño por el actual, de vagones plateados con una línea verde.
—En el tren estaremos más calentitos —me dijo Otori.
Aquella frase era digna de un vagabundo.
Así fue como completamos tres veces la línea de Yamate. La primera vuelta fue soportable. La segunda y la tercera fueron simplemente aburridas. Otori estuvo durmiendo casi todo el rato. Estuvo a punto de caerme encima varias veces con el traqueteo del tren. De vez en cuando, me lo quitaba de encima empujándolo con la mano, sin dejar de contemplar el paisaje a través de la ventanilla.
—¿Y qué hicisteis al final? —me preguntó Hanada.
Estábamos atravesando la galería subterránea que conducía al barrio de rascacielos situado en la salida oeste de Shinjuku. Ambos sabíamos que en aquel barrio no habría tiendas de ropa para mujeres, pero vagábamos sin rumbo fijo, como si el recto pasadizo subterráneo nos guiara hacia algún lugar.
—Acabamos bajando en Yoyogi.
—Claro, porque la estación de Yoyogi entra en la zona tarifaria más barata desde Shinjuku —dedujo Hanada.
—Entonces, volvimos andando a Shinjuku.
Hanada soltó una ruidosa carcajada.
—¡Es el colmo de la tacañería!
Cuando bajamos en Yoyogi, estaba anocheciendo y había refrescado mucho. Estornudé unas cuantas veces, hasta que Otori me prestó su abrigo.
—Tienes dos piernas que parecen palillos —observó, mientras se fijaba en mis rodillas.
Cruzamos las vías del tren y echamos a andar. Pronto salimos a la maraña de callejuelas que desembocan en la salida sur de la estación de Shinjuku. Cada vez que pasábamos frente a una pensión, Otori echaba un vistazo al letrero de la entrada, que solía estar decorada con unas cuantas macetas. El precio habitual rondaba los seis mil quinientos yenes la noche. «Para ser sólo alojamiento, me parece un poco caro, pero en esta zona los alquileres están por las nubes», susurraba Otori cada dos por tres. Al cabo de un rato, llegamos a una calle muy transitada y encontramos la salida sur de la estación de Shinjuku. Subimos al tren y volvimos a casa.
—¿Eso es todo? —me preguntó Hanada.
—Eso es todo —asentí.
Cuando llegué a casa, mi abuela y mi madre estaban que se subían por las paredes. Otori me había acompañado hasta el último momento, pero cuando llegamos al cruce que hay justo antes de mi casa, se despidió súbitamente con un brusco «adiós», agitó la mano y tomó el camino de la estación a paso ligero.
Cuando abrí la puerta, todavía con la chaqueta de Otori puesta, mi madre salió a recibirme como una flecha.
—¡Midori! —gritó.
Entonces, se quedó clavada en medio del recibidor, petrificada y boquiabierta. Yo también me quedé de pie, petrificado y boquiabierto. Nos estuvimos mirando el uno al otro durante un instante, sin decir palabra. Al final, apareció mi abuela, me cogió de la mano y me llevó junto al brasero. Mi madre no me quitó la vista de encima. Me observaba fijamente, con una mueca indescriptible que no sabría decir si era de rabia o de tristeza.
•
No encontramos ningún conjunto de mujer que nos sirviera.
Tras un breve paseo bajo los rascacielos, y después de haberle explicado a Hanada la anécdota sobre Otori, decidimos dirigirnos hacia la salida sur de la estación de Shinjuku. La caminata no tuvo nada que ver con la última vez que la hice con Otori. Al cabo de un rato fuimos a parar a la maraña de callejuelas, tal y como yo recordaba. Había una librería de segunda mano al lado de una tienda de discos. A continuación, había una tienda erótica que se encontraba junto a un establecimiento de ropa de segunda mano.
—¿En cuál entramos? —me preguntó Hanada, una vez que hubo comparado los escaparates de las cuatro tiendas.
—Oye, Hanada.
—Dime.
