—¿Cómo te ha ido el día? —me pregunta mi madre todos los días.
—Bien, normal —le respondo yo.
«Bien» y «normal», siempre las dos mismas palabras. Las ocasiones en las que le doy una respuesta diferente se pueden contar con los dedos de una mano. Cuando tengo que responderle otra cosa, como «fatal» o «muy bien», intento no tenerla delante.
Es muy fácil no tener a mi madre delante, porque siempre está ocupada.
Mi madre es escritora freelance. Escribe artículos sobre temas variados: sobre las pastelerías de los alrededores de Tokio, sobre tácticas para librarse de las tareas domésticas, sobre cosmética para adolescentes inexpertas o acerca de la mejor forma de cuidar un perro en un piso. Por exigencias de su trabajo, ha llegado a comer doce pastelitos de golpe y a untarse la cara con cinco productos distintos para blanquear la piel, además de ir echando pestes de un paño de cocina que sirve para fregar los platos sin detergente: «¡Con lo que a mí me gusta la espuma artificial!», dice.
Cada vez que le respondo «Bien, normal», me lanza una mirada escéptica. «Ya —dice—. Bueno, pues me parece estupendo». Pero yo sé que es mentira. A mi madre no le gusta esa respuesta. Le encantaría decirme que la vida es mucho más que «normal». Desde mi primer día en la escuela primaria, cuando me preguntó por primera vez «¿Cómo te ha ido el día?», hasta hoy, que ya soy un estudiante de bachillerato, no ha dejado de pensarlo ni por un momento.
Recuerdo perfectamente la primera vez que mi madre me preguntó:
—¿Cómo te ha ido el día?
—Bien, normal —le respondí con un hilo de voz. Llevaba el gorrito amarillo del uniforme de primaria calado hasta los ojos. Mi cartera, que era demasiado grande, llevaba un plástico protector del mismo color, a juego con el gorro. Asentí, iluminado por el resplandeciente tono amarillo.
—¿Normal? —repitió ella.
—Sí —le respondí de nuevo.
—Los días no son normales, seguro que te ha pasado algo especial —insistió.
Entonces, me puse a pensar.
La niña que se había sentado a mi lado se parecía mucho a la tortuga que teníamos en casa.
El maestro se había equivocado al leer mi apellido. Yo me llamo Edo, pero él lo pronunció «Hedor». Mis compañeros de clase y yo nos quedamos estupefactos. Todos menos uno, que soltó una carcajada. Era Hanada. Ya tendré ocasión de hablar de Hanada más adelante, así que ahora no lo haré.
El agua del grifo salía tibia y tenía un sabor metálico.
A la hora del recreo, me había quedado de pie bajo el cerezo, mirando hacia arriba, y un niño de mi clase me había insultado: «¡Idiota!».
Hanada, que también estaba contemplando el cerezo, se había vuelto hacia el niño y le había espetado: «¡Mocoso!». Su capacidad de reacción me dejó admirado, de modo que eché un vistazo a la chapa que llevaba con el nombre escrito. Los caracteres que formaban su nombre, Hanada, estaban muy separados y no encajaban con el aspecto corpulento del niño.
—Ha sido normal —repetí.
—Ya —suspiró mi madre.
Por mucho que pensara, mi segundo día de clase en la escuela primaria estaba dentro de los límites de lo que yo consideraba «normal».
—Si te pasa algo malo, díselo enseguida a mamá —me advirtió ella con expresión preocupada.
Asentí levemente.
—Y cuando te pase algo bueno, Midori, también quiero que se lo digas a mamá para que pueda compartir tu alegría —prosiguió mi madre.
Asentí de nuevo. Estaba impaciente por empezar a comer, pero intuía que mi madre estaba preocupada por algo, así que permanecí inmóvil. Sin embargo, la impaciencia me corroía por dentro.
Por cierto, en aquella época mi madre se refería a sí misma como «mamá». Ahora, en cambio, cuando habla de sí misma dice «yo».
—Eres un chico muy arisco, Midori. Si yo fuera joven, nunca me enamoraría de alguien como tú —suele decirme con toda la tranquilidad del mundo.
No me molesta que mi madre se refiera a sí misma como «yo» y no parezca mi madre. Sólo me hace sentir vagamente incómodo que se esfuerce tanto en no parecer una madre.
Por otro lado, tengo el presentimiento de que hay algo de mí que también incomoda a mi madre. Seguro que le molesta que todo lo que me pasa me parezca simplemente normal.
Para mí, todo entra en la categoría de «normal», incluso aquella pelea que tuve con Hanada, de la que salí con un dedo inflamado porque quise darle un puñetazo en el estómago que él esquivó ágilmente y mi puño se estrelló contra un poste de electricidad; o la primera vez que conseguí hacer el amor con Mizue Hirayama después de tres intentos frustrados. De todos modos, a mi madre no le cuento todo lo que me pasa, por supuesto.
—Aunque el mismísimo Godzilla apareciera en la colina que hay detrás de tu colegio, a ti te parecería lo más normal del mundo —me reprocha ella, con un suspiro.
—Detrás de mi colegio no hay ninguna colina.
—No tienes sentimientos.
—No es una cuestión de sentimientos.
