PIEZA DE CIRCUNSTANCIA

Creía que sólo había pasado un momento desde que pensé «¡Qué oscuro!» hasta que abrí los ojos. No obstante, según Hanada, tardé más de diez minutos en recuperar el conocimiento.

Me había caído, pero habían sido sólo unos metros. La tierra, agujereada y debilitada porque los ciervos la habían removido para mordisquear las hojas de los arbustos, cedió bajo mi peso y empecé a caer.

—Es que Midori no tiene muchos reflejos. Se parece a mí —fue lo primero que dijo Otori.

—¡Déjame en paz! —le espeté.

Cuando recobré el conocimiento, Hanada me llevó a cuestas hasta el embarcadero y cogimos el ferry. Cuando llegamos a la isla de Ojika, tenía el tobillo más hinchado que nunca. Hanada me acompañó al hospital, donde me hicieron una radiografía, me diagnosticaron una fractura simple del tobillo derecho y me vendaron el pie. Entonces fue cuando aparecieron Otori y Kitagawa.

—¿Ya no está de moda eso de enyesar las extremidades rotas? —preguntó Otori, observando con atención mi tobillo cuidadosamente vendado.

Yo estaba tumbado en la cama del hospital. Hanada y Otori ocupaban dos taburetes, a la altura de mi cabeza. Kitagawa era el único que no se había sentado y permanecía un poco apartado, al pie de la cama.

—Es posible que la inflamación siga aumentando hasta mañana, por eso todavía no pueden escayolarle el tobillo —respondió Hanada en mi lugar, al ver que yo no parecía dispuesto a despegar los labios.

—¿Tanto se le hinchará? —preguntó Otori, con los ojos desorbitados y una expresión de regocijo.

—Es posible —replicó Hanada, inseguro.

—Los hospitales huelen a hospital —observó Kitagawa, apoyándose en el alféizar de la ventana de la habitación.

—Es posible —respondió Hanada, con la misma expresión dubitativa.

—¿Te duele mucho? —me preguntó Kitagawa.

Es lo primero que se suele preguntar cuando alguien va al hospital a visitar a un herido, pero a nadie se le había ocurrido formular esa pregunta hasta que lo hizo Kitagawa.

—Ahora no, porque acaban de darme un analgésico.

—Ya veo —asintió Kitagawa—. La experiencia de romperse un hueso debe de ser muy instructiva —prosiguió—. Por cierto, Edo, ¿sabías que, probablemente, el baile de plegaria llamado nenbutsu odori es una danza tradicional procedente de la provincia china de Fujian? —me preguntó Kitagawa.

—Pues… no.

Hanada soltó una carcajada, y Otori se levantó.

—Kitagawa, todavía queda un buen rato hasta el anochecer. ¿Qué te parece si volvemos a la pensión que hemos reservado para esta noche, nos damos un baño y tomamos juntos un par de copas? —le propuso Otori.

—Me parece una buena idea —aceptó Kitagawa—. Espero que te mejores, Edo —me deseó, dirigiéndome una tímida sonrisa.

Cuando Otori y Kitagawa se fueron, Hanada se sentó de nuevo y me miró fijamente. Se oía el murmullo de una conversación procedente de la habitación contigua. El hospital estaba lleno de ruidos de toda clase. Aunque estuviera en silencio, siempre parecía que alguien susurrara a lo lejos.

—Oye, Edo —empezó Hanada en voz baja.

—Dime.

—¿Sabes qué?

—¿Qué?

—Cuando has tropezado y te has caído, estabas más guapo que nunca. Dicen que la gente que está a punto de morir parece más guapa.

—¿Cómo? —le pregunté.

—Es lo que he pensado al mirarte mientras estabas inconsciente, pero sólo ha sido un momento.

—¿Sólo un momento?

—Sí. Ha sido sólo un momento, porque pronto tu cara ha vuelto a ser la misma de siempre.

—Ya —repuse—. Qué miedo, ¿no?

—Sí, he pasado bastante miedo —admitió Hanada.

La noche llegó muy pronto en el hospital. Me trajeron la cena cuando el sol aún no se había puesto. Después de cenar, me quedé sin saber qué hacer.

—Esta noche me quedaré contigo —me anunció Hanada, que estaba sentado en el taburete con la mirada perdida. El taburete era demasiado pequeño para él—. Estoy muy cansado —añadió, tras una breve pausa.

Había sido un día muy largo. Probablemente, el día más largo de toda mi vida. Tenía la sensación de que habían pasado quinientos años desde que me había despertado junto al templo de aquella isla perdida, aunque había sido esa misma mañana. Tanto Hanada como yo estábamos mentalmente agotados.