—¿Tú sabes cuál es la diferencia entre un vibrador y un consolador?
—Más o menos.
—¿Cuál es?
—¿No lo sabes, Edo?
—La verdad es que no.
—¿Y te servirá de algo saberlo?
—No lo creo.
—Pues averígualo tú mismo.
Me quedé observando distraído la puerta de la tienda erótica hasta que Hanada me dio un coscorrón y entró en el establecimiento de ropa de segunda mano. Yo lo seguí.
La ropa de segunda mano siempre huele a humedad. Hanada eligió una blusa y un vestido colgados en perchas, los atrajo hacia sí y los examinó a fondo. De vez en cuando, se probaba la ropa por encima del cuerpo.
—¿Me queda bien? —me preguntaba cada dos por tres.
—Mucho —le decía yo. Él suspiraba y volvía a colgar la ropa en las perchas.
Cuando habíamos repetido la misma escena unas cuantas veces, Hanada vino hacia mí.
—¿De verdad me queda todo bien? —me preguntó, acercándome la cara.
—La verdad es que no —le respondí, sinceramente. ¿Qué clase de ropa de mujer podía quedarle bien a Hanada?
Mi amigo se separó de mí y empezó a revolver entre la ropa mucho más deprisa que antes. «Cuando no es el diseño, es la talla», susurraba, mientras descartaba una pieza tras otra.
—La ropa de mujer es muy pequeña —suspiraba.
—Es para que enseñen el ombligo.
—En este pantalón no me entra ni un brazo.
—A lo mejor es para niños.
—No, es ropa de mujer.
Hanada entró en el probador con unas cuantas prendas bajo el brazo. La única dependienta estaba escuchando la radio junto a la caja registradora con cara de hastío. La cortina del probador se abrió un milímetro y la mano de Hanada me hizo señas para que me acercara.
—¿Qué te parece? —me preguntó, abriendo la cortina hasta la mitad.
Llevaba una especie de blusa blanca con el cuello abierto, hecha de un material que brillaba un poco. Los dos botones inferiores apenas le abrochaban, y las costuras de los hombros parecían a punto de estallar. Me eché a reír, y Hanada exhaló otro suspiro y cerró la cortina.
—Edo, ¿alguna vez has ido de compras con Mizue? —me preguntó de repente Hanada, que había salido del probador empapado en sudor.
—¡Qué va! Yo no hago esas cosas tan espantosas.
—¿Espantosas?
Eché un vistazo al rincón donde estaban las camisetas de manga corta. Había muchas que le quedarían bien a Mizue. Algunas eran bastante cortas, para enseñar el ombligo. Por un instante se me ocurrió comprarle una, pero entonces me imaginé claramente a Mizue con una mueca de rechazo, diciéndome: «¡Pero qué haces! ¿Tú eres tonto, o qué te pasa?».
—Esto es un desastre —se lamentó Hanada, con voz de cansancio.
—No hay nada de tu talla.
—Deberíamos ir a una tienda especializada.
—¿Especializada?
—En ropa de mujer.
—¿Y dónde están esas tiendas?
—Ni idea —suspiró Hanada, y salimos de la tienda—. Esta noche lo buscaré en Internet —dijo mientras caminábamos.
El sol ya se había puesto. Caminamos un rato en silencio. Dejamos la calle principal y seguimos por una callejuela flanqueada por edificios bajos, con algún que otro bloque bastante viejo. En los portales había macetas con hortensias y geranios. Encima de la tierra había cascaras de huevo.
—¿Por qué a los japoneses nos gustan tanto las plantas? —musité.
—A mí no me entusiasman.
Cerca de allí, se oyó un grito de euforia.
—Estarán retransmitiendo un partido de fútbol —aventuró Hanada.
Pasamos frente a una casa con la ventana abierta de par en par. Probablemente, el grito procedía de allí. A través de la ventana se vislumbraba la pantalla de un televisor que resplandecía en un rincón de una habitación oscura. Frente al televisor había un anciano sentado en un cojín.