—Los chicos de tu edad no sois capaces de comprender la belleza y la tristeza que encierra la figura de Godzilla.
—No es verdad. A mí Godzilla me gusta bastante.
—Tiene una cola digna de admiración.
—Sí, esa cola de reptil le da un aire especial.
Mi madre y yo nos desviamos del tema, como si nada, y acabamos perdiendo el hilo de la conversación.
«Como si nada» es una expresión que suele utilizar Mizue Hirayama.
—Tú y tu madre lo hacéis todo como si nada —me dijo un día Mizue, con un deje de emoción en la voz.
—¿Como si nada?
—Sí. ¿No te parece misterioso?
Misterioso. Siempre he pensado que Mizue tiende a creer que posee la razón universal. El caso es que mi madre y yo, para bien o para mal, no tenemos una relación tan intrigante como ella piensa.
—Yo nunca me he sentido incómodo frente a mis padres —repuso Hanada, que estaba sentado con la espalda apoyada en la valla de la azotea. A la hora de comer, Mizue, Hanada y yo tomábamos el sol en la azotea del pabellón de clases especiales del colegio. A diferencia de los demás pabellones, allí casi nunca había nadie.
—Los padres son criaturas de otra especie, ¿verdad? —prosiguió Hanada, animadamente.
Quizá tuviera razón. Puede que los padres y las madres sean criaturas de otra especie, como la mía:
Mi madre siempre se perfuma después de desayunar. «Este perfume huele a flores blancas —dice—. Ni amarillas ni violetas, sino blancas».
A mi madre le quedan muy bien las gafas de sol.
A mi madre le gusta más el filete de ternera rebozado que el filete de cerdo.
A mi madre le gusta el sumo, y se lamenta porque últimamente ya no hay luchadores con enormes barrigas.
A mi madre no se le da bien coser. Se le resisten especialmente los botones. En cambio, es una artista de los dobladillos. Cuando empezaba a coser los trapos que tenía que llevarme al colegio, no podía parar. Una vez, cosió veinticinco trapos de golpe y tuvimos una discusión porque pretendía que me los llevara todos al colegio al día siguiente.
Mi madre no ha estado nunca casada. De hecho, me tuvo a mí sin haberse casado.
—Pues a mí la madre de Midori no me parece una criatura de otra especie —dijo Mizue Hirayama.
—Yo creo que es la excepción, aunque es una persona que parece nadar a contracorriente de la sociedad —le respondió Hanada a Mizue, encogiéndose de hombros. Hanada sigue teniendo la misma constitución corpulenta que cuando éramos niños.
—A mí me cae bien. Quizá por eso Midori esté tan enmadrado —añadió Mizue, con un profundo suspiro.
Era un día soleado. Al mediodía, Mizue y yo solíamos subir a la azotea. No había gente, pero sí muchos cuervos y palomas. Hanada llegaba más tarde.
Mizue Hirayama extendió la bolsa vacía del bollo con sabor a melón y la dobló.
—La verdad es que me apetecía más un bollo de curry, pero he tenido que aguantarme y comer el de melón.
—¿Por qué no has comido el bollo de curry?
—Es que estoy a dieta.
—¿Tanta diferencia de calorías hay?
—Muchísima.
—¿Por qué las chicas os emperráis en hacer dieta?
—Porque nos gusta comprobar que somos capaces de hacerla.
Mizue Hirayama y yo hablábamos apoyados en la valla. Yo hablaba despacio, mientras que ella articulaba las palabras velozmente. Los cuervos volaban por encima de nuestras cabezas.
—Veo que te gustan los cuervos.
—Pero odio las palomas —dijo ella.
Mizue tenía muy claro lo que le gustaba y lo que no. A mí, en cambio, no me gustaba ni me disgustaba prácticamente nada, del mismo modo que casi todo lo que me ocurría entraba en la categoría de lo «normal».
—¿Es verdad que estás muy enmadrado? —me preguntó Hanada.
—A mí no me lo parece —le respondí cautelosamente. No me gustaba la palabra «enmadrado». No por el significado, sino por la sonoridad de la palabra en sí. Cuando Mizue utilizó esa palabra me sorprendí, aunque no reflejé mi asombro.
Aún no sabía cómo reaccionar cuando una chica utilizaba una palabra que no me gustaba. ¿Debía expresarle mi disconformidad con mucho tacto, o quizá debía darle a conocer mi punto de vista y pedirle que dejara de utilizar esa palabra? ¿Sería más adecuado cambiar de tema? Estaba convencido de que, fuera cual fuera mi reacción, no podría evitar que Mizue se enfadara conmigo. Los enfados de Mizue me daban miedo, porque no tenía ni idea de cómo apaciguar su cólera.
—Yo no entiendo a las mujeres. Ni a las jóvenes, ni a las maduras, ni a las viejas —dijo Hanada, y Mizue rio.
Hanada tenía un poder de atracción innato. Su corpulento físico, su profunda voz y sus grandes ojos redondos estaban llenos de atractivo. Si yo hubiera dicho algo parecido, estoy convencido de que Mizue se habría enfadado conmigo. Pero como fue Hanada quien lo dijo, ella se echó a reír a carcajadas.
Unas cuantas palomas revoloteaban a nuestro alrededor, picoteando las migajas de pan.
