DE NOCHE, LOS SALMONES…

Últimamente, mi madre hacía mucho ruido.

«No hagas ruido» era otra de las frases favoritas de mi abuela. Yo imitaba a mi abuela y también le decía a mi madre: «No hagas ruido».

Mi madre salía de noche. Parecía una gata en celo, o un ladrón que se disponía a empezar su jornada laboral. Pero, en realidad, había quedado con el señor Sato. «Sato» era un nombre muy corriente. Además, cuando llamaba por teléfono y preguntaba por mi madre, su voz también reflejaba un carácter bastante corriente.

El señor Sato era el editor de mi madre y su amante a la vez.

—Aiko es muy enamoradiza. Se enamora del primero que le pasa por delante —dijo mi abuela.

—¿Otori también era el primero que le pasó por delante? —le pregunté yo.

—No exactamente —respondió mi abuela, riendo.

—¿No?

—En ese caso no estaba delante de ella, sino detrás.

—¿Cómo?

Lo decía porque Otori era el siguiente en la lista de alumnos de la clase. Según el alfabeto japonés, su nombre venía justo después del de mi madre. Edo y Otori. Se conocieron en el instituto. Mi madre era enamoradiza, demasiado enamoradiza.

—Pero tu caso es muy parecido, Midori.

—Mizue Hirayama y yo no empezamos a salir por un motivo tan arbitrario como una lista de nombres.

—¿Arbitrario? No sabía que hubieras aprendido a utilizar esa clase de palabras —sonrió ella, y yo solté una carcajada desganada.

Por eso aquel día, como todos los días, mi madre salió alegremente de casa al anochecer, como un salmón que remontaba el río.

Coincidí tres veces con el señor Sato.

La primera vez, nos encontramos en Shibuya. Yo me dirigía a la tienda de discos que hay en la cuesta de Dogenzaka. Caminaba por la calle que tuerce hacia Hyakkendana. Acababa de salir del trabajo y estaba un poco cansado. El sol se estaba poniendo y la oscuridad empezaba a caer sobre la ciudad. Subía la cuesta cabizbajo, sin mirar las caras de la gente que se cruzaba conmigo. Había un hombre y una mujer que caminaban con las manos entrelazadas. Les eché una ojeada distraída. Con un aire ligeramente melancólico, observé el brazo del hombre, que llevaba un abrigo de lana que parecía caro, y el de la mujer, envuelto en un chubasquero beige. Los dos brazos juntos creaban una bonita imagen. Él envolvía con su gruesa mano la pequeña palma de la mano de la mujer. Ella tenía el brazo extendido, mientras que el hombre caminaba con el codo un poco doblado. La fresca brisa del anochecer hacía temblar ligeramente sus brazos bajo la menguante luz del crepúsculo.

Detrás de mí, oí el ruido del tren que cruzaba el puente elevado. De repente, me di cuenta de la hora que era y levanté la cabeza como si acabara de despertar. Cuando anochece, tengo tendencia a perderme en mis pensamientos. Pienso en mi pasado y en mi futuro, y vuelvo a preguntarme aquello de: «Vagamos por la vida sin rumbo fijo. Y luego ¿qué?».

Al levantar la cabeza, me encontré con la cara de mi madre.

—¡Vaya! —exclamó—. ¿Qué estás haciendo aquí, Midori?

Había tomado la iniciativa sin darme tiempo a reaccionar. Era yo quien quería preguntarle qué estaba haciendo allí.

—Nada —repuse con frialdad, para que no notara la confusión que agitaba mi interior.

Mi madre y el señor Sato se separaron despacio. No lo hicieron precipitadamente, ni tratando de esconderse. Se soltaron las manos con naturalidad.

—Pues yo iba de camino a casa —me explicó mi madre, sonriendo.

—Ah —repuse bruscamente.

Me sentía confundido. No porque acabara de sorprender a mi madre con el señor Sato, sino porque iban cogidos de la mano con mucha naturalidad. Se habían soltado sin prisas y sin vergüenza. Aquella naturalidad y la delicadeza de su gesto me aguijoneaban como una espina pequeña pero afilada y puntiaguda.

—Hasta luego —me despedí, y eché a andar a grandes zancadas.