—Hanada, ¿por qué quieres vestirte con ropa de mujer?
La calle estaba oscura. Cuanto más avanzaba la noche, más profunda se volvía la oscuridad.
—Porque es la que peor me sienta.
—¿La que peor te sienta? —repetí—. ¿Y por qué ibas a ponerte algo que sabes que no te favorece?
Hanada se sentó en el suelo, y yo me senté a su lado. Estábamos en un callejón tranquilo por donde sólo pasaba alguna bicicleta de vez en cuando. De fondo, muy débilmente, se oía el murmullo de la retransmisión del partido de fútbol.
—Te explicaré la historia de los zapatos —dijo Hanada.
—¿Los zapatos? —repetí.
—Mi padre nació en la isla de Ojika del archipiélago de Hirado —empezó.
—¿Ojika?
—Si miras un mapa, es la que está más arriba de un archipiélago formado por cinco islas, al oeste de Nagasaki.
—Nunca he oído hablar de ese lugar.
—¿De veras? —rio Hanada—. Es verdad, tú naciste en Tokio, creciste en Tokio y casi nunca has salido de aquí.
—No te rías de mí. He estado en Shinshu, en Aomori y en Hokkaido.
—¿Por qué sólo has estado en lugares donde hace frío?
—Porque no soporto el calor.
En realidad, es mi madre quien no soporta el calor. Hasta hace un par de años, mi madre y yo pasábamos una noche fuera de casa durante las vacaciones de verano. Mi abuela no nos acompañaba, siempre viajábamos ella y yo solos. La verdad es que a mí no me entusiasmaba viajar a solas con mi madre. Ella reservaba una habitación en «un ryokan de precio razonable con un balneario de lujo», que escogía gracias al amplio abanico de conocimientos que atesoraba como escritora. No obstante, a mí nunca me gustaban los balnearios que elegía. Allí me esperaban albornoces almidonados, bañeras demasiado grandes, una cena cara a cara y un futón demasiado mullido. Además, siempre había algún ruido que me sobresaltaba cuando estaba a punto de conciliar el sueño: si estábamos en la playa era el murmullo de las olas, y si estábamos en el monte eran los gritos de las aves nocturnas, a los que nunca me acostumbraba.
Al amanecer, cuando abría los ojos tumbado en aquel futón demasiado cómodo, contaba con los dedos cuántas horas faltaban para coger el autobús que nos llevaría de vuelta a la estación.
—Una vez, fui a la isla de mi padre y me explicaron la historia de los zapatos —dijo Hanada, mirando al cielo de Shinjuku, iluminado incluso de noche—. En la isla, los niños llevaban zapatos viejos que habían recogido —empezó Hanada.
La historia hablaba de la prima de su padre, de modo que había ocurrido en un pasado no muy lejano en que los niños de Ojika recogían los zapatos que encontraban en la playa.
—Eran tiempos de escasez, y las familias de clase media no tenían dinero para comprarles zapatos a los niños. Salvo los hijos del gobernante del poblado y de los hombres más influyentes de la región, los demás niños iban calzados con sandalias. Puesto que es una isla meridional, el clima es mucho más templado que en otras regiones del norte. Aun así, en aquella época hacía más frío que ahora, y en invierno solía nevar. En verano, las sandalias no molestaban, pero en invierno hacía demasiado frío. Sin embargo, era el único calzado que había. No era nada fácil caminar con los pies entumecidos y los dedos llenos de sabañones.
»Por eso los niños recogían los zapatos que las corrientes veraniegas arrastraban hasta la isla y se equipaban para pasar el invierno. Aunque fueran demasiado grandes y el pie derecho no coincidiera con el izquierdo, tener zapatos era un lujo. Los niños calzados con zapatos iban al colegio con la cabeza bien alta, mirando por encima del hombro a los que llevaban sandalias.
En ese momento del relato, Hanada se interrumpió y soltó una risita.