—Hace buen día —dijo Mizue, dando puntapiés a las palomas despreocupadamente.
—Un día precioso —corroboró Hanada.
Yo guardé silencio.
Cuando sonó el timbre que indicaba el comienzo de la quinta hora de clases, los alumnos del patio empezaron a entrar en los pabellones de las aulas normales. Imitando a Mizue, intenté ahuyentar a las palomas con la punta del zapato, pero ellas eran más rápidas y no conseguí alcanzar ninguna. Mizue y Hanada se echaron a reír. Malhumorado, pateé el suelo con el pie, y los pájaros levantaron el vuelo todos a la vez.
Las piernas de Mizue resplandecían exuberantes bajo la luz del sol. «Quiero hacer el amor con Mizue —pensé intensamente—. Quiero hacerlo, quiero hacerlo, quiero hacerlo con desesperación», pensé. Aquella idea había surgido con la misma fuerza con que el agua brota de una fuente.
Pero no podía hacerlo.
—¿Por qué no vamos a algún sitio esta tarde? —propuso Mizue Hirayama. Mi corazón empezó a latir más deprisa, porque sabía que mi madre y mi abuela no estaban en casa.
—Vale —le respondí, con fingido desinterés.
Mizue rio bajo la luz del sol que inundaba la azotea.
—¿Te apuntas, Hanada? —le pregunté con un susurro.
—Pues no lo sé —repuso Hanada, desperezándose. Estaba medio adormilado en el suelo de la azotea, y el sol bañaba su cuerpo robusto.
—Vamos todos juntos —dijo Mizue.
—Qué rollo —respondió Hanada, y Mizue se acercó a él. «Si se acerca tanto, Hanada le verá las bragas por debajo de la falda», pensé yo. Pero no dije nada.
—Vente con nosotros, Hanada —insistió Mizue.
Todo está bien en la Tierra.
De repente, me vinieron a la memoria unas palabras que mi madre solía decir en ciertos momentos:
El año está en primavera
y el día está en el alba,
del alba son las siete.
La colina está perlada de rocío,
la alondra va en vuelo,
el caracol está en el rosal.
Dios está en su cielo.
Todo está bien en la Tierra.
En aquel momento, sin saber por qué, me acordé de aquella poesía que mi madre recitaba, a veces en un murmullo y otras veces en voz alta. «Hoy tampoco podremos hacer el amor desesperadamente», me lamenté para mí mismo. Seguro que no podríamos hacerlo nunca más. Todo estaba bien en la Tierra, y Mizue Hirayama exhibía su encantadora sonrisa.
•
Voy a hablar de mi abuela.
Mi abuela fue la que me crio. Estuvo trabajando hasta poco antes de que yo naciera para poder mantenerse a sí misma y a mi madre, que dio a luz sin estar casada. A cambio, ahora es mi madre la que trabaja como una esclava para mantenerse a sí misma, a mi abuela y a mí. Mi abuela es una persona capaz de decir cosas como:
—A veces desearía chuparte la sangre, Midori.
—¿La sangre?
—Si lo hiciera, creo que me aliviaría un poco el dolor de riñones y el dolor de espalda.
—¿Qué? —me sorprendía yo.
Mi abuela también se refería a sí misma con un «yo», pero el «yo» de mi madre y el de mi abuela sonaban completamente distintos.
—¿Pero a ti te gusta la sangre fresca, Masako?
—Creo que me causaría adicción si la probara alguna vez.
Cuando era pequeño, llamaba «mamá» a mi abuela. Lo hacía imitando a mi madre, que también la llamaba «mamá». Cuando entré en la escuela primaria, mi abuela me dijo:
—A partir de ahora, quiero que me llames Masako. Ma-sa-ko. Y punto.
«Y punto» era la frase favorita de mi abuela.
—¿No puedo llamarte «mamá»?
—No.
—¿Por qué?
—Porque yo no soy tu madre.
—Entonces, ¿me he quedado sin madre?
—Tu madre es Aiko.
—¿Aiko?
Aquello me dejó perplejo. Yo creía que Aiko era la hija de mamá, es decir, de mi abuela. Además, para mí Aiko siempre había sido simplemente «Aiko».
—Aiko fue quien te parió.
—¡Vaya!
—Te lo he dicho mil veces.
—Pues no lo sabía.
—Porque siempre estás en las nubes.
Quizá tenía razón en lo de estar en las nubes. En aquella época, antes de empezar el colegio, tenía una rutina diaria establecida. En primer lugar, salía al jardín a cazar lombrices. Había muchas, y todas eran enormes. Las cogía y las enterraba de nuevo, aplicando sin saberlo la técnica de «captura y suelta». Cuando me cansaba de cazar lombrices, contaba las cochinillas que había bajo las piedras del jardín. No las tocaba, sólo me limitaba a contarlas. Levantaba todas las piedras, una por una, y las contaba meticulosamente. Durante el recuento, encontraba lagartijas descansando inmóviles a la sombra de las briznas de hierba. Me quedaba observándolas durante más de diez minutos, pero ellas no se movían. En esos momentos, tanto las lagartijas como yo desconectábamos de la realidad como si formáramos parte de un dibujo atrapado entre las páginas de un cuento.
