El honorable Robert Boyle (1627-1691) descrito en cierta ocasión, para gran regocijo de Samuel Pepys, como «hijo del conde de Cork y padre de la química moderna», desempeñó un papel importante en la transformación de la química en una ciencia racional. Su influyente libro, El químico escéptico estableció su credo cuantitativo. La ley de Boyle, que relaciona la presión con el volumen de un gas, es familiar para todos los escolares y fue expuesta por primera vez en 1662 en un panfleto con el título Una defensa de la doctrina concerniente a la elasticidad y peso del aire. Pero Boyle nunca se desprendió de su fascinación por la alquimia. Era uno de los muchos atraídos por la idea de la «piedra filosofal», la sustancia que transmutaría los metales en oro. En su búsqueda del secreto de la transmutación, los alquimistas hicieron muchos descubrimientos importantes de los que quizá el más espectacular fue el aislamiento del fósforo. Boyle y otros habían quedado perplejos ante los «fósforos», un término aplicado a todas las sustancias que brillaban en la oscuridad. Entre estas se incluían ciertos minerales, los ignis fatuus, que se suponía que acechaban a los viajeros incautos en pantanos traicioneros, y muchos organismos biológicos, tales como las luciérnagas, plancton luminiscente y bacterias saprófitas que se alimentan de plantas en descomposición y materia animal.
Boyle, soltero, se alojó durante los últimos veinticinco años de su vida con su hermana, lady Ranelagh, en la mansión de esta, Ranelagh House, en Pall Mall en Londres. Allí, en el jardín, instaló su laboratorio y en él hizo gran parte de sus trabajos más importantes. Allí también recibía para sus discusiones vespertinas a los miembros de la Royal Society, en aquella época recientemente fundada por Carlos II. En el momento de la famosa reunión de 1677 habían llegado noticias a Inglaterra de un extraordinario descubrimiento efectuado en Alemania. Un alquimista, Daniel Kraft, había preparado una sustancia espontáneamente inflamable que brillaba sin cesar en la oscuridad. De hecho, Kraft había obtenido el secreto de otro alquimista, Hennig Brandt, de Hamburgo. La fama de Kraft se había difundido y, en 1677, el rey Carlos, un gran aficionado a la alquimia, le invitó a visitar Londres y hacer una demostración del nuevo elemento milagroso (aunque, por supuesto, no fue entonces reconocido como tal). La tarde del 15 de septiembre, Kraft llegó con su parafernalia a Ranelagh House donde se habían reunido Boyle y un grupo de socios. Boyle realizó su propia crónica sobre lo que presenciaron.
«Las ventanas estaban cerradas con cierres de madera», comienza, «y se llevaron las velas a otra habitación; al quedar en la oscuridad contemplamos los siguiente fenómenos». Kraft sacó primero un globo de cristal, que contenía una suspensión de cierto material sólido en agua, no más pensó Boyle, que dos o tres cucharadas; «pese a todo, la esfera entera quedó iluminada por ella, de modo que no parecía ser diferente a una bala de cañón puesta al rojo vivo por el fuego», y cuando él la agitaba la intensidad aumentaba y se veían pequeños destellos. Otro recipiente, «y al sacudir el licor que había en el fondo, observé que una especie de humo ascendía y casi llenaba la cavidad del vial, y casi al mismo tiempo parecía como si hubiera un destello de luz que se difundía de forma notable y el cual me sorprendió agradablemente». Pero entonces, Kraft sacó un trozo sólido de fósforo que, decía él, había estado brillando durante dos años. «Habiendo tomado el Artista un poco de su materia consistente, y roto en partes tan minúsculas que yo estimé que los fragmentos eran entre veinte y treinta, él los desperdigó sin orden sobre la alfombra, donde fue delicioso ver cuán vivamente brillaban» y, de hecho, centelleaban como estrellas, felizmente sin dañar la valiosa «alfombra turca». A continuación, Kraft frotó su dedo sobre la superficie del fósforo, trazó letras luminosas en una hoja de papel y untó su cara y la mano de Boyle, las cuales empezaron a brillar en la oscuridad. Del papel surgió un olor que Boyle encontró parecido al del azufre y las cebollas.
