Muchos de los más grandes científicos del mundo han sido profesores excepcionalmente malos. La opacidad de las actuaciones públicas de Niels Bohr era legendaria [31]. Su amigo Ernest Rutherford era un orador desbordante [16], pero rompía en incoherencias cuando se veía forzado a manipular ecuaciones algebraicas. En una ocasión se volvió enojado contra su audiencia: «¡Todos están ahí sentados como tarugos y ninguno va a decirme dónde me he equivocado!». Para otros, más inclinados hacia la teoría, las derivaciones matemáticas eran demasiado fáciles y los estudiantes se quedaban perplejos mientras el profesor se saltaba los pasos intermedios de una demostración. Se cuenta que el matemático G. H. Hardy [10] empezó su perorata en una clase con la declaración: «Es ahora obvio que…». Acto seguido se detuvo y se volvió a contemplar en silencio las ecuaciones que había escrito en la pizarra. Tras una pausa interminable, dejó ver una sonrisa y aseguró a sus oyentes que realmente era obvio.
Norbert Wiener fue un visionario, famoso por su trabajo pionero en cibernética, un neologismo que él acuñó. Era profesor en el Instituto de Tecnología de Massachusetts, y su lucidez matemática y analítica, su vanidad y su distracción dieron lugar a muchas leyendas. En una ocasión desarrolló la demostración de una proposición matemática ante una clase en la pizarra, saltando de un paso lógico a otro sin ofrecer ninguna explicación del razonamiento. Cuando un miembro de su audiencia le preguntó si podría repetir el ejercicio más lentamente, él asintió amablemente, luego se quedó de pie, en silencio e inmóvil ante la pizarra durante unos minutos y, sonriendo con satisfacción, añadió un punto triunfante a la última línea.
Sir Joseph (J. J.) Thomson [73] recordaba en sus memorias las clases de su profesor en Manchester, Osborne Reynolds (1842-1912), un famoso físico e ingeniero que dio su nombre al número que describe la naturaleza del flujo de un fluido.
En ocasiones, olvidaba que tenía que dar clase en los cursos superiores y, después de esperar durante diez minutos más o menos, enviábamos al bedel a decirle que la clase estaba esperando. Él entraba apresurado en la habitación poniendose la toga mientras cruzaba la puerta, tomaba un volumen de Rankine [un libro de texto estándar en la época] de la mesa, lo abría aparentemente al azar, veía alguna fórmula y decía que estaba equivocada. Entonces iba a la pizarra para demostrarlo. Escribía en la pizarra de espaldas a nosotros, hablando para sí mismo y, de vez en cuando, lo borraba todo y decía que estaba mal. Luego empezaba otra vez una línea nueva y así sucesivamente. En general, hacia el final de la lección, terminaba una que no borraba y decía que esto demostraba que Rankine tenía razón después de todo. Esto, aunque no aumentaba nuestro conocimiento de los hechos, era interesante, pues mostraba el trabajo de una mente muy aguda luchando con un problema nuevo.
Sir Arthur Schuster [159], otro alumno de Manchester, recordaba las clases de Reynolds en un curso elemental:
En sus lecciones, Osborne Reynolds se perdía a menudo y entraba en dificultades. Se cuentan algunos incidentes humorísticos relativos a su forma de salir de ellas. Una vez estaba explicando a su clase la regla de cálculo: sosteniendo una en su mano, exponía con detalle los pasos necesarios para realizar una multiplicación. «Tomemos como ejemplo sencillo tres por cuatro», dijo, y después de la explicación apropiada continuó: «Ahora llegamos al resultado; tres por cuatro es 11,8». La clase sonrío. «Esto es bastante aproximado para nuestros fines», dijo Reynolds.
Véase John von Neumann and Norbert Wiener: From Mathematics to the Technology of Life and Death, de Steve J. Heims (MIT Press, Nueva York, 1980) [Hay traducción española: J. Von Neumann y N. Wiener (2 vols.), Salvat, Barcelona, 1989]; Recollections and reflections, de J. J. Thomson (G. Bell, Londres, 1936); sir Arthur Schuster, Nature, 115, 232 (1925).