177. Despistando a los sabuesos

La superconductividad fue descubierta en Holanda en 1911 por Heike Kamerlingh Onnes —le gentleman du zéro absolu, como se le conocía—. Kamerlingh Onnes había dedicado su vida a la obtención de bajas temperaturas y había conseguido licuar el helio, del cual descubrió que tenía un punto de ebullición a 4,2 grados por encima del cero absoluto. El cero absoluto, la temperatura a la que cesa (aproximadamente) el movimiento molecular es –273 grados Celsius, designado como 0 K (grados Kelvin) en la escala absoluta. Kamerlingh Onnes y sus estudiantes en Leiden procedieron a medir propiedades eléctricas de sólidos a temperaturas cercanas a la del helio líquido. Esperaban que la resistencia de los metales caería hasta un nivel muy bajo, pero los resultados fueron sorprendentes: en algún lugar próximo al punto de ebullición del helio líquido, la resistencia caía abruptamente por debajo del nivel detectable. La resistencia eléctrica de los metales se hacía prácticamente cero, de modo que una corriente en un circuito a esta temperatura seguiría circulando para siempre. El fenómeno puso en jaque a los físicos durante la mayor parte del siglo XX y se necesitaron muchas décadas de esfuerzos antes de que finalmente surgiera una teoría del proceso [69]. También empezó entonces la búsqueda de un material que pudiera hacerse superconductor a temperaturas más altas, pues las posibilidades tecnológicas que esto proporcionaría parecían ilimitadas.

La teoría de la superconductividad hizo posible una base más racional para semejante búsqueda y, en 1985, dos científicos en Suiza prepararon una mezcla compleja de material metal-óxido cerámico que se hacía superconductor a una temperatura crítica de 35 K. La publicación de este trabajo (que condujo a un premio Nobel en 1987) desencadenó una frenética carrera en laboratorios universitarios e industriales en todo el mundo en busca de materiales con una temperatura crítica aún más alta. La perspectiva de las recompensas en términos de fama, patentes y riquezas que traería el éxito era embriagante. Uno de los más decididos buscadores era Paul Chu, catedrático de Física en la Universidad de Houston. En 1987, él y sus estudiantes habían preparado y examinado un enorme abanico de mezclas complejas y un día, a principios de ese año, sus esfuerzos dieron fruto en forma de un material que se hacía superconductor a 90 K. Esta era una mejora espectacular sobre lo que se había conseguido antes.

Pero el éxito planteaba a Chu un dilema: cómo publicar (y patentar) su resultado sin revelar a sus competidores el secreto de la composición. La revista elegida para una publicación rápida en física es Physical Review Letters. Como todas las revistas respetables, sigue el sistema de «revisión por los pares»; es decir, los artículos enviados para publicación deben ser examinados críticamente por el editor y en general dos recensores, quienes son necesariamente expertos en el tema y, por lo tanto, en una área tan hiperactiva como lo era entonces la superconductividad, probables competidores. Es una grave falta de honradez por parte de los recensores hacer cualquier uso de la información que hay en un manuscrito, pero aquí pueden converger la debilidad de la naturaleza humana y la paranoia. Y Chu, en cualquier caso, no quería correr riesgos. Llamó al editor de la revista y le pidió que le dejara enviar su informe sin identificar realmente su material superconductor. El editor, como era previsible, puso reparos pero el artículo se remitió con lo que se suponía que eran los detalles completos y fue oportunamente aceptado para publicación. Mientras tanto, Chu dio una conferencia de prensa anunciando su descubrimiento pero sin divulgar la composición del material y la Universidad de Houston preparó una solicitud de patente.

El anuncio causó conmoción en el mundo de la física y en los laboratorios de todo el mundo, los investigadores trataron de averiguar cuál podría ser el material. Una fotografía en la revista Time mostraba a Chu sosteniendo un trozo de sustancia verdosa. El verde podría implicar un compuesto de níquel, pero esto resultó ser una pista falsa. Luego empezaron a circular rumores de que el ingrediente mágico era el yterbio, un miembro de un grupo de elementos estrechamente relacionados, las tierras raras, también conocidos como lantánidos; pero este no se mostró más efectivo que el níquel. El manuscrito enviado por Chu daba la composición del superconductor cerámico, expresándola solamente mediante los símbolos químicos de los elementos, Yb, Ba, Cu —y no sus nombres, yterbio, bario y cobre—. Repetir el resultado de Chu y sus colaboradores debería haber sido sencillo, pero en los laboratorios en los que se intentó sólo hubo fracasos. Y además, al poco tiempo emergió una vergonzosa historia.

El yterbio toma su nombre de «el pueblo de los cuatro elementos», Ytterby, en Suecia, donde a finales del siglo XVIII se descubrió un nuevo mineral. Se le llamó yttria y contenía, como se estableció más tarde, cuatro nuevos elementos, todos muy similares y pertenecientes a la familia de las tierras raras. Se les dieron los nombres de yterbio, terbio, erbio e ytrio. El símbolo para el ytrio es Y, y el símbolo para el yterbio, lógicamente, Yb. El superconductor de Chu contenía ytrio, no yterbio como implicaba su artículo. Cuando sus indignados colegas físicos le acusaron de engaño deliberado, él negó tal intención. No, sucedía simplemente que su secretaria había tecleado Yb en lugar de Y cada vez que aparecía en el manuscrito; es decir, un puro accidente. Además, como era claramente propensa a lapsus de concentración y Chu era un lector de pruebas descuidado, ella también había cometido un error en las proporciones de los componentes del complejo. El día antes de que la revista fuese a la imprenta, Chu llamó a la oficina editorial para corregir los tipos. Algunos físicos, cuando se les preguntó, reconocían que si hubieran estado en el lugar de Chu habrían recurrido al engaño para proteger su prioridad, pero otros fueron menos indulgentes. Lo que es peor, sin embargo, fue la fuga de información de la receta incorrecta de Chu; de hecho, antes de que se publicase el artículo también había empezado a circular un rumor sobre la sustitución ytrio-yterbio.

Nunca se descubrió si la confidencialidad había sido quebrada por un recensor o lo fue en la oficina editorial de Physical Review Letters, pero la historia lleva una moraleja: las conciencias se hacen elásticas cuando hay mucho en juego. Algunos de los protagonistas en la carrera hacia la superconductividad de alta temperatura (aunque todavía 183 grados Celsius por debajo del punto de congelación del agua) tuvieron que lamentarse: el yterbio formaba después de todo, como se vio más tarde, un superconductor a alta temperatura si los complejos se preparan de la manera correcta; y otro equipo de investigación encontró que habían preparado el mismo material que Chu pero decidieron no ponerlo a prueba porque un examen de su estructura mostraba heterogeneidad, algo que antes siempre se había tomado como marca de una preparación sin ningún valor.

Véase un artículo con el título «Yb or not Yb? That is the question?», de Gina Kolata, Science, 236, 663 (1987), y el libro de Bruce Schechter, The Path of No Resistence: The Story of the Revolution in Superconductivity (Simon and Schuster, Nueva York, 1989).