Cuando era pequeño, apenas hablaba. Tampoco tenía a nadie con quien hablar, puesto que las lagartijas y las lombrices eran muy silenciosas. Las únicas palabras que decía eran «hola» y «gracias», y las pronunciaba vocalizando mucho, como si estuviera leyendo un guión en voz alta. Mi abuela me había educado así. Por eso a veces mi madre me llamaba «Chishu» en honor al ya fallecido actor Chishu Ryu, al que ella admiraba.
Aunque tan taciturno como Chishu, con mi abuela mantenía «conversaciones de adultos». Ella siempre me trataba como a un hombre hecho y derecho. Por eso, cuando era pequeño, yo me sentía como un adulto.
—Siempre estoy en las nubes —admití.
—¡Vamos! No te preocupes tanto por eso —me dijo mi abuela, medio atragantada por culpa de la risa.
Para ser sincero, en aquella época me sentía un poco desconcertado. A pesar de mi corta edad, me daba cuenta vagamente de que la familia Edo carecía de una figura paterna. Un padre, un hombre que vistiera con traje y que utilizara el calzador para ponerse los zapatos en el recibidor. Aunque a veces se les cruzaran los cables y se enfurecieran, los padres tenían sus ventajas. Eran útiles para cambiar las bombillas y arreglar los papeles de Hacienda, por ejemplo. Cuando era pequeño, tras mucho pensar, llegué a la conclusión de que la ausencia de un padre no suponía ningún obstáculo considerable en mi vida. Ahora que estudio bachillerato, sigo pensando en el asunto y sigo sacando la misma conclusión.
A cambio de un padre, en mi familia había una madre. Una madre que me decía claramente «Yo no opino lo mismo» o «Me parece bien» en un tono resuelto que no admitía réplica. En realidad, esa madre no era mi madre, sino mi abuela. Por si fuera poco, mi verdadera madre era ni más ni menos que Aiko, una mujer sentimentalmente desequilibrada que sólo me parecía simpática, atributo que no puede considerarse precisamente halagüeño tratándose de la opinión de un hijo hacia su propia madre.
—Entonces, ¿a partir de ahora tendré que llamar «mamá» a Aiko? —pregunté tímidamente.
—Bueno, como quieras —me respondió mi abuela, con la mirada perdida.
Más adelante, mi madre me ha reprochado a menudo mi actitud de aquellos años.
—Eres muy tonto, Midori —suele decirme cuando se acerca la fecha límite y aún no he empezado a escribir la redacción que debo entregar—. ¡Y pensar que deposité todas mis esperanzas en ti cuando naciste!
—Sí, sí —respondo yo.
—No me respondas dos veces lo mismo.
—Sí, sí —repito de nuevo.
—¡Y pensar que me dejo la piel trabajando como una condenada para que tú, tu abuela y yo podamos vivir en esta casa con decencia!
En ese momento, Masako, que está a mi lado, interviene en la conversación antes de que yo vuelva a responder «Sí, sí».
—Te has pasado, Aiko.
«Ya empiezan», pienso yo, agachando la cabeza.
Mi abuela siempre mantiene la calma y la serenidad conmigo. En cambio, no sé por qué, con mi madre es mucho más temperamental. Tan pronto empieza a discutir con ella como le prodiga su amor con muestras de afecto desinteresadas. Ellas creen que es un asunto de compatibilidades, pero a mí me parece que se trata de algo más que eso. No puedo decir que me sienta celoso de esa conexión que hay entre ellas, simplemente me tiene intrigado, como si fuera una chica a la que no pudiera dejar de mirar de soslayo aunque ni siquiera me gustara.
Las discusiones entre mi madre y mi abuela son espectaculares.
En primer lugar, porque ambas levantan el tono de voz.
En segundo lugar, porque su vocabulario se enriquece.
En tercer lugar, porque ambas conocen perfectamente las debilidades de la otra.
En cuarto lugar, porque se toman el asunto a la tremenda y no descuidan ni un solo detalle.
Cuando se cumplen todas esas condiciones, la discusión llega hasta límites insospechados. Parece mentira la cantidad de energía que podemos liberar las personas cuando nos concentramos en una sola cosa y nos olvidamos de todo lo demás. Yo puedo comprobarlo siempre que mi madre y mi abuela discuten.
—¿Has dicho «decencia», Aiko?
—Sí, he dicho «decencia».
—No pretenderías que lo pasara por alto, ¿verdad?
—Tal vez.
Cuando mi abuela se enfada, su forma de hablar se vuelve súbitamente amable. En cuanto a mi madre, tiene su propio estilo de discutir, de modo que es imposible adivinar qué pasará a continuación.
Una vez que empieza la discusión, dura una media hora. Estoy convencido de que, si se pudiera aprovechar la energía que emiten durante la disputa, habría suficiente electricidad para abastecer nuestra casa y las casas vecinas.
La discusión tiene tres etapas: el inicio, el clímax y el final. La tensión va aumentando progresivamente, como si de una especie de ritual se tratara. En primer lugar, buscan un pretexto para empezar a discutir. Luego viene el desarrollo, que consiste en una retahíla de historias inventadas sobre el pasado. A continuación llega el clímax, basado en una sucesión de ataques y defensas y, por último, el desenlace, es decir, la fase de llantos y reconciliaciones. Las etapas de la pelea siempre siguen el mismo orden. Es un auténtico fenómeno. Quizá un día de éstos sus discusiones pasen a ser consideradas una forma de expresión del arte tradicional más arraigado.