La cuesta de Dogenzaka me pareció más empinada que nunca mientras me alejaba, casi corriendo, de mi madre y el señor Sato. Creo que ella me llamó, pero no me volví.

Cuando llegué a casa por la noche, mi madre estaba viendo la televisión como si nada hubiera ocurrido.

—Es muy tarde, Midori. Por lo menos podrías haber llamado para avisar —me reprochó mi abuela, mientras que mi madre no se inmutó.

Siguió guardando silencio mientras me observaba desmenuzando con la punta de los palillos el tofu con carne y la caballa de mi plato. Normalmente, cuando hago eso me dice: «No me gustan los hombres que juguetean con la comida».

—Midori —me llamó mi madre súbitamente, y yo di un brinco en la silla.

¿Por qué soy tan asustadizo? Mi madre sofocó una risita y yo la maldije por dentro, pero sin dejar que se me notara.

—Aquel hombre era el señor Sato —me confesó, pronunciando el nombre de su amante en un tono muy dulce.

—Ajá —respondí.

«¿Ha dicho “aquel hombre”? ¿Cómo puede ser tan bruta?», pensé, maldiciéndola nuevamente pero haciendo un esfuerzo para no reflejar mis emociones.

—Puede que esta vez sea el definitivo —continuó.

—Ajá —repetí, puesto que era lo único que podía decir. A ningún hijo le gusta que su madre le hable de su amante.

—¿Qué opinas del señor Sato, Midori?

No podía opinar de un desconocido con quien sólo me había cruzado una vez.

—Bien, normal —respondí, sarcásticamente. Al oír mi respuesta, ella suspiró. Fue un suspiro dulce y tierno. Yo ya no podía aguantar más.

Enseguida me retiré a mi habitación. Cerré con llave y cogí al azar una revista del montón que tenía bajo la cama. La revista estaba llena de chicas desnudas. Algunas de ellas parecían tristes, otras estaban contentas y había algunas que aparecían con una expresión provocativa, pero todas enseñaban el culo, los pechos o la espalda. Empecé a hojear la revista, y en todas las páginas había chicas. «Debe de ser un trabajo duro», pensé, y cerré la revista. Luego, eché una ojeada al móvil y vi que había recibido un mensaje de Mizue Hirayama.

Hola, Midori. ¿Cómo estás? ¡Yo muy bien! Mi horóscopo para mañana dice que «la Luna está bajo el signo del amor». Tu horóscopo dice: «Recibirás la visita de la inspiración. ¿Iluminación de genio?». Te quiero mucho. Mizue

Acerqué la mejilla a la pantalla del móvil. Echaba de menos a Mizue, a pesar de que nos habíamos visto aquella misma tarde. «La Luna está bajo el signo del amor». Aunque no acababa de entender lo que significaban aquellas palabras, me parecieron bonitas.

«Mañana será otro día», suele decir mi madre, que, aunque sea escritora, utiliza las mismas frases hechas que la mayoría de la gente. Pero mi mañana nunca es otro día. Mañana soplan los vientos de ayer, que han regresado a través del eje de rotación de la Tierra. Nada vuelve a empezar y tampoco nada sufre cambios sustanciales.

Mi madre lo olvida, o tal vez lo ignora. «Que le zurzan, a ese señor Sato». No estaba celoso de él, en absoluto. Lo que me sacaba de quicio era la superficialidad de mi madre. Me exasperaba que pudiera tener la sangre fría de preguntarle a su hijo, como si fuera lo más normal del mundo, qué opinaba de un hombre al que había visto sólo una vez por pura casualidad, cogido de su mano y bajando la cuesta que viene de la zona de hoteles. Al fin y al cabo, yo soy su hijo. Un hijo no es un amigo, ni un ex amante, ni un tutor.

Pero mi madre lo olvidaba. Lo olvidaba y, cuando llegaba la noche, o incluso por la tarde, como aquel día, salía de casa e iba a la ciudad.

De noche, los salmones

salen del río y vienen a la ciudad.

Esta estrofa forma parte de un poema que Mizue Hirayama me leyó una vez. A veces, Mizue me lee poemas. Aquel día, sacó un libro finito de la cartera, se tumbó en la cama boca arriba y me leyó en voz alta el poema de los salmones, que seguía así:

Procuran no acercarse a los restaurantes

como Congelados Foster, A&W y Smiley’s,

pero llegan hasta las viviendas de Wright Avenue

y a veces, antes del amanecer,

se oyen girando los pomos de las puertas

y tropezando con los cables de la televisión.