Me acaricié el mentón con la palma de la mano. La barba me había crecido un poco. Aún no era lo bastante poblada para afeitarme todas las mañanas, pero últimamente me crecía con más fuerza. Si no me afeitaba, se me veían cuatro pelos dispersos alrededor de la boca.

Cuando volví la cabeza hacia Hanada, se había quedado dormido. Tenía la espalda apoyada en la pared para no caerse del pequeño taburete y dormía mirando hacia arriba. Su respiración era casi inaudible.

—Hanada —lo llamé, pero no se despertó. Estaba sumido en un profundo sueño—. Hanada —lo llamé de nuevo, pero no se movió ni un ápice. Era como un cuerpo inerte. Más que muerto, parecía que nunca hubiera estado vivo.

«Algún día, yo también voy a morir —pensé mientras observaba el cuerpo de Hanada, sano pero aparentemente desprovisto de vida—. Cuando la línea de la vida llegue a su fin, todo habrá terminado. No podré continuar viviendo. Algún día llegará ese momento».

Ensimismado en esa clase de pensamientos, empecé a sentirme triste. «Porque… algún día llegará el momento, ¿verdad? Sí, algún día me tocará a mí también, pero ahora no acabo de darme cuenta. Tanto hoy como ayer, cuando creía que me había mordido aquella serpiente, pensé que lo tenía asumido, pero sólo eran imaginaciones mías. En realidad, nunca he admitido que algún día voy a morir».

Hacía un momento estaba convencido de que había encontrado la respuesta a la eterna pregunta de: «Vagamos por la vida sin rumbo fijo. Y luego, ¿qué?». Sin embargo, aquel pinchazo que parecía haberse clavado en el núcleo de mi existencia pronto desapareció sin dejar rastro, y ahora sólo me parecía una falsa emoción.

Los pensamientos son efímeros y versátiles.

Cuando reaccioné, me di cuenta de que había empezado a dormirme. Hanada había apoyado el tronco encima de mi cama y, por fin, había empezado a respirar pesadamente.

—¿Por qué no te echas en esa cama y duermes tranquilo? —le aconsejé.

Hanada se levantó sin abrir los ojos y se dejó caer en la cama supletoria como si lo hiciera todos los días.

—Buenas noches —de deseé, y cerré los ojos yo también. Dentro de la habitación sólo se oía la respiración acompasada de Hanada. «Es cierto que los hospitales huelen a hospital», pensé mientras caía rápidamente en un profundo sueño.

A la mañana siguiente, nos despertó la sirena de las seis.

—Tengo la sensación de que llevaba siglos sin oír esa sirena —observé.

Hanada frunció el ceño. ¿Tanto tiempo llevábamos fuera de la isla?

—No entiendo por qué se oye tan cerca, teniendo en cuenta que el hospital está bastante lejos del puerto —se quejó Hanada, incorporándose en la cama supletoria.

—A lo mejor también hay un megáfono en el recinto del hospital —sugerí, pero Hanada sacudió la cabeza.

—Los espíritus madrugadores de la isla ni siquiera perdonan a los enfermos —se lamentó mientras se dirigía al baño.

Se frotó la cara enérgicamente, y siguió refunfuñando mientras se secaba con la toalla.

—Veo que hoy te has levantado con el pie izquierdo —le dije.

Hanada se frotó con la toalla varias veces.

—¿Sabes, Edo? Esta mañana se me ha levantado —anunció Hanada, en el mismo tono malhumorado.

—¿Qué?

—No a medias como otras veces, sino del todo.

—Vaya.

Miré la cara de Hanada. A continuación, dirigí la mirada hacia su entrepierna y la observé fijamente, con una atención deliberada. No pude distinguir si tenía una erección o no, pero me pareció que tenía que mirar para no parecer maleducado. Hanada permaneció de pie. Parecía a punto de echarse a reír.

El megáfono empezó a emitir una noticia: «Los dos jóvenes desaparecidos desde anteayer por la noche fueron encontrados ayer sanos y salvos. Gracias por su colaboración», anunció una voz tranquila.

—¿Has oído eso? —gritó Hanada.

—¿Somos nosotros?

Aquello bastó para alarmarnos. Significaba que, desde antes de ayer, los megáfonos repartidos por toda la isla habían estado anunciando nuestra desaparición a bombo y platillo.

—¡No fastidies! —exclamó Hanada.

