146. Los jesuitas y la bomba

Los jesuitas siempre han tenido interés por la ciencia. Entre sus filas ha habido notables astrónomos y astrofísicos y, de hecho, el laboratorio astrofísico del Vaticano parece haberse establecido con el fin de buscar revelaciones de los meteoritos celestes. Pero en 1896, el padre Frederick Odenbach del Colegio Jesuita de Cleveland, Ohio, desarrolló un interés por la ciencia de la meteorología. Parece que esta no satisfizo sus apetitos científicos pues, en 1900, había reorientado su atención hacia la sismología. Ese año construyó un sismógrafo y comenzó a hacer observaciones. Tras trabajar durante algunos años, el padre tuvo una idea genial: la orden de los jesuitas estaba representada en casi todos los países y mantenía contactos regulares entre sus establecimientos. ¿Entonces, por qué no organizar una cadena de estaciones de observación sismológica alrededor del mundo y determinar globalmente los movimientos de la corteza de la Tierra?

En 1909, el padre Odenbach escribió a todos los colegios jesuitas de Norteamérica solicitando su colaboración. «Con un pequeño desembolso en algunos de nuestros colegios», les decía, «estaríamos en situación de hacer algo grande en sismología». Pronto estaban activos 18 sismógrafos en colegios jesuitas de Estados Unidos y Canadá. Pero intervino la gran guerra y las preocupaciones que trajo con ella, así que el proyecto quedó en suspenso hasta que, en 1925, otro jesuita, el padre John Macelwane, catedrático de Geofísica en la Universidad Washington en San Luis, Missouri, reavivó el tema. Por entonces había estaciones sismológicas en colegios jesuitas de Australia, Bolivia, China, Colombia, Cuba, Inglaterra, Granada, Hungría, Líbano, Madagascar, Filipinas y España, pero fundamentalmente optaron por un compromiso informal, temiendo que cualquier organización formalmente reconocida pudiera llevar a «malentendidos»; es decir, a la idea de que la orden estaba tramando una conspiración mundial. Pero evidentemente había gran entusiasmo por el proyecto, que tenía la ineludible condición de ser barato, y los participantes se dedicaron a ello con celo profesional.

El éxito más famoso de los jesuitas llegó en 1954 cuando uno de sus miembros, el padre Rheinberger de Sidney, Australia, observó una pequeña señal sismográfica que parecía coincidir con la explosión de la bomba de hidrógeno en el atolón de Bikini en el Pacífico. Se recurrió a las estaciones jesuitas de todo el mundo para consultar sus registros y resultó que las cuatro recientes pruebas de bombas termonucleares habían sido detectadas por sus instrumentos. Así empezó la monitorización mundial de las pruebas nucleares. También hubo un premio añadido para los geofísicos pues los registros mostraban que las explosiones siempre se producían pasados cinco minutos de la hora en punto. Los observadores podían entonces prepararse para seguir el curso y la atenuación de las ondas de choque sísmicas a través de la corteza de la Tierra. Pero, como era de esperar, la petición de que se dispusieran explosiones de bombas de hidrógeno para beneficio exclusivo de los sismólogos, fue rechazada.

Véase The Dark Side of the Earth, de Robert Muir Wood (Allen and Unwin, Londres, 1985).