Yo me imaginé los pies de un niño desconocido con un par de viejos zapatos desparejados, agujereados y desteñidos por el agua del mar.
—Actualmente, la prima de mi padre ya no es pobre.
—Tengo la sensación de que los pobres de antes no eran como los de ahora —observé, pensando en mi propia familia.
Comparada con una familia japonesa de clase media, no se podía decir que la familia Edo nadara en la abundancia, más bien estábamos cerca de la pobreza. Sin embargo, nuestra pobreza no tenía nada que ver con la de aquellos niños que recogían zapatos en la playa.
—La pobreza de antes era mucho más dura —comenté, tras una breve reflexión.
—Eso es. Era una pobreza maligna, ¿no crees? —añadió Hanada, y su cara se iluminó. A Hanada se le dilataba un poco la nariz cuando se sentía orgulloso de lo que había dicho. Las aletas de su nariz se redondeaban por completo.
—Lo de «pobreza maligna» es una expresión muy rara.
—Tal vez.
Hanada volvió a mirar al cielo. Yo, en cambio, dirigí la vista al suelo. La superficie del asfalto era irregular. El volumen de la retransmisión del partido de fútbol aumentó durante unos segundos. Habrían marcado un gol. De repente, pensé que no le había preguntado al señor Sato cuál era su equipo de fútbol favorito.
—¿No te parece muy real? —preguntó Hanada.
—¿El qué?
—El hecho de recoger unos zapatos abandonados que ni siquiera son de tu número y llevarlos durante todo el invierno hasta destrozarlos.
—¿Te parece real destrozar unos zapatos?
—Me refiero a la historia en general.
—Es posible —concedí.
—A mí me da esa sensación —insistió Hanada, ladeando la cabeza. Entonces, empezó a balancear el cuerpo.
—Últimamente tengo mucho sueño.
—¿Cómo dices? —repetí, extrañado—. ¿Que tienes sueño?
—Me acuesto nada más llegar a casa.
—¿Y duermes hasta el día siguiente?
—Me levanto para cenar, pero vuelvo a meterme en la cama y duermo hasta el día siguiente.
—¡Vaya! —exclamé.
Yo tengo tendencia a quedarme dormido. Me siento soñoliento en momentos incómodos, como cuando el señor Sato y yo estábamos sentados frente a frente sin saber qué decirnos, o cuando mi madre y mi abuela discuten haciendo pleno uso de sus mejores armas y un vacío incomprensible se instala en mi cabeza. Es un estado soñoliento del que despierto una vez superado el momento crítico.
—Quizás duermo mucho porque soy un tipo apagado —observó Hanada muy despacio, como si se estuviera desperezando.
Por un momento temí que se quedara dormido allí mismo, pero no se durmió, sólo bostezó largamente.
—No creo que tenga nada que ver con tu forma de ser —le respondí.
—A lo mejor me ha picado una mosca.
—¿Una mosca?
—¿No salía en la biografía de Schweitzer?
—Ah, te refieres a la mosca tsetsé.
—Eso, a la mosca tsetsé —confirmó Hanada, con otro bostezo.
—Schweitzer fue un gran hombre.
—¿Fue más importante que los Curie?
—Curie también ganó el premio Nobel, pero su esposa era más famosa.
—Porque él murió joven y no pudieron darle el Nobel por segunda vez. En este mundo ganan los que viven más tiempo.
Perdimos un rato enfrascados en aquella absurda conversación.
—Por cierto, ¿no tienes hambre? —me preguntó Hanada, y se levantó de un salto.
—Me muero de hambre —le respondí, levantándome a continuación.
Entramos en un restaurante de ramen cercano. Hanada pidió sin dudar unos fideos ramen con caldo de cerdo y arroz con granos de mostaza. Yo tardé un poco más en decidirme, y acabé pidiendo unos simples ramen salados con empanadillas como guarnición. La barra del restaurante era muy larga. Aparte de nosotros dos, sólo había un hombre joven que parecía volver del trabajo.