—¡Qué fuerte! —añadí yo, y nuestras miradas se cruzaron—. De todos modos, me alegro de que tu problema se haya solucionado —dije, al cabo de un rato.

—Sí, yo también me alegro —afirmó Hanada.

—Por cierto, Hanada. ¿Tu impotencia tiene algo que ver con el hecho de que fueras a ese hotel con Mizue Hirayama? —le pregunté a continuación, con aparente naturalidad.

—Quién sabe. Puede que sí y puede que no —repuso él, también con aire despreocupado.

Las cigarras cantaban ruidosamente. «Hemos vuelto al mundo corrupto», pensé. Cuando observé la cara de Hanada, sus cejas, sus ojos, su nariz y su boca eran tan atractivos como de costumbre. «No importa. Ya lo arreglaremos», suspiré levemente mirando a Hanada, o quizá sólo miraba el espacio que había delante de mí.

Todo parecía indicar que iba a ser un día muy caluroso.

Me pregunté si había cambiado. Desde que había vuelto del templo, decía cosas muy raras. Más que decir cosas raras, hablaba con sinceridad.

Cuando mi madre vino a verme, me pasó lo mismo.

—¡Mira que eres bobo, Midori! —me regañó con el ceño fruncido nada más llegar al hospital, cuando apenas hacía dos días que me había roto el tobillo. Me esperaba una reacción bastante fría por su parte, pero aquella reprimenda me dejó boquiabierto.

—¡Eres un bobalicón, un irresponsable y un temerario! —prosiguió mi madre. Tanto Hanada como Otori habían salido de la habitación, así que estábamos solos—. ¡Bobo! —repitió, suavizando un poco el tono de voz.

—Lo siento —me disculpé.

—Lo siento —se disculpó ella también a continuación, en voz baja.

—¿Por qué? —me sorprendí.

—Siento ser una mala madre —añadió, en un susurro.

—¿A qué viene eso? —le pregunté, con los ojos como platos.

—He reflexionado mucho —me explicó.

—¿Sobre qué?

—Sobre el hecho de haberte dejado venir solo a este lugar.

No estaba solo. Había venido con Hanada.

—Además, no he podido venir antes porque tenía trabajo, y eso también me ha hecho reflexionar.

Era lo mismo que hacía siempre.

—Es que nunca me he ocupado lo bastante de ti.

¿De veras?

—Todavía no estoy acostumbrada a asumir el papel de madre.

No me digas.

Su escote exhalaba el mismo olor a perfume de siempre.

—No te preocupes, no pasa nada —la tranquilicé.

—Eso no me consuela —me respondió, muy seria.

—Pues entonces, sigue reflexionando.

—¡No seas impertinente!

Una mueca enfurecida sustituyó de repente la cara de culpabilidad. Por un momento compadecí al pobre señor Sato, que tenía que aguantar a diario una novia como mi madre. Entonces, pensé en Mizue, y también en Hanada.

Mi madre abrió un paquete y sacó unos calzoncillos nuevos y una camiseta blanca de manga corta que me había traído.

—Toma —dijo, alargándome la ropa.

—Gracias —le agradecí, y cogí las prendas con ambas manos. A continuación, ella volvió a coger la ropa nueva y la guardó en un pequeño cajón de la habitación.

—Aiko, ¿tú me quieres? —le pregunté, tras una pausa.

—¿Cómo? —exclamó, desconcertada.

—¿Soy alguien irreemplazable para ti?

—C… claro —balbució.

—Ya veo —respondí.

Ella acarició la escayola que me envolvía el tobillo. El día anterior, la inflamación había bajado un poco y habían podido escayolarme el pie.

—¿Soy lo más importante del mundo? —insistí.

—Sí, claro —admitió ella.

—¿De qué mundo?

—Sólo hay un mundo.

—¿Cuántos mundos tienes tú?

—Tres y medio —me respondió, tras una breve vacilación.

—¿Y en cuántos de esos mundos soy lo más importante para ti?

—Supongo que en casi tres de tres y medio.

—Vale —repuse.

Aiko suspiró. A diferencia de Otori y yo, ella no suspiraba casi nunca.

—Te has hecho mayor sin darme cuenta —dijo lentamente, al cabo de un rato.

—No es cierto —le respondí—. Todavía no soy mayor —admití con sinceridad.

Ella me miró directamente a los ojos, y yo le aguanté la mirada. «Nunca me había fijado en su cara», pensé. Era un poco triste, un poco alegre, un poco agria y un poco dispersa.

—Ya —dijo.

—Aunque es verdad que he crecido bastante.