Curiosamente, en la última fase, la de los llantos y las reconciliaciones, mi abuela coge un trapo y empieza a limpiar todos los muebles y aparatos de la habitación. Frota la mesa, los tiradores del armario, el teléfono, la pantalla de la televisión, los asientos de las sillas, el reloj y la papelera.
—De todos modos, ya no sirvo para nada —dice.
—Soy yo quien no levanta cabeza.
Mi madre, por su parte, coge unas tijeras y empieza a recortar. Destroza las revistas y periódicos acumulados en un rincón de la habitación y va metiendo los artículos que le interesan en una funda transparente donde guarda los recortes.
—Para una madre, su hija siempre es encantadora —limpia mi abuela.
—Yo suelo decir cosas que en realidad no pienso —recorta mí madre.
—No debería haberte hablado así, Aiko —limpia mi abuela.
—Yo también te pido perdón —recorta mi madre.
Así es como la discusión llega al desenlace y pone punto final a una tarde muy larga para ambas.
—Masako, tú discutes porque te apetece limpiar, ¿verdad? —le pregunté un día a mi abuela.
—Es posible —admitió ella riendo—. Es posible. Puede que empecemos a discutir para limpiar, ordenar y arreglar todas las pequeñas cosas molestas que tiene la vida.
—No me gusta.
—¿En serio?
Mi abuela me observó fijamente, y yo desvié la mirada.
—Si hay que limpiar, se limpia. Y si hay que recoger material, te sientas y recortas periódicos con calma y tranquilidad. ¿Por qué siempre esperáis a discutir para hacer limpieza y recortar revistas?
—Eso lo piensas porque todavía no estás cansado.
—¿Cansado? —me extrañé.
—Has vivido muy poco. Uno se va desgastando y acaba cansándose.
—¿Qué significa «desgastarse»?
—Es lo que les pasa a las correas de los motores o a los tornillos. Lo llaman «fatiga del metal». Con el paso del tiempo, sin que te des cuenta, el motor que te hace funcionar va cada vez más lento. Las acciones más simples, como levantarte, cepillarte los dientes, desayunar y caminar hasta la estación bajo el sol cuestan cada vez más —me explicó mi abuela, como si tuviera que hacer un esfuerzo para pensar cada palabra.
—A mí también me cuesta levantarme por la mañana.
—Pero a ti te cuesta porque tienes sueño y sabes que no has estudiado para el examen.
—Supongo que sí —admití.
—Eso es pereza, y no es lo mismo. A ti te falta motivación, pero aunque seas perezoso estás bien de salud. Lo que yo tengo es otra cosa, un ligero cansancio indefinible que no puedo quitarme de encima.
—Ya —le respondí—. Así que esas discusiones tan espectaculares que mantenéis son la fuerza propulsora que necesitas, ¿no?
—Podríamos decirlo así —rio mi abuela.
—Pues yo también me siento así a veces.
—¿Qué es lo que sientes?
—Un cansancio indefinible.
—Tú eres demasiado joven para entenderlo, Midori —respondió mi abuela, riendo de nuevo.
—Tal vez —reí yo también.
Sin embargo, tuve la sensación de que lo había entendido perfectamente. Un ligero cansancio indefinible pesaba sobre mí, y los restos de ese agotamiento iban dejando huellas en mi camino, como las pequeñas olas que quedan tras el paso de un ciclón.
•
—No vales nada —me reprochaba mi madre—. Hay un proverbio que dice que los niños criados por sus abuelas son todos unos inútiles —me decía cuando era pequeño.
Probablemente, alguien como Hanada habría dudado de que aquello fuera un proverbio, pero yo era un niño muy inocente, y aquellas palabras me aterrorizaban. Si yo no valía nada, habría niños que valían más que yo. Aquello significaba que los niños tenían diferentes precios, y que existía un tribunal que establecía el precio de cada niño, una especie de lugar lleno de galones y banderas de todos los países. También habría fuegos artificiales, y yo odiaba los petardos.
Cuando llevaba un par de semanas dejando volar mi angustiada imaginación, decidí hacerle la gran pregunta a mi abuela.
—Llegas a unas conclusiones un poco extrañas, Midori —opinó.
A la hora de merendar, me dio un flan y me sentí mucho mejor. La buena comida es el flotador de las personas. Me gustaría decir que el buen sexo también es el flotador de las personas, pero la verdad es que todavía no he tenido ninguna experiencia sexual lo bastante satisfactoria para asegurarlo.
A veces, me pregunto si mi abuela también hacía el amor. Por supuesto que lo hacía, por eso nació mi madre. Y sus padres, los padres de sus padres, los padres de éstos y sus antepasados de hasta treinta y tres generaciones anteriores también tuvieron que mantener relaciones sexuales.
«¿Por qué a las personas nos gusta tanto el sexo?», me pregunto de vez en cuando. «Qué infantil eres, Edo», me respondería Hanada si me oyera. «Hum», me respondería Mizue Hirayama. Me refiero al quinto «hum» de su amplio repertorio de «hum», puesto que Mizue Hirayama es capaz de pronunciar esas tres letras en más de quince tonalidades distintas. Es un auténtico misterio que me pone la carne de gallina.