La voz le temblaba un poco, probablemente porque estaba boca arriba. El brazo que tenía levantado era delgado y esbelto, y sus pechos apuntaban hacia arriba. Mizue nunca pasaba vergüenza, ni siquiera cuando estaba desnuda. Jamás intentaba cubrirse con la sábana ni nada por el estilo.

—Me gusta la parte donde los salmones tropiezan con los cables de la televisión —dijo Mizue, sosteniendo el libro con ambas manos.

Traté de imaginarme unos salmones merodeando por la ciudad en plena noche. ¿Les gustaría ir de noche a la ciudad? ¿No tendrían sueño vagando por las calles hasta el amanecer? Debían de tomar muchas precauciones para que ningún humano los descubriera e intentara malvenderlos a un circo para peces.

—Me gusta el salmón salado, el que lleva mucha sal —murmuré.

—¿El salmón salado? —repitió Mizue, con una expresión que reflejaba sorpresa.

—Ese que han sacado hace poco, ligeramente salado.

—Pero la sal en exceso es mala para la salud.

—A mí me gustan las cosas malas para la salud.

—¿En serio? —repuso ella, ladeando la cabeza—. Dime, ¿qué te ha parecido el poema?

—Es bueno —respondí, tras una breve reflexión.

—¿A que sí? —dijo ella, mirándome fijamente. En su mirada había algo inquietante—. ¿No tienes nada más que añadir? —insistió, con la misma mirada amenazadora.

—Los salmones son muy graciosos.

—Hum —dijo ella. Era el séptimo «hum» de su repertorio, y significaba «Más vale que digas algo más». Pero ¿qué era lo que quería de mí?

—Siempre estás preocupado, Midori —dijo Mizue, al cabo de un rato.

—¿Qué? —exclamé.

—Preocupado.

—¿Preocupado?

Aquello me ofendió. ¿Por qué tenía que decirme que siempre estaba preocupado sólo porque no había sabido apreciar un poema sobre salmones? Los salmones nunca habían sido santos de mi devoción.

—No sé de qué me hablas —repuse secamente, con la voz quebrada por la rabia.

Ella dio un pequeño respingo y se disculpó enseguida. Mizue Hirayama decía las cosas sin tapujos, pero por otro lado era cautelosa como un cangrejo de costa.

Al final, la conversación terminó sin más novedad, pero a veces todavía me acuerdo del poema de los salmones que me leyó Mizue. ¿Cómo se sentirán los salmones al tropezar con los cables de la televisión? Se oye un ruido seco y los animales retroceden un poco a causa del impacto. Finalmente, tras un instante de confusión, consiguen esquivar los cables y vuelven a «nadar» por el cielo. Pero quizá en ese momento se sientan como si hubieran perdido toda esperanza, o notan una pesadez insoportable. Noche tras noche, salen a la ciudad. Y noche tras noche, tropiezan con los cables de la televisión.

La segunda vez que vi al señor Sato fue en la oficina de correos. Nos cruzamos en la entrada, situada en la planta baja de un gran edificio. Él no me reconoció. Llevaba el abrigo colgando del brazo y caminaba con prisa.

Mientras el señor Sato se alejaba de mí, lo seguí con la mirada y me pregunté cómo era posible que una persona adulta como él estuviera saliendo con mi madre. Era un hombre muy maduro. Un halo de madurez lo ensombrecía, o tal vez debería decir que lo manchaba. Era como si no le faltara ni le sobrara nada. Parecía un adulto «en su punto». En mi entorno no había nadie así. Ni mi madre, ni Mizue Hirayama, ni mi abuela, ni Hanada, ni tampoco el carismático Otori.

Había ido a correos a enviar una carta urgente que me había dado mi madre y a comprar unos cuantos sellos de coleccionista para las cartas que de vez en cuando le enviaba a Mizue Hirayama. Le gustaban mucho las cartas, y si me enviaba una y no se la respondía, se mosqueaba conmigo. Mientras esperaba, sentado en una silla, me distraje y me olvidé del señor Sato. Supongo que la gente a quien no le sobra ni le falta nada es más fácil de olvidar que los demás.