Ella rio. A continuación, me pellizcó las mejillas con los dedos de ambas manos y esbozó una breve sonrisa que se convirtió en una mueca de disgusto al cabo de pocos segundos.

—Los hospitales me hacen sentir triste —admitió. La miré a los ojos, y ella me devolvió la mirada—. Volveré a verte mañana. Cuídate mucho —dijo, y salió de la habitación.

Agité la mano a modo de despedida. Ella se volvió una vez y me saludó con su manita.

Una cigarra se detuvo en el alféizar de la ventana y empezó a cantar a pleno pulmón. Mientras escuchaba el canto de la cigarra, pensé que le había hecho preguntas muy raras a mi madre.

Sin embargo, ésa no fue la única conversación extraña que mantuve aquel día.

Otori vino a verme por la tarde.

—Aiko ha estado aquí —le dije, y él asintió.

—La he visto.

—Ah —repuse. Otori estuvo merodeando por la habitación durante un rato—. Hace un calor sofocante, ¿por qué no te sientas y descansas? —le ofrecí, y él se sentó en uno de los taburetes.

Entonces, entró la enfermera y me puso el termómetro, comprobó el estado de la escayola y me tomó el pulso.

—Tengo un poco de resaca —me dijo Otori cuando la enfermera se fue.

—Ya —repliqué.

—Midori.

—Dime.

—¿Te duele el tobillo?

—Qué va. Me dan muchas medicinas.

—Midori.

—¿Qué?

—Supongo que…, verás, he estado pensando que…, no intentabas suicidarte, ¿verdad? —me preguntó Otori, hablando atropelladamente y con la cabeza gacha.

—¿Suicidarme? —repetí, perplejo.

—Dime que no.

—¡Claro que no!

—¿De veras?

—Te lo prometo.

Otori sacó un Hi-Lite y lo encendió.

—Está prohibido fumar en las habitaciones —le recordé, así que sacó un cenicero portátil del bolsillo, lo abrió y apagó el cigarrillo apretándolo fuertemente contra la base.

—Midori.

—Dime.

—¿Te gustaría vivir conmigo?

—¿Qué? —exclamé, y lo repetí varias veces. Otori me miraba con su cara de resaca—. ¿Ha pasado algo? —inquirí.

—No, nada —me respondió él.

—¿Aiko te ha dicho algo?

—¿Aiko? No.

Se oyó el traqueteo de una camilla que cruzaba el pasillo. Estaban a punto de operar a alguien, o tal vez se trataba de un paciente recién operado. El día anterior me habían trasladado a una habitación de seis personas, pero sólo había una cama ocupada aparte de la mía. Empezaba a pensar que los habitantes de aquella isla nunca enfermaban ni se hacían daño.

—Por cierto, Otori, ¿alguna vez has pensado, aunque sólo fuera por un momento, en casarte con Aiko? —le pregunté.

—En aquella época no se me ocurrió ni una sola vez —me respondió.

—¿En aquella época? ¿Y qué hay de ahora?

—¿Ahora? —repitió Otori—. Ahora no tengo dinero ni un trabajo fijo y ya soy bastante mayor, pero a pesar de todo me las arreglo bastante bien para seguir adelante. Aunque nunca me haya casado, he tenido que solucionar otra clase de problemas.

—Claro.

—Últimamente pienso que me habría gustado vivir con

Aiko, o con alguien.

—¿Qué significa «con alguien»? —le pregunté riendo.

—Pues significa que me gustaría que te quedaras conmigo una temporada —me pidió Otori, y se levantó. Pero no tenía intención de irse, porque enseguida se sentó de nuevo en el taburete.

—Otori.

—Dime.

—¿Lo dices de corazón?

Otori se cruzó de brazos y reflexionó largamente.

—Creo que sí —me respondió al fin.

Supongo que la expresión «de corazón» lo había dejado pensativo. A Otori le gustaba ser preciso en la información que daba.

—¿Tanto me quieres?

—¿Cómo?

—¿Tú me quieres, Otori?

Continué incomodándolo con preguntas de ese tipo, al más puro estilo de Mizue Hirayama.

Otori salió al pasillo a fumar.

—Tú y yo no podemos comunicarnos por telepatía —me dijo, cuando volvió a entrar al cabo de unos cinco minutos.

—Claro que no —le respondí.

—Lo digo porque todo me lo preguntas verbalmente —explicó Otori, rascándose la cabeza.

—No puedo hacerte preguntas sin palabras.

—No me refería a ese tipo de palabras.

—No te entiendo —reí.

