174. La nube púrpura

Con la destrucción de la armada francesa durante la expedición de Napoleón a Egipto, cobró efecto el bloqueo naval británico del Mediterráneo. Una primera consecuencia es que los suministros de nitrato potásico, el salitre, principal ingrediente de la pólvora y que se había importado básicamente través de los puertos del sur de Francia, empezaron a agotarse. El material se obtenía de los contenidos de los pozos negros de África del Norte por fermentación bacteriana. (Para las demandas masivas de la primera guerra mundial, Alemania importó inicialmente el salitre de las minas de Chile y el suministro fue interrumpido de nuevo por un bloqueo naval; esta vez fue Fritz Haber [96], el famoso químico, quien resolvió el problema ideando un proceso de «fijación de nitrógeno» químico en lugar de biológico). Los franceses querían fermentar sus propios pozos negros, así como los productos de las granjas, mataderos y playas, y se emplearon químicos para mejorar las recogidas de salitre de dichas fuentes. Uno de ellos era Bernard Courtois (1777-1838), pero él siguió un camino diferente y en su lugar se propuso recoger compuestos de potasio de las algas marinas.

Courtois extrajo las cenizas de algas marinas quemadas con agua hirviendo, evaporó la solución resultante y experimentó con los productos. Un día de 1811, mientras añadía ácido sulfúrico al residuo, observó un fenómeno extraordinario: nubes de humo púrpura surgieron de la mezcla caliente y se condensaron en relucientes cristales negros. Courtois había descubierto el yodo. La exploración completa de las propiedades quedó para otros, pero Courtois descubrió la reacción del yodo con amoníaco, que daba el altamente explosivo triyoduro de nitrógeno.

El descubrimiento de Courtois se mostró también de interés médico fundamental, pues desde tiempos antiguos, que se remontan a los chinos hace dos milenios, se había dicho que las algas o esponjas quemadas tenían la capacidad de aliviar los síntomas del bocio. En 1820, un médico suizo, Jean-François Coindet, ensayó soluciones de yodo en pacientes con bocio con cierto éxito (pero había desagradables efectos secundarios). Una forma efectiva de administrar yodo (en forma de una mezcla de cloruro y yoduro sódico) fue desarrollada más tarde por un médico en Cleveland, Ohio. Para entonces ya se había descubierto la presencia de compuestos de yodo en la glándula tiroides cuando, supuestamente, un experimentador derramó algo de ácido concentrado en una glándula tiroides extirpada y vio ascender el vapor púrpura.

Véase John Ensley, Nature’s Building Blocks: An A-Z Guide to the Elements (Oxford University Press, Oxford, 2001).