Ya estamos en otoño. Las aralias del jardín están en pleno florecimiento. Me gustan sus flores porque no parecen tener ningún valor.
¿Cómo estás, Midori? Cuando me dijiste de repente que querías quedarte en aquella isla, me llevé una buena sorpresa. Creía que todo había sido culpa mía, por no estar a tu lado y, sinceramente, lo pasé muy mal.
Aiko es un desastre. No te puedes fiar de ella. Sinceramente, ahora he entendido lo mucho que yo dependía de ti, aunque estaba convencida de que era al revés. Los humanos siempre vemos la paja en el ojo ajeno.
¿Cómo te van las cosas en la isla? ¿Necesitas algo? Si necesitas cualquier cosa, dímelo y te la enviaré sin falta.
¿Cómo está Otori? Sinceramente, estoy un poco preocupada. Me da miedo que ese hombre te lleve por el mal camino. No le permitas que te deje beber ni fumar.
Pronto llegará el invierno. Supongo que en la isla donde vives ahora no hará tanto frío como en Tokio. De todos modos, procura no resfriarte. Cuídate mucho.
Siempre tuya.
Era la quinta vez que releía la carta de mi abuela. Estaba escrita con un bolígrafo especial para caligrafía, con muy buena letra. Habían pasado más de dos meses desde que decidí que me quedaría en la isla, y me había adaptado bastante bien a mi nuevo instituto.
De todos modos, al principio se armó un revuelo considerable.
Aiko se opuso radicalmente a mi decisión. Aunque no me lo esperaba, Kitagawa también se mostró contrario. Hanada decidió esperar y observar, mientras que Mizue Hirayama optó por tragarse la montaña de comentarios que quería hacerme y permanecer con la boca cerrada. Al menos, me dio esa sensación.
La más razonable fue mi abuela: «Que tengas mucha suerte», me deseó alegremente cuando hablamos por teléfono, y colgó al cabo de un momento. Más tarde, cuando mi madre me dijo que Masako se había echado a llorar después de hablar conmigo, me sentí sinceramente conmovido, para usar la expresión que mi abuela repetía a menudo en sus cartas.
Midori:
Sigo pensando que eres un egoísta. Pero da igual, puedes volver cuando quieras. Por favor, ten mucho cuidado con las víboras. A lo mejor te parezco una pesada, pero si vuelves, sea cuando sea, no me reiré de ti. Te lo prometo. Sólo me meteré un poco contigo, eso es todo. Escríbeme pronto.
AIKO EDO
—No creo que se limite a meterse un poco contigo —observó Otori, que leyó la carta por encima de mi hombro.
Otori y yo alquilamos una casa medio abandonada que había en un pueblecito de pescadores de la isla de Ojika y nos quedamos a vivir allí. Muchas de las casitas que se apiñaban en los pueblos quedaban vacías cuando los propietarios abandonaban la isla o morían de viejos, y acababan convirtiéndose en una ruina. La casa que alquilamos era una de ellas. Se trataba de un edificio de dos plantas un poco inclinado. En la planta baja estaba la cocina, el baño y una habitación de tres tatamis, mientras que en el primer piso teníamos dos habitaciones de cuatro tatamis y medio.
El alquiler no nos costaba prácticamente nada. Cuando llevábamos tres días en la casa, reventó una tubería y nos quedamos sin agua corriente. Tuvimos que pedir agua a los vecinos, que incluso nos dejaron utilizar su bañera.
—Os han echado de casa, ¿verdad? —nos preguntó nuestra anciana vecina, con una sonrisa—. Aquí, todo el mundo os conoce.
—Es lo mejor que me ha pasado nunca —le respondió Otori alegremente, y la mujer celebró la ocurrencia con una sonora carcajada.
No me gustan mucho los correos electrónicos, prefiero escribir cartas. Los e-mails siempre son demasiado cortos o demasiado largos, y nunca se entiende lo que quieres decir. En fin, da igual.