Pero, en el fondo, lo entendía un poco. A ambos nos resultaba muy difícil hablar en serio. Ni Otori ni yo estábamos acostumbrados a comunicarnos con palabras trascendentales.

—¿Sabes, Midori?

—¿Qué?

—Verás, resulta que…

—¿Sí?

—Tú y yo…

—Dime.

—Creo que…

—¿Sí?

—Somos buenos amigos —dijo al fin, y guardó silencio.

Me quedé mirando su boca. Tenía los labios muy finos.

—Sí —asentí.

—Sí —repitió Otori al cabo de un rato.

Oí el roce de unas zapatillas deslizándose por el pasillo, que se acercaron y volvieron a alejarse. Aquel día, el penetrante olor del mar irrumpía en la habitación a través de la ventana. Algunos días, el viento me traía el olor a mar, pero cuando soplaba en la dirección contraria apenas llegaba a percibirlo.

Los gritos de las gaviotas empezaron a resonar débilmente y fueron aumentando de intensidad. Cuando desvié la vista de la ventana y miré de nuevo a Otori, era el mismo de siempre, con su barba de pocos días, sus hombros cargados y su aspecto miserable. Me hizo gracia la situación y me eché a reír. Otori me miraba, extrañado. Los gritos de las gaviotas sonaron más cerca que nunca.

Llegó el día del Obon, el festival en honor a los difuntos.

Mi ingreso hospitalario duró cuatro días. Al final, me hicieron un electroencefalograma que salió normal, así que me dieron el alta y regresé a la pensión, donde Hanada y yo nos quedamos solos de nuevo.

La isla de Ojika se había llenado de gente que volvía a casa para honrar a sus antepasados. La isla no parecía la misma de siempre: el ferry y el transbordador, que hacían varios viajes diarios, descargaban en el puerto oleadas de visitantes. Las pensiones también estaban al completo. Los recién llegados que no podían alojarse con su familia por falta de espacio se quedaban a dormir en las pensiones.

—Lo siento, chicos, pero tendré que subiros un poco la tarifa de la habitación mientras dure el Obon —nos informó el anciano dueño de la pensión al día siguiente de mi regreso del hospital.

—¿Qué? —exclamamos.

Hanada habló con él a través de la puerta corredera, que estaba abierta. Yo escuchaba su conversación, medio tumbado encima del tatami. Finalmente, el anciano se fue subiéndose los calzoncillos de crepé y Hanada exhaló un profundo suspiro.

—¿Te hace falta dinero? —le pregunté, pero Hanada sacudió la cabeza.

—No.

—¿Entonces?

—Es que empiezo a cansarme de este sitio —me confesó, suspirando de nuevo.

Hanada tenía razón. A mí, que no tenía fuerzas para nada desde que me habían dado el alta, me pasaba lo mismo. Al principio pensé que mi apatía estaba relacionada con la fractura, pero ése no era el único motivo. Me sentía hastiado. Necesitaba nuevas sensaciones.

—¿Por qué no vamos a visitar a Otori y a Kitagawa? Esta vez lo digo en serio —sugirió Hanada.

Recordé que, cuando acabábamos de llegar a la isla, Hanada insistió varias veces en ir a verlos, pero aún no lo habíamos hecho nunca. Iríamos a visitarlos, conoceríamos a la chica de la taberna que le gustaba a Otori y probaríamos un pescado llamado hakofugu, la especialidad de Fukuejima.

—Aiko me ha dado algo de dinero, así que de acuerdo —le dije a Hanada, que levantó el puño en señal de triunfo.

—Hablaré con el dueño de la pensión —anunció Hanada, y salió al pasillo.

Tumbado encima del tatami, oí las fuertes pisadas de Hanada mientras bajaba las escaleras.

—Veo que ya dominas las muletas, Edo —fue lo primero que me dijo Kitagawa.

—¡Estupendo! Entonces, podremos ir allí —dijo Otori.

—¿Dónde es «allí»? —preguntó Hanada.

—A la isla de Sagano —le respondió Otori, torciendo las comisuras de los labios para esbozar una leve sonrisa.

Sagano era una pequeña isla situada a unos diez minutos en barco de Fukuejima, la isla donde se encontraban Otori y Kitagawa.

—Las islas pequeñas desempeñan un papel muy importante, como los satélites que orbitan alrededor de un planeta —filosofó Kitagawa.

—Ya —respondimos los demás, pensativos, y Kitagawa sonrió.