—Me siento pegajoso —dijo Hanada mientras observábamos distraídamente al dueño del restaurante, que desenrolló un puñado de ramen y los vertió en una gran cacerola.
—¿Lo dices por los ramen?
—No. Lo digo por mí.
—¿Por ti? ¿Es por el caldo de los fideos?
—No.
—¿De qué estás hablando?
—Quiero decir que me estoy fundiendo con la sociedad. Al parecer, Hanada estaba dispuesto a retomar nuestra conversación anterior. Yo estaba hambriento y no me apetecía escuchar sus divagaciones, pero no tenía fuerzas para molestarme.
—Así que te estás fundiendo con la sociedad —repetí a regañadientes, maldiciendo mis escrúpulos.
—Eso es. Me siento como pegajoso.
—¿Pegajoso? ¿No querrás decir «hastiado»?
—No. Pegajoso, como si me estuviera fundiendo.
—¿Con la sociedad?
—Sí, con la sociedad.
—¿Y eso es bueno?
Nos sirvieron nuestros pedidos a la vez. Los dos tazones de fideos exhalaban una gran columna de vapor. Un joven camarero freía las empanadillas junto al dueño del restaurante. Acercó el oído a la sartén y se aseguró de que se estuvieran friendo bien.
—Pues no mucho.
—¿Por qué? —le pregunté a Hanada, mientras sorbía un poco de caldo con la cuchara.
—No sabría decírtelo.
Hanada esparció un buen puñado de jengibre rojo por encima del caldo. A continuación, cogió despacio unos cuantos fideos con los palillos y los sorbió ruidosamente. Los fideos con cerdo de Hanada eran más bien gruesos. Mis ramen salados, en cambio, eran ondulados. Al otro lado de la barra se oía el alegre chisporroteo del arroz frito que estaba friendo el dueño. A lo mejor era un restaurante famoso oculto.
—Antes trepaba a los árboles —dijo Hanada súbitamente.
—¿A los árboles? —repetí, masticando un pedazo de encurtido de tronco de bambú.
—Sí, al ciprés del Himalaya que había en el patio trasero del colegio.
—Es cierto —recordé—, te encantaba trepar a los árboles.
Cuando íbamos a la escuela primaria, teníamos un descanso entre la segunda y la tercera hora que Hanada solía aprovechar para trepar al ciprés del Himalaya. La mayoría de los niños sólo conseguía subir desde las ramas inferiores hasta un poco más arriba. Hanada, en cambio, trepaba rápidamente hasta casi alcanzar el punto más alto.
En aquella época, yo tenía miedo a las alturas y me quedaba en el suelo, contemplando el trasero y las piernas de Hanada trepando por las anchas y oscuras ramas del ciprés del Himalaya.
—¿Qué se ve? —le preguntaba cuando por fin llegaba arriba, se sentaba en una rama y miraba hacia abajo.
—El cielo.
—¿El cielo?
—También veo milanos.
—¿Milanos?
—Y las afueras de la ciudad.
—¿Qué hay en las afueras de la ciudad?
—Algo que parece una depuradora de agua.
—¿Qué más ves?
—El mar.
—¿El mar? ¡Pero si desde aquí no se ve! —exclamé.
—Pues yo veo algo que brilla como el mar —repuso Hanada.
El camarero joven salió de detrás de la barra y depositó frente a nosotros una bandeja que contenía las empanadillas y el arroz frito. El jengibre que flotaba en el tazón de Hanada teñía de rojo el caldo de cerdo.
—¿Quieres una empanadilla? —le ofrecí. Hanada sacudió la cabeza.
—Cuando me siento fusionado con la sociedad, la sensación que tenía cuando trepaba al árbol desaparece —me explicó Hanada mientras se acercaba el tazón a los labios y bebía el caldo.
—¿De veras? —pregunté.
