149. El impacto del reconocimiento

Frederick Soddy, nacido en Eastbourne en 1877, era un químico reclutado por Ernest Rutherford [16], que entonces ocupaba su primera cátedra en la Universidad McGill en Canadá, para ayudarle en el análisis de elementos radiactivos. Juntos hicieron en 1901 un descubrimiento sorprendente: el torio, un metal radiactivo, daba lugar espontáneamente a un gas radiactivo, un elemento nuevo y diferente. Soddy consiguió preparar suficiente cantidad de este gas para licuarlo y demostrar que se parecía al argón, un gas inerte. Esta «emanación de torio» fue llamada posteriormente radón.

Me embargaba algo más grande que la alegría —no puedo expresarlo muy bien— una especie de exaltación, mezclada con una cierta sensación de orgullo de que yo hubiera sido elegido entre todos los químicos de todas las épocas para descubrir la trasmutación natural.

Recuerdo muy bien cómo permanecí allí paralizado como si me hubiera dejado aturdido la importancia colosal del asunto y solté, o así pareció entonces: «Rutherford, esto es trasmutación: el torio se está desintegrando y trasmutando en gas argón».

Las palabras parecían pasar a través de mí como si procediesen de una fuente externa.

Rutherford me gritó en su tono jovial: «Por el amor de Mike, Soddy, no lo llames trasmutación. Nos tratarán como alquimistas. Ya sabes cómo son».

Después de lo cual empezó a bailar por el laboratorio, con su enorme voz tronando: «Adelante Cristianos so-ho-hojers» que, como H. S. Robinson declaró, era más reconocible por la letra que por el tono.

La advertencia era sabia: los anuncios públicos causaron sensación y, según otro de los colaboradores de Rutherford, A. S. Russell, salió a bolsa una compañía de Glasgow con la promesa de convertir plomo en mercurio y oro. Soddy escribió más tarde:

La naturaleza puede ser sarcástica a veces, cuando llegas a pensar en los cientos de miles de alquimistas en los pocos miles de años pasados trabajando duramente y manejando sus hornos, pasando días laboriosos y noches insomnes, tratando de transformar un elemento en otro, una base en un metal noble, y muriendo sin recompensa en la búsqueda, mientras que nosotros en McGill, en mi primer experimento, tuvimos el privilegio de ver, en el torio, cómo el proceso de trasmutación ocurría espontáneamente, irresistiblemente, incesantemente, inalterablemente. No hay nada que tú puedas hacer. El hombre no puede influir en las fuerzas atómicas de la naturaleza.

Esto fue tan desafortunado como la famosa declaración de Rutherford, unos veinticinco años más tarde, de que dominar la energía atómica eran «pamplinas».

Por el descubrimiento de la trasformación radiactiva, Rutherford fue recompensado con el premio Nobel de Química de 1908 y con gran regocijo por su parte pues, como le gustaba decir, su propia transformación en químico había sido instantánea. Soddy, el verdadero químico en la colaboración, nunca superó el resentimiento por el hecho de que su contribución no hubiera sido igualmente reconocida.

Posteriormente se descubrieron más emanaciones radiactivas, todas con propiedades similares pero con pesos atómicos ligeramente diferentes. De hecho, todas eran el mismo elemento, difiriendo sólo en el número de neutrones en el núcleo y, por lo tanto, en peso. La revelación de que podían existir elementos en formas tan diferentes sin diferencia química entre ellos aclaró varios misterios que habían intrigado a los químicos durante generaciones. Soddy llamó isótopos a estas formas, y por su descubrimiento fue recompensado con el premio Nobel de Química en 1921. Sorprendentemente sirvió de poco para atenuar su amargura por el desliz anterior (tal como él lo consideraba). Para entonces había sido nombrado para la Cátedra de Química-Física en Oxford, pero no prosperó allí. Sus planes para la reforma de la investigación y la enseñanza tropezaron con la obstrucción de los tutores de los colegios universitarios y él se sumió en un prolongado mal humor. No hizo más investigación y su departamento se atrofió mientras él se dedicaba a desarrollar una teoría monetaria universal y otras empresas igualmente infructuosas. Finalmente, con cincuenta y nueve años, dimitió de su cátedra y terminó su vida en una oscuridad amargada y paranoide. Frederik Soddy murió en 1956.

Soddy relató su reacción ante el descubrimiento de la trasmutación a su primer biógrafo y amigo, Muriel Howorth, en Pioneer Research on the Atom: The Life of Frederick Soddy (New World Publications, Londres, 1958). Véase también la biografía más reciente y menos aduladora de Linda Merricks, The World Made Now: Frederick Soddy-Science, Politics and the Environment (Oxford University Press, Oxford, 1996).