Kitagawa sonreía más a menudo desde que estaba en Fukuejima, aunque lo hacía de forma casi imperceptible, de modo que era difícil distinguir cuándo sonreía y cuándo no.

Durante la celebración del Obon, en la isla de Sagano se representaba el baile de plegaria llamado nenbutsu odori, la danza tradicional procedente de la provincia china de Fujian, según la información que nos había dado Kitagawa unos días antes.

La mañana del 14 de agosto, cogimos un transbordador que salía del puerto de Kaizu, al oeste de Fukuejima.

—¿Dónde comeremos? —preguntó Hanada.

—Ya encontraremos algún lugar en Sagano —lo tranquilizó Otori, confiado.

Pero cuando llegamos a la isla de Sagano, descubrimos que no había ni un solo restaurante. En cuanto nos dimos cuenta, intentamos tranquilizar a Hanada, que no dejaba de quejarse de que tenía hambre, y fuimos andando hasta la sede de la cooperativa de pescadores, el lugar donde se llevaban a cabo los preparativos para el nenbutsu odori. En la plaza que había junto a la sede, los hombres de la isla estaban tejiendo las capas de paja que utilizarían durante el festival.

—¿Esas capas son para hoy mismo? —les preguntó Kitagawa.

—Eso es —le respondieron los hombres.

Entramos a echar un vistazo en la sede de la cooperativa, donde también había gente preparando el festival. Unos chicos que tendrían la misma edad que Hanada y yo, y que probablemente pertenecían a alguna asociación juvenil, utilizaban un tablero de ping-pong a modo de mesa para decorar unos cascos con papeles dorados y plateados.

—No parece que tengan mucha prisa —observó Otori.

—Es cierto —afirmó Hanada.

Mientras nos distraíamos observando los preparativos, empezó a llover súbitamente.

El festival arrancó sin previo aviso.

El primer gong sonó justo cuando todavía estábamos sentados en la calle, terminando de comer el pan y las manzanas mustias que habíamos comprado en el único colmado que conseguimos encontrar al fin.

Cuando nos dimos cuenta, los preparativos ya habían terminado. Los hombres de la isla, que un momento antes trabajaban vestidos con camisetas y pantalón corto, lucían sus preciosos trajes festivos. Sobre una prenda interior de tela amarilla llevaban las capas de paja que habían estado tejiendo en la plaza. Se habían cubierto las cabezas con los vistosos cascos dorados y plateados que los muchachos decoraban encima del tablero de ping-pong, y unos grandes tambores les colgaban del cuello.

Los hombres formaron una fila y empezaron a andar en dirección a la montaña, y los habitantes de la isla salieron de sus casas y fueron tras ellos.

—¿De qué va este festival? —preguntó Hanada.

—Antiguamente, la comitiva visitaba todas las casas de la isla y celebraba un oficio de difuntos por el descanso de las almas de los antepasados, que consistía en bailar la danza de plegaria. Es un ritual llamado omonde —explicó Kitagawa, como si estuviera en clase—. Pero, últimamente, la isla ha perdido muchos habitantes. Antes, los participantes bailaban en el cementerio hasta altas horas de la madrugada, pero hoy en día han simplificado el ritual y sólo pasan por las casas donde ha fallecido algún familiar recientemente y por los lugares sagrados de la isla.

—Ah —respondimos los tres al unísono, como alumnos modélicos.

—¿En el cementerio? —susurró Hanada. De repente, los hombres se detuvieron, formaron un círculo y dejaron las baquetas encima de los tambores. A continuación, empezaron a cantar como si entonaran una plegaria budista, con unas voces claras y agudas a medio camino entre el canto budista y el canto tirolés.

El gong volvió a sonar y, a través de la multitud, vimos que los hombres que estaban en círculo empezaban a bailar mientras tocaban los tambores a un ritmo muy lento.

El camino que conducía al monte tenía una suave pendiente que a mí me pareció una empinada cuesta a causa de la dificultad añadida de las muletas.

Cuando empezó el omonde, estaba a punto de alcanzar la retaguardia de isleños que seguían a los hombres del desfile. Hanada, Otori y Kitagawa se habían mezclado con el gentío y no pude encontrarlos.

Los hombres bailaban en el suelo, todavía húmedo por el chaparrón que había caído antes, y se movían con soltura. Hacían movimientos poco marcados con los brazos y las piernas mientras golpeaban los tambores con parsimonia. Los cantos y el ruido del gong los envolvían como si fueran sonidos procedentes de un sueño.