Hacemos el amor. Vagamos por la vida sin rumbo fijo. Y luego ¿qué?, suelo pensar. Entonces, doy un chasquido con la lengua que significa: «¡Qué fastidio!». Quizá sea cierto que soy demasiado infantil. A pesar de todo, no puedo evitar pensarlo. Vagamos por la vida sin rumbo fijo, y luego ¿qué?
Nunca hablo de mis sentimientos con nadie, ni con Mizue Hirayama ni con Hanada. Tampoco lo hago con mi abuela, y mucho menos con mi madre. Si hubiera una persona con quien pudiera compartir mis pensamientos más profundos, ése sería mi padre. Un padre inexistente en el registro familiar. Los integrantes de la familia Edo somos tres: mi abuela Masako, mi madre Aiko y yo. Desde el día en que nací hasta hoy no ha habido ningún cambio en la estructura de la familia.
Por alguna razón, nunca he tenido un padre. Existía la posibilidad de que mi padre hubiera muerto antes de mi nacimiento por motivos desconocidos. También era posible que, antes de que yo naciera, mi padre hubiera emigrado a algún lugar recóndito de Brasil o Canadá y hubiera dejado de dar señales de vida. Por otro lado, cabía la posibilidad de que hubiera embarcado en un transbordador interestelar y hubiera abandonado la Tierra rumbo a la estrella Alfa de la constelación del Cisne. De ser así, aún estaña viajando por el espacio.
Aunque también era posible que…
La lista de posibilidades podría alargarse hasta el infinito, o hasta que mi madre me dijera: «Midori, eres un cínico».
No tengo a nadie a quien pueda llamar «papá», pero tengo a Otori.
Otori es un hombre de la edad de mi madre. Cuando lo conocí, yo tendría unos dos años. Todavía conservo en un estante la figurita en forma de vaca que me regaló cuando nos conocimos. No es muy grande, tiene el tamaño de la palma de mi mano. Es blanca y negra, está hecha de plástico y es un recuerdo de Sendai. Desde entonces, Otori no ha vuelto a regalarme nunca nada.
Al parecer, Otori es mi padre biológico. Mi madre y él fueron novios hace mucho tiempo. Ahora, según mi madre, sólo son conocidos, y según Otori, son desgraciadamente inseparables.
En resumidas cuentas, Otori es mi padre, pero mi madre nunca lo ha inscrito en el libro de familia, y mi madre y Otori nunca han vivido bajo un mismo techo. Yo soy hijo de una madre soltera y no tengo ni he tenido nunca ningún vínculo legal con Otori.
Otori venía a casa a menudo.
—¡Buenas! —saludaba con su voz gutural, mientras abría despacio la puerta de entrada—. Cómo has crecido, chaval —me decía cuando me veía. Aunque hubiera venido tres días antes, siempre me veía más alto que la última vez.
Era mi abuela la que salía a recibir a Otori. Cruzaba el pasillo a paso ligero, se detenía frente a la entrada y le hacía una reverencia. Otori le devolvía el saludo con aire distraído, inclinando ligeramente la cabeza. Mi madre nunca salía a recibirlo, y yo tampoco le daba la bienvenida.
Hasta que empecé a estudiar cuarto de primaria, cada vez que Otori nos visitaba me levantaba de un salto y corría por el pasillo tarareando: «¡Otori ha venido!». Él me cogía en brazos y me sentaba encima de sus hombros.
Dejé de ir corriendo a recibir a Otori el día en que mi abuela me explicó:
—Otori es el hombre que plantó tu semilla.
—¿Mi semilla? —repetí.
Por un momento creí que Otori se dedicaba al cultivo de dondiegos. Se me ocurrió porque las semillas que había plantado el año anterior como deberes de verano habían dado lugar a una decena de dondiegos de color azul vivo.
—Me refiero al esperma, Midori —me aclaró mi abuela.
Fue mi primera clase de educación sexual, y la recibí a los diez años.
¿Cómo se formaban las células reproductivas dentro del cuerpo de las personas? ¿Cómo se unían las células reproductivas de hombres y mujeres? ¿Cómo se creaba un nuevo ser humano como resultado de esa unión? Mi abuela me explicó con todo lujo de detalles las cuestiones que en el colegio sólo nos habían enseñado por encima.
A menudo le reprochaba a mi abuela su tendencia a explicarme ciertas cosas de forma deliberadamente explícita. Ella trataba a todo el mundo como «personas», sin distinguir a los niños de los adultos. Ese era su mayor orgullo. Pero últimamente suelo pensar que también era su mayor defecto. Tratar a un niño como si fuera un adulto puede parecer justo, pero no lo es.
«Hablemos sin tapujos» era una de las frases favoritas de mi abuela, pero los niños no siempre podíamos hablar sin tapujos porque no teníamos libertad. Aunque quisiéramos escapar del lugar donde nos encontrábamos, la mayoría de nosotros no podía hacerlo. Aunque quisiéramos cambiar el entorno que nos rodeaba, no teníamos el poder necesario para actuar, así que nuestra libertad como niños era muy limitada. Habría estado bien que nos hablaran sin tapujos si hubiésemos podido actuar, pero ¿qué íbamos a hacer nosotros con lo impotentes que éramos?
