Albert Einstein (1879-1955) fue uno de los primeros científicos judíos en dejar Alemania. Había sido blanco de insultos desmedidos por parte de los campeones de lo que se conocía como la Deustche Physik, en especial dos premios Nobel, ambos simpatizantes de Hitler, que mantenían que la pureza de la ciencia alemana había sido contaminada por influencias extranjeras; es decir, judías. Ellos aborrecían especialmente los nuevos desarrollos contraintuitivos en física teórica, relatividad y mecánica cuántica. Los arios que aceptaban estos conceptos eran denunciados como «judíos blancos». (El primero entre estos era Werner Heisenberg [180], quien propuso, entre otros nuevos conceptos revolucionarios, el Principio de Incertidumbre, anatema para los tradicionalistas). Un amigo judío de Einstein, el ministro de Asuntos Exteriores, Walter Rathenau, fue asesinado por matones fascistas y el propio Einstein había sido amenazado con sufrir el mismo destino. Ahora pensaba que ya había soportado bastante y dejó su país para no regresar nunca más.
En el curso de sus peregrinaciones, antes de establecerse finalmente en Princeton, Einstein pasó un breve período en Oxford. Eran tiempos turbulentos e inquietos, pero Einstein siempre podía encontrar tranquilidad en sus pensamientos. En una ocasión, en Estados Unidos, un joven físico pidió una audiencia y Einstein, como siempre hacía, accedió. Concertaron encontrarse en una esquina concreta de Nueva York, pero el joven estuvo retenido por el tráfico y llegó una hora tarde. Estaba avergonzado y ofreció excusas. Einstein sonrió; no importaba, dijo, él podía trabajar en plena calle, con un tráfico intenso, igual que en cualquier otro lugar. A continuación se describe un encuentro con Gilbert Murray, el erudito clásico, en el Christ Church College de Oxford que era donde Einstein se alojaba:
Al entrar un día en Tom Quad, Murray vio a Einstein sentado con una expresión de ausencia en su rostro. Tras esa mirada ausente había evidentemente algún pensamiento feliz pues en ese momento el semblante del exiliado era sereno y sonriente. «Doctor Einstein, dígame en qué está pensando», dijo Murray. «Estoy pensando», respondió Einstein, «en que, después de todo, esta es una estrella muy pequeña».
El colega de Murray, Arnold Toynbee, que dejó esta historia a la posteridad en sus memorias, interpreta que lo que Einstein quería decir era esto:
Todos los huevos del universo no estaban en esta cesta que estaba ahora infestada de nazis; y, para un cosmógono [¡sic!], la idea era convincentemente consoladora.
Evidentemente, Einstein también encontró solaz en lo que su Teoría de la Relatividad General le decía sobre la naturaleza de la eternidad. «Para un físico convencido», escribió hacia el final de su vida, «la distinción entre pasado, presente y futuro es tan sólo una ilusión».
Einstein era amable y modesto y tenía un agudo sentido del humor. Su afición en sus últimos años a las frases ambiguas, que podían generar desconcierto entre sus admiradores, está bien captada en el siguiente recuerdo del periodista científico J. G. Crowther. El año era 1948.
[Oswald] Veblen [el matemático y director del Instituto de Estudio Avanzado en Princeton] [64] me llevó por el campus de Princeton a Fine Hall. Por el camino comentó de repente: «Ahí está Einstein, debe usted conocerle». Corrimos hacia a él, y Veblen me presentó como «el corresponsal científico del Manchester Guardian». Einstein se inclinó y dijo: «El Manchester Guardian es el mejor periódico del mundo». Eso es todo lo que dijo, y luego echó a andar. Una vez que yo había regresado a Londres, me llamó uno de los incondicionales del Manchester Guardian desde su oficina de Londres inquiriéndome sobre si había oído rumores sobre Einstein. «¿Qué rumores?», pregunté. «Bien, corre el rumor en Fleet Street de que se ha vuelto loco». «Si es así», dije, «es una desgracia para el Manchester Guardian». «¿Qué quiere decir?», preguntó mi interlocutor. «Le conocí hace poco y me dijo: “el Manchester Guardian es el mejor periódico del mundo”». «Oh», dijo solemnemente el hombre del Manchester Guardian, «es evidente que nuestra información es incorrecta».
Los dos primeros extractos son de Acquaintances, de Arnold Toynbee (Oxford University Press, Oxford, 1967); el recuerdo de J. G. Crowther está en su libro Fifty Years with Science (Barrie and Jenkins, Londres, 1970).