—Dicen que el primer día del Obon es el día en que aparece la libélula roja —dijo alguien. Al levantar la mirada, me di cuenta de que estaba al lado de Kitagawa—. También dicen que, si pegas la oreja al suelo, oyes las almas de los difuntos golpeando las puertas del infierno.

—Vaya —dije.

La voz de Kitagawa, los cánticos, el sonido del gong y los tambores retumbando me transportaban a otro lugar y me devolvían al mundo real, alternativamente.

—¡Hanada! —exclamé.

Sin saber cuándo, Hanada se había colocado junto a mí, en el lado opuesto a Kitagawa.

—¡Otori! —grité de nuevo.

—Estoy aquí, Midori —me respondió la voz de Otori, aunque a él no lo vi.

El aire se estremeció y empezó a llover de nuevo. Los hombres seguían bailando lentamente. La lluvia me empapaba el pelo. La resonancia del gong penetraba hasta lo más profundo de mis oídos.

—Es extraño, ¿verdad? —dijo Hanada.

—Sí —le respondí.

—¿Sabes qué?

—¿Qué?

—Supongo que tenía ganas de sentirme así.

—¿Así, cómo?

—Como si estuviera muy lejos.

—¿Lejos?

—Por eso me puse el uniforme marinero.

—¿Para ir muy lejos?

—Sí.

—¿Qué es lejos?

—No lo sé.

—¿Dónde está la lejanía?

Ya no sabía si estaba hablando yo o si era Hanada, sólo me limitaba a contemplar el ritual del omonde y a escuchar el nítido sonido del gong y las voces que repetían aquellas extrañas palabras arrastrando las vocales. Cuanto más fuerte llovía, más nos adentrábamos en ese profundo lugar adonde nos transportaba el baile de plegaria.

Siempre había pensado que era imposible reconocer a alguien por el ruido de sus pasos, pero aquellos pasos suaves y ligeros me resultaron familiares.

Me levanté de la cama con un respingo. Aquel día no había nadie en el apartamento que Otori y Kitagawa compartían en Fukuejima. Según los cálculos de Kitagawa, si se quedaban más de un mes les salía más a cuenta alquilar un apartamento que alojarse en una pensión, así que decidieron alquilar el apartamento de diez tatamis donde vivía el conocido de Otori que había desaparecido y que había sido el principal motivo de su viaje a la isla.

Cuando terminó el Obon, Hanada y yo nos quedamos con ellos, y ya llevábamos más de una semana viviendo los cuatro en el mismo apartamento. Las vacaciones de verano estaban a punto de terminar, y los familiares que habían vuelto a la isla para el festival ya se habían ido otra vez.

—Hola —dijo la persona a quien pertenecían aquellos pasos, y abrió la puerta.

—Mizue… —murmuré.

—Hola —repitió Mizue Hirayama.

Llevaba una camiseta sin mangas que dejaba al descubierto sus delgados brazos bronceados. Me dedicó una amplia sonrisa y se quitó las sandalias.

—Tienes buen aspecto.

—G… gracias.

—¿Cómo tienes el tobillo?

—¿Cómo te has enterado?

—Me lo dijo Masako.

—Claro —repuse.

—También me dio esta dirección —aclaró Mizue, mientras dejaba en el suelo la bolsa que llevaba en el hombro.

—¿Todavía llevas tu diario y tus cartas? —le pregunté, y ella asintió riendo.

—Me llevo mis cosas a todas partes, pero me he deshecho de algunas que pesaban demasiado. Me di cuenta de que sólo necesitaba las más importantes.

—Ya —repuse, y di unos pasos para situarme delante de ella, pero tropecé de repente y me puse rojo como un pimiento.

Cuando miré al suelo, vi que estaba lleno de objetos de plástico verdes «de naturaleza desconocida» que Hanada había recogido en la orilla. Al menos, así era como él los llamaba, pero la verdad es que tenían aspecto de botes de lavavajillas que se habían transformado en objetos con formas extrañas.

—Esto es para ti —anunció Mizue, y sacó una caja amarilla de la bolsa, etiquetada como: «Fideos con marisco y verduras de Nagasaki». ¿Había venido a verme desde Tokio a Nagasaki y me traía una especialidad gastronómica de Nagasaki?

—No has cambiado, Mizue —le dije, y ella se echó a reír de nuevo.

«Es la risa de Mizue Hirayama», pensé. La sangre que se había agolpado en mis mejillas retrocedió un poquito.

—Siéntate —le ofrecí, apartando el futón que Otori había dejado en medio de la habitación.

—Te habrá costado mucho encontrar este apartamento —le dije, admirado, y ella asintió enérgicamente.