El instituto sin ti es muy aburrido. Pero seguro que tú también te aburres un poco sin mí. ¿Sabes qué? La verdad es que creo que habríamos podido ser lo que la gente llama «amigos del alma». No me hagas caso, no sé lo que digo.
Hirayama está bien. Las mujeres son un misterio.
He ido un par de veces al cine con Kikushima. Es una chica diferente, aunque no sabría decirte por qué.
Bueno, pues nada. Ya es de noche y te estoy escribiendo cosas muy raras, así que será mejor que lo deje.
HANADA
—¿Cómo te ha ido, Otori? —le pregunté.
Otori había empezado a trabajar en el supermercado de la cooperativa de pescadores de la isla como mozo de almacén. Cuando volvía a casa después de un duro día de trabajo, me pedía que le diera un masaje en la planta de los pies.
—Bien. Eres un buen masajista, Midori —me elogiaba siempre, con una voz que parecía sincera.
Cuando Otori decía «bien», no podía evitar pensar en el correo electrónico que me mandó Mizue Hirayama. Decía así:
Para Midori.
¿Sabes? He estado pensando. Estoy segura de que no te enfadarías si yo me enamorara de alguien. En cambio, yo me enfadaría mucho si tú te enamorases de otra chica.
Puedo enfadarme, ¿verdad?
Esta mañana he visto dos arañas pequeñitas. Eran casi transparentes. Tú y yo somos como esas arañas.
Eso es lo que he pensado.
Adiós
MIZUE
Otori y yo salimos a dar un paseo al atardecer.
Justo antes de que anochezca, la superficie del mar es tan oscura y densa que parece un charco de petróleo. Durante el verano, a esa hora se veían murciélagos sobrevolando el agua.
En la isla hay un puerto interior donde amarran los barcos pequeños y un puerto exterior destinado a los transbordadores y los petroleros. Nosotros siempre vamos al puerto interior.
—He recibido una carta de Kitagawa —me dijo un día Otori, que todavía iba en manga corta porque, este año, los últimos calores del verano han llegado muy tarde.
—Yo también he recibido carta suya.
—¿Y qué dice? —inquirió Otori.
—Me ha dado muchos recuerdos para ti y me ha pedido que estudie mucho.
—A mí también me ha dado recuerdos para ti —dijo él, riendo.
En la carta que había recibido Otori, Kitagawa le explicaba con todo lujo de detalles la clave para aprender a disfrutar de la geografía antigua.
—Es un poco neurótico —añadió Otori, en un tono jovial.
Contemplamos la puesta de sol desde el puerto. Todo era amarillo. Las puestas de sol de la isla parecen mucho más luminosas que las de Tokio. Otori empezó a cantar.
—¿Qué cantas? —le pregunté.
—Nada, una canción del año catapum —me respondió.
—Oye… —empecé.
—Dime —me animó él, volviéndose hacia mí.
—¿Hasta cuándo te quedarás en esta isla?
—Hasta que me apetezca volver, supongo.
—¿Y adónde irás cuando vuelvas?
—No lo sé.
El mar brillaba. Aquel mar, que se extendía a lo lejos, me parecía un espacio formado por fragmentos del mundo donde había vivido hasta entonces. Sin embargo, la vida no era tan bonita ni tan completa. De repente, sentí como si un bulto enorme empezara a emerger desde las profundidades de mi pecho, y me levanté de un salto.
—¿Quieres que nos vayamos? —me preguntó Otori.
Como única respuesta, me volví de espaldas al mar. El brazo desnudo de Otori rozó el mío.
—Tú tienes mucho éxito entre las mujeres, Otori —le dije.
—No puedo quejarme —admitió—. Pero tú llevas mi sangre, Midori. Seguro que algún día serás tan popular como yo, aunque ahora las cosas no te salgan como te gustaría.
—Tampoco me va tan mal.
—¿En serio? Hablame de tus últimas conquistas.
Seguimos discutiendo uno al lado del otro, mientras un sol enorme se hundía en el mar.