Algunos días después, Kraft volvió y demostró la combustibilidad de su fósforo: un trozo pequeño, sacado de una botella de agua, provocó una deflagración al envolverlo en papel y otro prendió rápidamente una pequeña cantidad de pólvora. Boyle y sus colegas quedaron poderosamente impresionados. Boyle quiso realizar inmediatamente sus propios experimentos sobre la misteriosa sustancia, pero Kraft vaciló cuando se le pidió que dejase una muestra. Cuando se le interrogó sobre su origen sólo dijo que procedía de «algo que pertenecía al cuerpo humano».
Boyle conjeturó que debía haber sido preparada a partir de la orina, pues el líquido amarillo había sido siempre una provocación para alquimistas y químicos, quienes se preguntaban si quizás escondía la esencia del oro. Boyle trabajó durante dos años sobre el problema antes de tener éxito. Había dado instrucciones a su ayudante, Daniel Bilger, para recoger y acumular enormes cantidades de orina de los reservados de la gran casa y separar el agua, pero fue en vano porque ahora sabemos que el fósforo en la orina está en forma de fosfatos que son sales muy estables. Boyle consideró incluso que podía estar en un sendero totalmente equivocado y que quizá la orina no era después de todo lo que Kraft había querido decir cuando indicó que su fósforo se derivaba de un producto humano; como resultado, el pobre Bilger fue enviado a recorrer los pozos negros. Al final, Boyle dio con el que había sido el método de Kraft y de Brandt antes de él; o más bien fue su último y más habilidoso ayudante alemán, Ambrose Godfrey Hanckwitz, que había visitado a Kraft en Hamburgo, quien le puso en la pista. La clave estaba en someter a muy alta temperatura el residuo sólido recuperado por evaporación. Cuando Hanckwitz lo intentó, la retorta se resquebrajó, pero cuando Boyle fue a examinar los restos percibió que el residuo estaba ahora brillando ligeramente.
Boyle hizo muchos experimentos interesantes con fósforo una vez que pudieron prepararse cantidades de material puro, pero publicó poco y el método de preparación quedó depositado en la Royal Society, y en un papel lacrado que se haría público sólo después de su muerte. Las razones de esta reserva son todavía un enigma. Su explicación póstuma fue publicada en 1694 y describía el proceso con cierto detalle concluyendo con lo que observó al final de la fase de calentamiento:
Por este medio aparecen [de la retorta en el receptor] una buena cantidad de humos blancos, casi como los que aparecen en la destilación del aceite de vitriolo [ácido sulfúrico]; y cuando estos humos desaparecían y se aclaraba el receptor, eran seguidos al cabo de un rato por otro tipo que parecía dar una débil luz azulada en el receptor, casi como la de pequeñas cerillas empapadas en azufre. Y al final de todo, siendo el fuego muy vehemente, seguía otra sustancia, que se estimaba más pesada que la primera porque caía a través del agua hasta el fondo del receptor; de donde al sacarla [y parcialmente incluso mientras permanecía allí], se manifestaba por varios efectos y otros fenómenos, una sustancia del tipo que deseábamos y esperábamos.
Con el tiempo, Hanckwitz se convirtió en proveedor de fósforo, mucho más puro que el de Kraft, para los laboratorios de Europa. Boyle caviló sobre los posibles usos para el nuevo elemento, esto es, para alumbrado doméstico, lámparas para exploración subacuática e incluso esferas luminosas para relojes. Uno de sus primeros usos fue para la fabricación de cerillas, la cual mostró pronto su temible toxicidad cuando la dolorosa y desfigurante afección de la «necrosis maxilar»[20] atacó a los trabajadores de aquella industria. Hamburgo fue destruida durante la segunda guerra mundial por bombas incendiarias fabricadas a partir de este elemento que salió allí a la luz por primera vez.
Véase R. E. W. Maddison, The Life of the Honourable Robert Boyle FRS (Taylor and Francis, Londres, 1969). La historia de las aventuras de Boyle con el fósforo está también narrada de forma divertida por John Emsley en The Socking History of Phosphorus: A Biography of the Devil’s Element (MacMillan, Londres, 2000).