Por eso pienso que hablar sin tapujos no era más que una forma de eludir responsabilidades, aunque no se lo dije a mi abuela porque me daba lástima. Por otro lado, quería decirle que no me tratara como a un niño, sino como a un adulto hecho y derecho. Observé que mi abuela no trataba a mi madre como a una adulta. Me daba cuenta cada vez que mi abuela decía:
—Ha venido Yasuro.
Yasuro es el nombre de pila de Otori. Yasuro Otori, cuarenta y dos años. Autónomo y soltero.
—¿Ya vuelve a estar aquí? —respondía mi madre, desde detrás de la puerta donde se había escondido.
Entonces, la comparaba con mi abuela, que había salido educadamente a recibir a Otori con un amable «Bienvenido, Yasuro», y no podía evitar darme cuenta de que mi abuela trataba a mi madre como a una niña consentida.
Cuando Otori entraba en casa, cruzaba el pasillo que ya conocía y entraba en la habitación que mi madre utilizaba como lugar de trabajo.
La casa donde vivíamos era de la familia de mi abuela. Era una casa vieja que se construyó antes de la guerra. En los dinteles de las puertas se apreciaban los maderos cuadrados que se añadieron para reforzarla en caso de terremoto, las escaleras crujían y la puerta corrediza exterior no se podría abrir ni cerrar de no ser por mi abuela, que conocía la casa y sus trucos como la palma de su mano.
—¿Por qué vivimos en una casa tan vieja? —preguntaba yo cuando era pequeño.
—Porque no tenemos dinero para reformarla —me respondía mi abuela brevemente.
—¿Y por qué no nos mudamos a otra casa?
—Porque tendríamos que pagar un alquiler.
—Pues lo pagamos.
—¿Y quién lo pagaría?
—Aiko.
—Aiko no tiene recursos.
«Tener recursos» es otra de las expresiones favoritas de mi abuela.
—¿Qué significa «tener recursos»? —le pregunté a mi abuela aquel día, cuando era pequeño.
—Es una mezcla de esnobismo y fortaleza mental —me respondió con una sonrisa.
—¿El esnobismo es bueno o malo?
—Las cosas no siempre son blancas o negras, Midori.
No entendí nada. Me quedé sin saber si a mi abuela le gustaba la gente de recursos o más bien lo dijo en tono de burla disimulada.
En cualquier caso, seguíamos viviendo en la vieja casa, que parecía hecha a medida de Otori, puesto que le encantaba y venía a vernos a menudo. Mi madre esquivaba a Otori cada vez que aparecía y, a pesar de todo, Otori siempre encontraba el momento de escabullirse para entrar en el despacho de mi madre.
—Otori no tiene recursos —le dije un día a mi abuela.
Esperaba que ella me confirmara que opinaba lo mismo, por eso su respuesta me sorprendió un poco.
—Yasuro tiene muchos recursos.
—¿Lo dices en serio? —exclamé boquiabierto, mientras ella me observaba con una mirada de complicidad—. ¿Otori tiene esa mezcla de esnobismo y fortaleza mental? —insistí, repitiendo sus propias palabras.
«Una mezcla de esnobismo y fortaleza mental». Cuando era pequeño, repetía aquellas palabras desde el futón como si de un conjuro se tratara. Las pronunciaba cuando mis compañeros se metían conmigo en el colegio, o cuando sacaba la segunda peor nota de toda la clase en un examen, o cuando en Navidades me regalaban un juego de construcciones con cubos de madera en lugar del set de navegación espacial de Lego.
—Eso es. Yasuro es más astuto de lo que parece.
—¿Astuto? —repetí, intrigado.
Desde que mi abuela me había explicado lo de la semilla, cuando hablábamos de Otori no podía evitar que en mi tono de voz apareciera una pizca de curiosidad involuntaria.
—Sobre todo porque entra en esta casa sin pedir permiso y con la cabeza bien alta. La gente normal es incapaz de hacerlo.
—Eso es porque tiene mucho morro.
—Nada más entrar, parece que esté viviendo en esta casa.
—Es que tú y Aiko os portáis muy bien con él.
—Puede que tengas razón.
Mi abuela se había quedado absorta.
Al parecer, Otori provoca ciertos efectos en cierto tipo de mujeres, como mi abuela, mi madre, la vecina y la estanquera de la esquina. Mi madre y mi abuela no sólo lo dejaban entrar en casa, sino que lo invitaban a comer y le ofrecían sukiyaki hecho con carne de primera. Cuando la vecina olfateaba la presencia de Otori en nuestra casa, recogía los huevos más frescos de su gallina y nos los traía en una cesta, cuando casi nunca compartía sus huevos con nosotros. La estanquera siempre le regalaba un mechero de cien yenes, aunque Otori sólo le comprara un paquete de Hi-Lite.
La mayoría de mujeres sienten debilidad por él. Las enternece.
De hecho, creo que Mizue Hirayama también siente debilidad por Otori.
Mizue y Otori sólo coincidieron una vez. Fue un día que nosotros estábamos en la cafetería de delante de la estación. Mizue y yo estábamos solos, naturalmente. Si hubiera estado con Otori, no me referiría a «nosotros». Diría simplemente «Otori y yo».
