Claude Bernard (1813-1878), el fisiólogo más destacado del siglo XIX, tuvo una vida doméstica problemática. Su mujer era una estricta católica, no sentía simpatía por la ciencia ni la comprendía, y, lo que es peor, desaprobaba con fuerza los experimentos de su marido con animales. Aportaba dinero a un movimiento antivivisección y puso a sus tres hijos en contra de su padre. Había motivos para su disgusto, especialmente porque Bernard, un experimentador compulsivo y apasionado, a menudo se llevaba su trabajo a casa. He aquí una descripción de una de tales ocasiones hecha por un biógrafo de Bernard. Era en una fase inicial de su vida matrimonial; tenían ya un niño de dos años y madame Bernard estaba embarazada de nuevo.
Una mañana de domingo, su marido llevó a su pequeño apartamento en un ático [en París] un perro con una herida abierta en su costado de la que de vez en cuando salían fluidos internos; el perro estaba en un estado famélico pero con un apetito voraz; tenía pus en sus fosas nasales, expectoraba mientras se le hacía subir y bajar las escaleras y sufría diarreas cuyas heces eran de especial interés para el dueño de la casa.
Bernard comprendía el asco que sus experimentos fisiológicos provocaban en tanta gente. Escribió: «Si se necesitara una ilustración para expresar mis sentimientos con respecto a la ciencia de la vida, diría que es un soberbio salón, resplandeciente de luz, en el que sólo se puede entrar pasando por una cocina larga y horrorosa». Poco sorprende que finalmente el matrimonio fracasara. Más tarde, Bernard, en su soledad, encontró solaz en una amistad probablemente platónica con una mujer casada vivaz e inteligente y que se interesaba por su trabajo.
Hay varias biografías de Claude Bernard. El pasaje arriba citado es de Claude Bernard: Physiologist, de J. M. D. Olmsted (Cassell, Londres, 1939).