Más tarde, por la noche, cuando mi madre ya había salido, me acordé de que había visto al señor Sato.

—Hoy he visto al novio de Aiko —dije de sopetón. Mi abuela sonrió.

—¿Cómo es?

—Ya lo había visto una vez.

—¿Dónde?

—En la calle.

—¡No me digas!

—Hoy lo he visto en la oficina de correos.

Mi abuela soltó una carcajada.

—¿En qué narices está pensando Aiko?

—Aiko nunca piensa.

—Tal vez tengas razón.

Mientras mi abuela y yo reíamos juntos, tuve la sensación de que me había quitado un peso de encima.

—Dime, ¿cómo es?

—Es adulto.

Mi abuela profirió una exclamación de admiración.

—¿Adulto?

—Sí, adulto.

—En ese caso, no le durará mucho.

—Tienes razón. Los adultos deben tratar con adultos, y los niños, con niños.

—Los asuntos del corazón no siempre son tan sencillos —rio mi abuela, pero me dio la razón.

—¿Y qué ha pasado cuando os habéis encontrado?

—Nada.

—¿No habéis hablado?

—Es que hoy no estaba con Aiko y no me ha reconocido.

—¡Qué maleducado!

—Tú siempre dices que cuesta mucho reconocer la cara de una persona joven, Masako.

—Es cierto que a mi edad cuesta mucho, pero supongo que el novio de Aiko es más joven que yo. Puede que sea un pobre anticuado —rio mi abuela. Yo también me eché a reír.

Reír con ella me tranquiliza. Es como si tirara de la punta de una sábana arrugada y la alisara por completo. Volverán a salir nuevas arrugas, pero de momento la sábana está perfectamente lisa.

Por cierto, Otori no tenía sábanas en su futón —que, por supuesto, siempre estaba deshecho—. Un día, cuando iba a la escuela primaria, mi abuela y mi madre se pusieron enfermas a la vez y me mandaron a dormir al piso de Otori.

El colchón estaba cubierto con una toalla grande que hacía las veces de sábana, y se tumbaba directamente encima de la toalla.

—En invierno duermo encima de una manta y me cubro con otra manta, como un bocadillo. Estoy la mar de calentito —aseguraba Otori, orgulloso de sí mismo.

La toalla estaba arrugada. El primer día, intenté alisarla varias veces, pero fue inútil. Cada vez que me movía, se enrollaba de nuevo. El segundo día, empecé a sentirme cómodo encima de aquella toalla blanda y arrugada.

Cuando volví a casa y vi las sábanas lisas e impecables, almidonadas por mi abuela, me sentí un poco extraño, como si aquellos tres días que había pasado con Otori se hubieran perdido irremediablemente al volver a mi casa.

Desde entonces no he vuelto a dormir en casa de Otori, pero no porque tratara de evitarlo, sino porque había crecido. Con mis nuevas dimensiones, no cabría en aquella habitación sucia y desordenada.

La tercera vez que vi al señor Sato fue en casa. Mi madre lo invitó a comer.

—No es normal que Aiko quiera presentarme a uno de sus novios —me susurró mi abuela al oído.

—Quiero presentaros a mi novio —dijo mi madre. Pronunció «novio» con el tono indiferente que solía usar para las palabras modernas como software.

—¿No te da vergüenza pronunciar «novio» con esa entonación? —le pregunté yo. Ella abrió los ojos como platos.

—¿Por qué debería darme vergüenza?

—¿Quieres hacerte la moderna?

—Ya sabes lo que dicen, renovarse o morir.

—Si quieres hacerte la moderna es porque ya estás anticuada.

—Lo sé.

Mi madre estaba muy animada. Estaría ilusionada porque había invitado a su novio.

El señor Sato vino a casa un domingo lluvioso. Mi abuela llevaba toda la mañana cocinando fideos udon.

—No hace falta que estén tan blandos —se quejaba mi madre, que no dejaba de hacer viajes entre la cocina y el comedor.

—Si no te gustan, hazlos tú misma.

—¿Sabes, mamá? Si algún día me quedo sin trabajo, tú y yo abriremos un restaurante de udon.

—¿Contigo? ¡Ni hablar! —se escandalizó mi abuela.