Ella tomaba un zumo de naranja. Yo tomaba un café y observaba a Mizue, que seguía sorbiendo ruidosamente con la pajita a pesar de que en el vaso sólo quedaban un par de cubitos de hielo. Mientras la miraba, me excité. No sé por qué los adolescentes nos excitamos con tanta facilidad.
—¡Buenas! —dijo la voz gutural de Otori, que apareció de repente. Con toda naturalidad, depositó su vaso de café con hielo encima de la pequeña mesa redonda donde nosotros tomábamos de pie nuestras consumiciones.
—¡Cuánto tiempo sin vernos! —sonrió. Yo desvié la mirada. ¿Cuánto tiempo sin vernos? Otori había estado en casa hacía dos noches y había devorado dos platos de sushi.
—Encantado —le dijo a Mizue.
—El placer es mío, señor —le respondió ella, en un tono resuelto.
Quise explicarle a Mizue que no tenía por qué hablarle de un modo tan formal, pero sólo conseguí balbucir cuatro palabras sin sentido.
Al cabo de un rato, Otori apuró su café con hielo y empezó a sorber con la pajita como había hecho Mizue. Evidentemente, aquella vez no me excité.
Otori y yo mantuvimos una breve conversación trivial, de ésas basadas en los monosílabos. Mizue se limitaba a observarnos alternativamente con la mirada inexpresiva.
Salimos de la cafetería.
—Hasta luego —me despedí, agitando la mano.
En aquel momento debería haber habido un cambio de escena, pero no fue así. En cuanto salimos, Otori se acercó a Mizue y le susurró algo al oído.
—¿Qué? —dijo ella, y enrojeció levemente.
—¿Qué? —dije yo también.
¿Qué le dijo Otori que la hiciera sonrojarse durante un instante?
—Pero… oye, ¿qué se supone que…? —balbució Mizue.
En ese momento, estuve a punto de preguntarle: «¿Qué te ha dicho?». Afortunadamente, Mizue no podía leerme el pensamiento. Cuando Otori terminó de hablar con ella, se apartó de nosotros rápidamente. Como estaba más bien delgado, los vaqueros y la camiseta de manga larga que llevaba le quedaban como un guante. Mizue Hirayama lo siguió con la mirada mientras se alejaba con su forma de andar despreocupada, que no inspiraba confianza pero que conseguía cautivar a los demás.
—¿Qué te ha dicho? —le pregunté.
—Nada —replicó Mizue, con la misma expresión tierna y ligeramente dulce de cuando tenía un caramelo en la boca.
—¿Cómo que nada?
—Nada importante, da igual.
—No da igual.
—¿Por qué no?
—Porque Otori es un tipo imprevisible, nunca se sabe qué va a decir.
—Por cierto, ¿quién es?
Me quedé sin palabras. Era sumamente complicado explicar a los demás quién era Otori.
—Pues nadie. Otori es Otori, y ya está.
—¿Cómo?
Mizue arrugó la nariz. Era una arruga superficial y muy oportuna. Volví a notar una ligera excitación momentánea y deseé que la tierra se me tragara.
Dimos un paseo por el distrito comercial que se extendía en torno a la estación. Mizue Hirayama se detuvo frente al escaparate de una floristería para contemplar un ramo de lirios. Luego, se paró en un colmado y olfateó el bonito seco, y cuando pasamos frente a una carnicería se quedó mirando fijamente unas croquetas.
—Deme tres, por favor —pidió, dirigiéndose al fondo del establecimiento.
Mizue me alargó la bolsa de papel de la carnicería con las tres croquetas.
—¡Vamos a comer! —dijo alegremente.
—Creía que estabas a dieta —recordé, y ella se echó a reír.
—Una cosa no tiene nada que ver con la otra.
Las croquetas estaban deliciosas. Comimos una cada uno y nos partimos la última. Los labios de Mizue estaban aceitosos y brillaban. Se los limpié rozándolos con el dedo índice y eché un vistazo alrededor disimuladamente. Ella rio.
—¡Eres demasiado escrupuloso, Midori! —Las palabras se me quedaron atascadas en la garganta—. ¿Quieres saber qué me ha dicho antes Otori? —me preguntó Mizue, sacudiendo el brazo.
—No hace falta que me lo digas —repuse, malhumorado.
—Verás…
—¿Qué?
—Otori es un tipo curioso.
—Ya.
—Me ha dicho que tú estabas ardiendo de deseo por mí.
—¿Qué?
—Es lo que me ha dicho. Y la verdad es que me ha gustado —añadió, riendo de nuevo.
La música de las cinco de la tarde empezó a sonar por los altavoces del distrito comercial. El sol se escondía a lo lejos, tras las montañas.
—¿Ardiendo de deseo? —susurré. Era una expresión muy propia de Otori. Mizue sonreía alborozada, y yo suspiré. La amarga sensación que me invadía cada vez que pensaba en Otori me inundó el pecho y subió hasta mi garganta.
—Ojalá no tuviera que esconderlo —musité. A continuación, arrugué la bolsa de las croquetas y la tiré a una papelera de la calle, tan cívico como de costumbre. Mizue no me había oído. El crepúsculo empezaba a envolvernos.