Alexander von Humboldt (1769-1859) nació dentro de la nobleza prusiana, un medio en el que una carrera militar estaba casi predestinada. Pero el joven Alexander desarrolló un inexplicable, y para su familia totalmente aberrante, interés por la ciencia. Haciendo frente a la severa desaprobación, ingresó en la Academia Minera de Friburgo y regresó a Prusia como inspector de minas. Desarrolló versiones modificadas de la famosa lámpara de seguridad de Humphry Davy e inventó un aparato de respiración para mineros. Al mismo tiempo fue llamado para emprender misiones diplomáticas en una Europa inestable. De algún modo encontró tiempo para fundar su propia Real Escuela Libre de Minería, donde a los mineros se les enseñaban disciplinas tales como geología. Pero Humboldt había puesto su corazón en una vida de ciencia y exploración. Llegó a estar poseído por una gran fascinación por la geología, el campo magnético de la Tierra y, sobre todo, por el «magnetismo animal», ya que poco tiempo antes había aparecido el trabajo de Galvani sobre la contracción de músculos de rana [58]. Humboldt elaboró su propia teoría: decidió que los electrodos metálicos no eran la causa de las contracciones sino que simplemente amplificaban una propiedad innata del músculo. Empezó una serie de experimentos sobre músculos animales y sobre plantas y luego procedió a poner a prueba sus ideas sobre sí mismo.
Provoqué dos ampollas en mi espalda, cada una del tamaño de una moneda de corona, que cubrían los músculos trapecio y deltoides respectivamente. Mientras, yo estaba tumbado boca abajo. Cuando se abrieron las ampollas y entraron en contacto con los electrodos de zinc y plata, experimenté un dolor agudo, tan grave que el músculo trapecio se hinchó considerablemente y el temblor se extendió hacia arriba hasta la base del cráneo y la columna vertebral. El contacto con la plata produjo tres o cuatro únicas sacudidas que pude distinguir claramente. Se observó que las ranas colocadas sobre mi espalda saltaban.
Hasta aquí, mi hombro derecho era el más afectado. Me causaba un dolor considerable, y la gran cantidad de suero linfático producida por la irritación era de color rojo y tan acre que causaba escoriación en los lugares donde descendía por la espalda. El fenómeno era tan extraordinario que lo repetí. Esta vez apliqué los electrodos a la herida de mi hombro izquierdo, que aún estaba llena de una descarga acuosa incolora, y excitó los nervios violentamente. Cuatro minutos bastaron para producir el mismo dolor e inflamación con la misma rojez y escoriación de las partes. Una vez lavada, mi espalda pareció durante muchas horas la de un hombre que hubiera sido torturado.
Los efectos fueron generados presumiblemente por productos del electrodo, tales como ácido, liberados en y bajo su piel. La experimentación continuada causó un daño tan alarmante a su espalda que el doctor que le atendió puso fin a ella y bañó la piel lacerada con leche caliente. Algo más tarde, Humboldt se provocó una agonía compulsiva cuando pegó los electrodos al hueco dejado por un diente extraído pensando, al parecer, que esta estimulación vigorosa del nervio podría suprimir la respuesta dolorosa.
Finalmente, el joven experimentador reunió los resultados de numerosos experimentos fisiológicos en un libro que publicó con grandes expectativas en 1797. Pero ¡ay!, Alessandro Volta [58], que había sido acertadamente escéptico sobre la idea de electricidad animal, demostró que no se necesitaban tejidos animales para crear una batería. Humboldt quedó avergonzado y nunca se atenuó su pena por no haber descubierto el principio de la batería que tanto renombre dio a Volta. Ahora se orientó hacia la botánica y publicó un volumen sobre flora alemana que fue bien recibido. Pero el auténtico trabajo de su vida aún estaba por venir: se embarcó hacia América del Sur, continente que exploró durante cinco años dedicándose a catalogar fauna, flora y geografía física como nunca antes se había intentado. Descubrió «la corriente de Humboldt» del Pacífico y sugirió la idea de construir un canal en Panamá. Subió al monte Chimborazo en el Ecuador, entonces la montaña más alta conocida en el mundo, una hazaña que le hizo un héroe en toda Europa. Después de treinta años de recoger y redactar sus observaciones en una serie de libros, Humboldt, entonces ya con sesenta años, emprendió otro viaje de exploración, esta vez a través de Siberia.
Durante los últimos años de su vida, pasados en un estado de cierta penuria, Humboldt escribió, aunque nunca terminó por completo, su obra culminante, Cosmos, en la que exponía sus ideas de la naturaleza y del mundo físico. En el delirio de su última enfermedad, a los noventa años, aún trataba de dictar notas para esta gran obra.
La vida y la obra de Humboldt han sido tema de muchos estudios. Una biografía muy legible es Humboldt and the Cosmos, de Douglas Botting (Sphere Books, Londres, 1973).