—He tenido que preguntar unas cuantas veces.

—Hum —afirmé.

Era el primer «hum» del repertorio, el más inocente y cariñoso. Hablábamos como si nos hubiéramos visto el día anterior, pero no era así. Se la veía nerviosa.

—Así que has venido —le dije.

Aún me sentía incapaz de mirarla a los ojos.

—He venido —respondió ella, brevemente.

—Me alegro de que estés aquí.

—A pesar del calor.

—Sí.

—Y del dinero.

—S… sí.

—Pero, sobre todo, a pesar de que no sé lo que sientes por mí.

—Te quiero —le dije sin pensar.

Ella abrió los ojos como platos.

—No me fío mucho de esa respuesta tan precipitada.

—Tienes razón —admití.

Entonces, levanté la vista poco a poco y la miré fijamente a los ojos. Hacía mucho tiempo que no lo hacía. Ella permaneció un rato en silencio.

—¿Has cambiado, Midori? —preguntó luego, con mucha prudencia.

—No soy el más indicado para decir si he cambiado o no.

—Ya —murmuró ella.

—Mizue —la llamé en voz baja.

Mientras la contemplaba, los recuerdos del instituto me invadieron, y por un momento me pareció oír el barullo de la clase, el sonido del timbre y el repiqueteo de la tiza escribiendo en la pizarra. Esos sonidos desaparecieron enseguida. Mizue levantó la cabeza y me miró a los ojos.

—Hanada me dijo… que fuisteis a un hotel.

—Ah. Ya.

—Oye… ¿por qué lo hiciste?

—Pues… porque tú… Es que tú no me hacías caso.

—Eso no es cierto, estábamos siempre juntos.

—Pero no me hacías caso, sólo te hacías caso a ti mismo, incluso cuando estabas conmigo.

—Y… ¿te gusta Hanada?

—Tal vez. Puede que me guste un poquito.

—¿Vas a salir con él?

—No sé si voy a salir con él o no, pero antes tenía que luchar.

Mizue y yo charlábamos tímidamente mientras bebíamos té.

—Como tú no me hacías caso, tuve que luchar —continuó Mizue, con la cabeza gacha.

—¿Luchar contra quién?

—Contra ti.

—¿Contra mí?

—Sí, contra ti, Midori.

—Así que… ¿tú y yo tenemos que luchar?

—Es que… —dijo Mizue, frunciendo los labios. Luego, irguió la espalda e hizo una profunda inspiración—. No he venido para decirte eso. Sólo quería hablar contigo, simplemente —aclaró ella, con aire abatido.

Su expresión era tan graciosa, que no pude evitar soltar una carcajada, y ella se echó a reír conmigo. La habitación de Otori y Kitagawa estaba llena de libros tirados por el suelo. Supuse que Kitagawa los había comprado cuando llegó a la isla. Cogí uno y lo abrí al azar. Debí de haber imaginado que, si lo había comprado Kitagawa, sería un libro de poesía.

—Léeme una poesía, como siempre hacías —le pedí a

Mizue, tendiéndole el libro abierto.

Pieza de circunstancia, de Jean Cocteau.

Graba tu nombre en un árbol

que se extienda hasta el nadir.

El árbol es mejor que el mármol,

pues en él los nombres crecen.[1]

Mizue recitó lentamente, con el libro a la altura de los ojos, como si de un ritual se tratara.

—Los árboles son mejores —dije, a modo de conclusión.

Cuando terminó de leer, le estreché las manos con delicadeza.

—Son mejores que el mármol.

Ella no me devolvió el apretón, pero tampoco apartó las manos. Nos quedamos allí, hombro contra hombro.

—Qué calor hace en este piso —dijo ella de repente, rompiendo el silencio que se había instalado entre los dos. Yo no sabía qué decir, y probablemente ella también se había quedado sin palabras. Por eso permanecimos sentados, de lado y con los hombros apoyados el uno en el otro. Las cigarras cantaban, la habitación estaba desordenada y Mizue y yo sudábamos.

—Creo que voy a llorar —dijo ella, al fin.

—Puedes llorar —le respondí lentamente.

—No, no puedo.

—Sí puedes.

—Pero estoy a punto de romper a llorar.

—Ya.

Mizue Hirayama levantó la cabeza y me miró con ojos llorosos.

—No quiero —dijo—. ¡Venga ya! —añadió a continuación.

Entonces, se echó a reír en vez de llorar. Era una risa que surgía de su interior, sincera y hermosa como la espuma de las olas, como una campanilla en medio del mar.