El planeta Urano, descubierto por William Herschel en 1781 [156], empezó en el siglo XIX a causar preocupación a los astrónomos. Alexis Bouvard [145] descubrió que su curso observado se estaba desviando de las predicciones basadas en las leyes de Newton, las cuales tenían en cuenta las influencias gravitatorias del Sol y de los otros planetas. ¿Podrían estar equivocadas las leyes de Newton? ¿O había quizá otro planeta no identificado que afectaba a su movimiento? En 1843, actuando bajo esta hipótesis, el joven John Couch Adams, recién graduado en Cambridge, empezó a calcular cuál sería la órbita de semejante planeta. El problema se había considerado intratable, pero al cabo de unos tres años de trabajo, Adams dio con una respuesta aproximada. Cuando llevó los resultados al reverendo profesor John Challis, director del observatorio de Cambridge y guardián de su telescopio, fue despachado con el consejo de que debería enviar una solicitud al astrónomo real, sir George Airy. Sir George tampoco fue de mucha ayuda: dijo a Adams que se necesitarían cálculos más detallados antes de que estuviese preparado para iniciar la búsqueda de un planeta. Estos cálculos representaron otro año de trabajo para el exasperado Adams.
Mientras tanto, en la École Polytechnique de París, Urban Jean Joseph Le Verrier (1811-1877) se había propuesto el mismo proyecto y en junio de 1846 publicó sus predicciones de la posición y tamaño probable del misterioso planeta. También Le Verrier tuvo dificultades para animar a los observadores de estrellas de Francia, y por eso se dirigió personalmente al director del Observatorio de Berlín. La carta de Le Verrier llegó a Berlín el 23 de septiembre y, esa misma noche, un ayudante, Johann Gottfried Galle, empezó la búsqueda. Por una feliz circunstancia, el observatorio había encargado y acababa de recibir una carta celeste nueva y mucho mejor. Con su ayuda, Galle necesitó sólo unas horas para localizar el escurridizo cuerpo. Con excitación escribió a Le Verrier: «El planeta cuya posición indicaba usted, existe realmente. El mismo día que recibí su carta descubrí una estrella de octava magnitud que no estaba en la excelente Carta Horta XXI».
Cuando apareció la publicación de Le Verrier, Airy debió sentir cierto remordimiento y rápidamente pidió a Challis en Cambridge que iniciase una búsqueda. Pero el mapa de estrellas de Challis no era comparable a la Carta Horta XXI, y sólo después de que Galle anunciara su éxito comprendió que él también había visto ya el nuevo planeta. Adams, un hombre modesto y reservado, no le guardó rencor, y cuando él y Le Verrier se encontraron algún tiempo después en Cambridge, se hicieron amigos.
El descubrimiento de Neptuno, como fue designado por la Oficina de Longitudes Francesa (pese a la insistencia de Airy en llamarle Océano, basada en argumentos relacionados con la mitología griega, y la preferencia de Galle por Jano) causó sensación. En primer lugar era una reivindicación triunfal del poder de las leyes de Newton y la corrección del modelo de Kepler del sistema planetario. Pero más específicamente, la espectacular reivindicación de la predicción teórica caló en la mente del público y sobre todo en la de los políticos, quienes se concienciaron por primera vez del valor de la investigación científica. Se ha dicho que este suceso marcó el comienzo del interés gubernamental por la ciencia.
Sir John Herschel [156], hijo de William, escribió una exposición divulgativa del descubrimiento en el periódico The Athenaeum, mencionando de forma halagadora el trabajo de Adams, lo cual generó una deplorable efusión de pasión chauvinista en la prensa. Los cálculos de Adams todavía no habían sido publicados y era fácil que en Francia se levantaran sospechas de plagio por parte del pérfido inglés. La prensa inglesa lanzó contra-acusaciones de distorsiones de la verdad y de robo por el francés de un descubrimiento británico. Le Verrier se quejó amargamente a Airy de que Herschel estaba tratando de robarle el crédito de lo que era en verdad una prodigiosa hazaña: los cálculos de Le Verrier eran más precisos que los de Adams y los había hecho en la mitad de tiempo. Airy replicó en tono conciliador:
Estimado señor: He recibido su escrito de 16 [de octubre de 1846] y lamento mucho descubrir que una carta publicada por sir John Herschel le haya disgustado tanto. Estoy seguro de que sir John Herschel lo sentirá igualmente, pues es el hombre más amable y más escrupuloso que yo haya visto en la tarea de hacer justicia a todas las personas sin ofender a nadie…
Siguieron más recriminaciones e intercambios en el mismo tono, aunque nunca entre Adams y Le Verrier ya que ellos reconocían que su trabajo se había hecho de forma independiente. Ambos recibieron muchos honores; Adams sucedió a su debido tiempo a Airy como astrónomo real y Le Verrier siguió a Arago [166] como director del Observatorio de París. Su carácter brusco e irascible no le ganó las simpatías de todos sus colegas. Arthur Schuster (1851-1934), al final de su vida catedrático de Física de Manchester, tuvo ocasión de joven de visitar el observatorio. Al llegar a París fue a ver en primer lugar a Marie Alfred Cornu, una especialista en óptica quien, al oír que Schuster estaba proponiendo buscar consejo en Le Verrier, movió la cabeza con tristeza. «No sé», dijo a Schuster «si Le Verrier es el hombre más detestable de París, pero sí sé que es el más detestado». Al llegar al observatorio, Schuster fue advertido de que el patron acababa de asistir a un funeral y estaba de mal humor. «¿Quién es usted y qué quiere?», preguntó Le Verrier cuando Schuster fue llevado a su presencia. Schuster dio su nombre y expuso su asunto; es decir, solicitar ayuda para el diseño de un espejo. Le Verrier indicó que él ya había dado instrucciones a un miembro de su personal para que diese al visitante plena asistencia y le despachó. Cuando al final de su visita, Schuster fue a despedirse, el director estaba interrogando a un ayudante aterrorizado por un cálculo fallido. Terminada la entrevista, Le Verrier se volvió a Schuster con una risa ahogada: sabía desde el principio cuál era el error del ayudante, pero quería ver si este podía descubrirlo por sí mismo. Schuster fue llevado luego a dar un paseo por los jardines y siempre tuvo un caluroso recuerdo del brusco y buen humor de Le Verrier.
Hay muchas exposiciones del descubrimiento de Neptuno; véase, por ejemplo, Astronomy de Fred Hoyle (Macdonald, Londres, 1962); y (a pesar de su título) A History of Astronomy from 1890 to the Present de David Leverington (Springer, Londres, 1995).