Casimir Funk (1884-1967), el bioquímico polaco, es ahora recordado (si lo es) por darnos la palabra vitamina, pero se merece algo mejor de la historia. Funk empezó su carrera en Varsovia y luego emigró a Francia donde trabajó en una empresa farmacéutica. Más tarde fundó su propio laboratorio con apoyo de la industria en el extrarradio de París, la Casa Biochemica, y allí, de 1928 a 1939, orientó su atención hacia las hormonas. Aisló un preparado de hormona masculina de las gónadas de gallos, y al poco tiempo informó que había encontrado trazas de hormonas sexuales en la sangre de los animales. También buscó y encontró hormonas en la sangre y la orina de mujeres embarazadas y fue capaz de distinguir químicamente entre hormonas masculinas y femeninas. Cuando expuso estos descubrimientos en conferencias en Estados Unidos se enfrentó a un considerable escepticismo.
Siendo un hombre de recursos, Funk provocó un incidente diplomático menor durante la invasión de Abisinia (Etiopía) por parte de Italia en 1936. Leyó en un periódico que los combatientes irregulares etíopes tenían la costumbre de castrar a sus prisioneros italianos: aquí, entonces, estaba la fuente ideal del material que necesitaba, e intentó negociar con el régimen etíope un envío de testículos seccionados. Ello llegó a oídos del gobierno italiano y el plan de Funk fue interpretado como un insulto a la bandera. Además, los miembros de las tribus etíopes tenían evidentemente otros usos para el material, pues parece que Funk nunca recibió ninguno de los preciosos despojos.
Cuando se acercaba la segunda guerra mundial, Funk se marchó a Estados Unidos y allí continuó su trabajo sobre las hormonas sexuales —preparando cantidades de miligramos a partir de cientos de litros de orina— y otros compuestos biológicos hasta su muerte.
La vida y carrera de Casimir (Kazimierz) Funk se describen en Casimir Funk und der Vitaminbegriff, de Bernhard Schulz (tesis, Universidad de Düsseldorf, 1997), pero se omiten sus escaramuzas con el gobierno italiano.