Ambos nos concentramos en la comida durante unos momentos. Mis ramen tenían un ligero sabor salado. Hanada devoraba sus fideos ávidamente. Cuando casi había vaciado el tazón, empezó a comer despacio el arroz frito.
El hombre joven que estaba sentado en la barra se despidió dando las gracias y se fue. Hanada se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano. Yo me soné la nariz. Cuando como ramen, siempre se me llena la nariz de agua.
—«¡Qué maravillosos tiempos, | cuando veía los partidos de béisbol | desde la copa de un árbol!» —susurró Hanada.
—¿Cómo? —pregunté. Hanada tenía la boca llena de arroz y no había entendido nada. Mi amigo gruñó y repitió rápidamente lo que acababa de decir.
—«¡Qué maravillosos tiempos, | cuando veía los partidos de béisbol | desde la copa de un árbol!» —suspiró.
—¿Qué es eso? —le pregunté.
—Un poema.
—¿De un niño?
—No, de un adulto.
—Ah —musité.
A pesar de que el joven cocinero se había tomado tantas molestias en comprobar el chisporroteo de las empanadillas mientras se freían en la sartén, la masa no era muy crujiente. Hanada estaba a punto de acabarse el arroz.
—Yo creo que ese estado de fusión con la sociedad en el que me encuentro no es bueno —prosiguió Hanada mientras cogía su tazón con ambas manos y acababa de sorber el caldo de cerdo.
—Ajá —dije yo.
—Lo que quiero decir es que, si siempre estás rodeado de lugares familiares y llevas ropa que te sienta bien, empiezas a fundirte progresivamente en la sociedad.
—Ajá —repetí.
—Aquí es donde entra la ropa de mujer.
—¿Por?
—Si llevo ropa que no me sienta bien, conseguiré mantener el equilibrio.
—¿Cómo?
—Acabo de explicarte por qué quiero vestirme con ropa de mujer. Fin del asunto.
—De eso, nada.
Pesqué los cuatro fideos que me quedaban y me los comí. Estuve dudando un rato entre beberme el caldo o dejarlo, y al final decidí dejarlo. Al fin y al cabo, el restaurante no había resultado ser el local oculto que me había imaginado por un momento.
—¿Vas a vestirte con ropa de mujer siendo consciente de que no te queda bien porque no quieres derretirte y fundirte con la sociedad? —resumí, cogiendo el último fideo con los palillos.
—Algo así —confirmó Hanada.
—¿Y si te vistes de mujer dejarás de sentirte derretido?
—No lo sé, pero es posible.
—¿Es una especie de teoría? —insistí, un poco malhumorado.
—Puede que sí —repuso Hanada, y me dio la sensación de que volvía a sentirse pegajoso.
«Cuanto más pegajoso se siente, más se funde con la sociedad. Eso no es propio de Hanada», pensé para mis adentros. Pero, como de costumbre, no verbalicé mis pensamientos. «¿Qué querrá decir en realidad que se siente pegajoso?». Un camión recorrió la calle con un ruido atronador. Hanada volvió a secarse el sudor de la frente. Un pedacito de jengibre rojo se había quedado pegado en el fondo de su tazón vacío.
Decidimos que ya era hora de irnos y nos levantamos. Hanada pagó con dos billetes de mil yenes. Yo conté la calderilla que llevaba encima y le di al camarero el importe exacto.
—Gracias —nos dijo el dueño del restaurante.
—Gracias —repitió el camarero joven, como si fuera su eco.
Cuando salimos a la calle, el cielo estaba aún más iluminado que antes. Un camión enorme pasó por nuestro lado a una velocidad de vértigo. En el lateral llevaba un cartel que rezaba: «Pasta de pescado fresco».
Hanada y yo nos quedamos un rato de pie en la calle, viendo pasar los coches. «Béisbol», canturreé, escogiendo una palabra al azar. «Béisbol», tarareó Hanada a continuación, con una melodía parecida pero un poco diferente. Hanada y yo cantábamos mientras contemplábamos el cielo nocturno.