El origen del magnetismo terrestre fue una fuente de intensos debates desde el siglo XVI en adelante. Durante la segunda guerra mundial, dos distinguidos físicos británicos, Edward Bullard y Patrick Blackett, estaban comprometidos en un proyecto para combatir el peligro que suponían las minas magnéticas para los barcos aliados. Mientras trabajaban en ello, empezaron a discutir sobre el magnetismo terrestre. Al final de la guerra, ambos regresaron a Cambridge y siguieron considerando el problema.
Blackett era muy admirado como teórico y como experimentador ingenioso y, más tarde, en 1948, ganó un premio Nobel. Tenía una formación inusual: nacido en una familia de navegantes, ingresó en la Royal Navy como cadete a la edad de trece años y sirvió en muchos de los compromisos de la primera guerra mundial. Cuando volvió la paz, fue elegido miembro de un pequeño grupo de jóvenes oficiales de carrera enviados a Cambridge para un curso de seis meses. Para entonces, Blackett ya había demostrado una excepcional facilidad técnica y había ideado una ayuda para la artillería utilizada en la Royal Navy. En Cambridge fue a visitar el Laboratorio Cavendish por la curiosidad de ver cómo era un laboratorio de física. Seducido al instante, dimitió de su comisión y se matriculó en la Universidad como licenciado maduro. Allí desarrolló su ideología política; su simpatía por la Unión Soviética iba a mantenerle fuera del programa de bomba nuclear británico tras la segunda guerra mundial, aunque había participado en el Proyecto Manhattan en Estados Unidos. Al final de su vida se sentaba en los escaños laboristas en la Cámara de los Lores como lord Blackett de Chelsea; murió en 1974.
La idea de Blackett, nacida de sus conversaciones con Bullard, era que el magnetismo de la Tierra era el resultado de la rotación y que, de hecho, cualquier cuerpo masivo rotante generaría un campo magnético. Un aspecto atractivo de esta hipótesis era su posible relación con la idea de Einstein de un nexo entre gravedad y electromagnetismo. Blackett se propuso detectar tal efecto generado por un cuerpo no magnético en rotación. Esto requería la medida de intensidades de campo magnético muy por debajo de las que podían detectarse con las técnicas existentes. En consecuencia, Blackett ideó y construyó un magnetómetro de sensibilidad inigualable. El ambiente de un laboratorio universitario era inapropiado debido a la presencia de fuentes de magnetismo de fondo, así que Blackett instaló un cobertizo construido en madera, sujeto con clavos de cobre, en un campo de Jodrell Bank, en Cheshire, donde su amigo, Bernard Lowell, había situado su radiotelescopio. En la cabaña erigió un bloque de cemento, que descansaba sobre un cojín de goma blanda, con una cavidad en el centro, donde colgó su cuerpo rotante. Gracias a sus relaciones durante la guerra, pues su país había reconocido sus servicios, se las arregló para que el Banco de Inglaterra le prestase el oro suficiente para fundirlo en un cilindro de 10 centímetros de diámetro que pesaba más de 15 kilogramos.
Blackett hizo sus medidas pero el cilindro rotante no generaba ningún campo magnético perceptible. La teoría, había que admitirlo, era errónea. Pero el logro técnico fue prodigioso y proporcionó un medio para medir el contenido magnético de los minerales. Esto, a su vez, inauguró un nuevo capítulo en la geofísica, pues las medidas de la intensidad y dirección del magnetismo residual en rocas condujeron a nuevas ideas sobre los movimientos de la corteza de la tierra a lo largo de los tiempos. La plasticidad de la corteza fue propuesta en el siglo XIX por George Darwin, hijo de Charles, quien por ello entró en conflicto con el gran pope de la física victoriana, William Thomson, lord Kelvin [10]. El padre de Darwin le incitó: «Hurra por las entrañas de la tierra», escribió a George, «y su viscosidad y por la luna y por los cuerpos celestes y por mi hijo George». Hubiera estado encantado por todo lo que surgió del experimento de Blackett en la cabaña en Jodrell Bank.
Véase P. M. S. Blackett: A Biographical Memoir, de sir Bernard Lowell (Royal Society, Londres, 1976); también, The Dark Side of the Earth, de Robert Muir Wood (Allen and Unwin, Londres, 1985).