En enero de 1891, sir William Preece, ingeniero jefe del Servicio Postal Británico, en una entrevista en un periódico opinaba: «Probablemente, con la telegrafía sin hilos hemos hecho el máximo que puede hacerse». Diez años más tarde, en Terranova, sobre un promontorio azotado por el viento, Guglielmo Marconi se acercó al oído el auricular de un teléfono y oyó el ruido crepitante de una señal lanzada al vacío en Poldhu, Cornwall, a 2900 kilómetros de distancia. Preece había asegurado —y muchos expertos coincidían con él— que «puentear el Atlántico» era una quimera, pues «la curvatura de la Tierra enviaría las ondas al espacio». Hay que decir que Preece parece haber ostentado un récord en lo que se refiere a predicciones. Cuando Alexander Graham Bell mostró su primer teléfono, Preece dio testimonio ante un comité de la Cámara de los Comunes. Su valoración fue: «Los norteamericanos necesitan este invento, pero nosotros no. Tenemos muchos chicos mensajeros». (Los norteamericanos, por el contrario, eran en general cautamente optimistas. «Un día», dijo el alcalde de Chicago después de presenciar una demostración del instrumento, «habrá uno en cada ciudad». Por otra parte, un senador a quien dijeron que Maine pronto podría hablar con Texas respondió: «¿Qué tendría que decirle Maine a Texas?»).
El joven Marconi (tenía veintisiete años y era totalmente autodidacta) cuya Compañía Telegráfica Angloamericana era apenas solvente, se había instalado en un viejo hospital que daba al puerto de St. John. Su objetivo era detectar la señal transatlántica, pero para mantener el secreto había dejado entender que simplemente quería comunicarse con un barco, el SS. Lucinda: estaba poniendo a prueba un sistema para prevenir naufragios. Esto habría causado poca sorpresa, pues las señales ya se transmitían normalmente a distancias de cientos de kilómetros. El martes 12 de diciembre estaba soplando un fuerte temporal pero Marconi decidió seguir e izó su antena atada a una cometa a la altura de 130 metros. Había decidido utilizar un receptor telefónico como detector, basado en que el oído discriminaría mejor que cualquier aparato una señal de clics débiles sobre un ruido de fondo intenso. Marconi recordaba más tarde:
De repente, aproximadamente a las doce y media, sonaron tres pequeños y secos clics del «transmisor», demostrándome que algo estaba pasando, y escuché con atención.
Inequívocamente, los tres secos clics correspondientes a tres puntos (la letra S en código Morse) sonaron varias veces en mi oído; pero no me quedaba satisfecho sin corroboración.
Marconi pasó el auricular a su ayudante, George Kemp, quien confirmó lo que había oído.
Supe entonces que había estado absolutamente correcto en mis cálculos. Las ondas eléctricas que se estaban enviando desde Poldhu habían atravesado el Atlántico, ignorando serenamente la curvatura de la Tierra (refractadas de hecho por una capa atmosférica densa) que tantos escépticos habían considerado que sería un obstáculo fatal.
Cuando se anunció el resultado en la prensa local, las autoridades indignadas expulsaron inmediatamente a Marconi y su pequeño equipo pues afirmaban que la Compañía Telegráfica Angloamericana no tenía derecho a transmitir o recibir señales en su territorio. Además, el entusiasmo creado por el triunfo de Marconi fue menos que unánime. ¿Cómo podía estar seguro de que había oído clics y no perturbaciones atmosféricas? Preece y sir Oliver Lodge (el físico que había descubierto las ondas de radio independientemente de Hertz [94]) estaban entre los escépticos; y el grosero Thomas Alva Edison calificó el informe de «un fraude periodístico». Marconi prevaleció y con el tiempo fue nombrado marchese y se unió al Partido Fascista.
Véase Marconi and the Discovery of Wireless, de Leslie Ready (Faber, Londres, 1963), y Marconi: A Biography, de W. P. Jolly (Constable, Londres, 1962).