Caía una débil llovizna. Yo contemplaba el jardín a través del cristal empotrado en el viejo marco de madera. El jardín era pequeño. Había unas cuantas decenas de brotes de rosa que se estaban abriendo a la vez. Pertenecían a una especie de rosa blanca que mi abuela cuidaba con mucho esmero.

—¿El señor Sato toma alcohol? —preguntó mi abuela.

—Casi nunca.

—¿No bebe?

—¿Te parece mal?

—¿Cómo puede estar saliendo contigo un hombre que no toma alcohol? —exclamó mi abuela, sofocando una risita.

—¿A qué te refieres con eso? —Mi abuela se limitó a limpiar la mesa con un paño, sin responder—. Es mil veces peor salir con un hombre como Yasuro, que cuando bebe se convierte en un desconocido —dijo mi madre, tras una breve pausa.

—Puede que tengas razón.

—¿Lo ves?

—De todos modos, más vale malo conocido que bueno por conocer.

Mi abuela y mi madre charlaban animadamente. Yo, en cambio, no me sentía cómodo.

—Pues yo prefiero ser un bueno por conocer —musité para mis adentros, sin que nadie me oyera—. El señor Sato debe de estar a punto de llegar —añadí en voz alta.

El señor Sato llegó muy puntual. «No recordaba que tuviera esa cara —pensé mientras lo observaba desde el recibidor. Era la primera vez que lo miraba directamente a la cara—. Es bastante atractivo».

El señor Sato se quitó los zapatos y se puso las zapatillas que le habían preparado. Sus zapatos brillaban. Los talones de sus calcetines no parecían desgastados. Llevaba los pliegues del pantalón impecablemente marcados. Avanzó hasta el comedor y se sentó en la silla que le asignaron.

Cuando hubo terminado de presentarle sus respetos a mi abuela, con un saludo largo y formal que parecía copiado de un ritual de los indios sioux, el comedor se quedó en silencio.

—¿Cómo le va el trabajo? —le preguntó mi abuela.

—Me gustaría decir que marcha bien, pero la verdad es que no mucho —respondió el señor Sato con seriedad.

¿Qué estaba haciendo mi madre? Durante las presentaciones, había permanecido al lado de mi abuela, con la vista fija en el suelo y la cabeza gacha. Sólo musitó un tímido «hola» con un hilo de voz. Inmediatamente, se escondió en la cocina y empezó a trastear haciendo un ruido considerable. Siempre huía en los momentos importantes.

—¿Hay mucho trabajo en la editorial? —preguntó mi abuela.

—Los pobres nunca tenemos tiempo libre —respondió el señor Sato.

Mi abuela me dirigió una mirada fugaz. Yo aparté la vista. El tema de conversación ya no daba más de sí.

—¡Huy! Casi se me olvida —exclamó mi abuela, que se levantó de un salto y desapareció en la cocina.

El señor Sato y yo permanecimos un rato en silencio, cada uno en su silla. Él recorrió el jardín con la mirada. De entre todas las rosas, sólo había dos que ya habían florecido.

—Qué lugar más tranquilo —comentó.

—Sí —respondí yo.

El señor Sato y yo volvimos a observar las rosas, o a fingir que lo hacíamos.

—¿Cuál es tu equipo de béisbol favorito, Midori?

—¿Cómo? —exclamé.

No es que no hubiera oído la pregunta, pero me había sorprendido que el señor Sato me hubiera llamado por mi nombre. Yo no conseguía recordar su nombre de pila.

—No soy muy aficionado al béisbol.

—¿De veras? Yo soy fan de los Hawks.

—Ajá —asentí, aunque apenas había oído hablar de los Hawks.

—¿Prefieres el fútbol, quizá? —aventuró el señor Sato, con mucho tacto.

—El fútbol tampoco me interesa.

—Ya veo —repuso él, y volvió a desviar la mirada hacia las rosas del jardín.

Mientras tanto, mi abuela y mi madre susurraban en la cocina. Me sentía soñoliento. El señor Sato seguía contemplando el jardín y me mostraba su proporcionado perfil. «Pobre hombre —pensé—. ¿Por qué tiene que ir un domingo a una casa desconocida y aguantar una situación de lo más incómoda con un adolescente también desconocido?».

Al final, mi abuela y mi madre salieron de la cocina con una bandeja cada una. En la de mi abuela había una gran vaporera con los udon hervidos. En la bandeja de mi madre había un plato de tempura que contenía gambas, ajedrea y berenjena. Me pregunté por qué había hecho tempura si no le gustan las berenjenas.

El señor Sato soltó una exclamación de admiración.

—¡Qué buena pinta! —dijo—. Me encantan los udon, como a todos los que venimos del oeste.

—Es que Sato se crio en la prefectura de Okayama —aclaró mi madre.

—Los he hecho siguiendo una receta de Gunma, por eso el caldo es un poco más espeso de lo habitual —dijo mi abuela—. Se llaman ornen.

¿Ornen?

—Son los udon caseros de Gunma. —Qué nombre tan extraño.

—Mi madre, que era de Gunma, me enseñó a cocinarlos. —Vamos a probarlos antes de que se enfríen. ¿Te gusta la tempura de berenjena, Sato?

Mientras escuchaba aquella animada conversación que había surgido de repente, me pareció que había una bandada de pájaros gigantes batiendo las alas a mi alrededor. Me sentía como si nada fuera real salvo el aleteo de los pájaros, tan nítido que parecía que se me estuvieran acercando.

—¡Qué casualidad! No sabía que las berenjenas fueran tu comida favorita, Sato.

La conversación entre mi abuela, mi madre y el señor Sato se desarrollaba sin ninguna interrupción. ¿Qué había sido del silencio que reinaba antes en el comedor? Parecía enterrado bajo las rosas mojadas por la lluvia.

Mientras cogía los largos udon con los palillos y los sorbía ruidosamente, me dediqué a observar al señor Sato, que hablaba en un tono de voz calmado. Su perfil era asombrosamente perfecto. Volví a compadecerme de él.

Cuando los udon ya se habían acabado, las dos botellas de cerveza que habíamos abierto estaban vacías gracias a mi madre y la oscuridad había invadido el jardín, el señor Sato se fue. Se había mostrado amable y encantador hasta el último momento, y sólo me había parecido un poco, muy poco, inseguro.

—Adiós, Midori. Adiós, Masako. Adiós, Aiko —se despidió educadamente, saludándonos a todos frente a la puerta.

Las flores blancas de la espírea que crecía junto a la puerta destacaban en la oscuridad. Recordé que, en aquella época del año, en nuestro jardín sólo había flores blancas. Las flores blancas no me inspiran confianza.

—Señor Sato —lo llamé cuando ya estaba de espaldas, a punto de irse.

—Dime —me respondió él, volviéndose hacia mí.

—¿Cuál es tu nombre de pila?

El señor Sato esbozó una sonrisa.

—Me llamo Kentaro. K-E-N-T-A-R-O—deletreó.

K-E-N-T-A-R-O—repetí yo—. Adiós, Kentaro —dije en voz baja.

—Adiós, Midori —se despidió él por segunda vez, con una dulce sonrisa.

Entonces, se dio la vuelta, abrió el paraguas y se fue.

—¿Qué te ha parecido el señor Sato? —me preguntó mi madre aquella misma noche, mientras fingía estar enfrascada en la corrección de unas galeradas impresas en letra minúscula. No solía trabajar de noche y, cuando lo hacía, se quejaba de que no veía nada y decía que pronto tendría hipermetropía y sería un incordio para mí.

—Bien, normal —le respondí yo, como siempre.

—Ya —repuso ella, y volvió a su corrección.

Un mechón de pelo se desprendió de su recogido y se le quedó colgando a lo largo de la nuca.

«K-E-N-T-A-R-O», repetí para mis adentros.

Mi madre estaba inclinada encima de las galeradas, con la espalda encorvada. De la cocina, donde estaba mi abuela, me llegaba el olor a tabaco. «Es la mejor forma de acabar el día», solía decir mi abuela. Supuse que estaba fumando tranquilamente el último cigarrillo de la jornada.

Cerré los ojos y pensé que al final no había conseguido odiar al señor Sato. La imagen de las espíreas blancas y las dos únicas rosas que habían florecido se desvaneció tras mis párpados.

Un perro ladró en algún lugar, pero enmudeció al poco rato.