132. El metal adquiere alas

El nombre de Ludwig Mond (1839-1909) está ligado a las Imperial Chemical Industries y a una gama de procesos químicos comerciales. Mond fue uno de los más grandes químicos aplicados. Consideraba una formación en química académica como un preliminar indispensable para una carrera en la industria pues él mismo había trabajado en el laboratorio de Baeyer, en Munich [84], antes de emigrar a Inglaterra donde montó plantas comerciales modelo organizadas siguiendo líneas propicias y socialmente ilustradas. El propio Mond desarrolló una serie de ingeniosos procedimientos industriales. Uno de estos generaba amoníaco para las fábricas de sosa Solvay, las cuales producían el importante carbonato sódico. Un subproducto del proceso del amoníaco era el denominado gas de Mond, consistente principalmente en hidrógeno y monóxido de carbono, que se utilizaba como combustible sin humo y para calentar hornos. Mond también había establecido una planta de cloro, pero esto le estaba causando continuas molestias. En particular, las llaves de paso de níquel que controlaban el paso de gas a través de las tuberías se recubrían de un depósito blanco que pronto bloqueaba el flujo. Ningún efecto semejante se había encontrado en experimentos a escala en el laboratorio y Mond empezó a considerar si debería saldar sus pérdidas y cerrar la planta.

Mond había comprado una mansión familiar, «The Poplars», en St. John’s Wood, al norte de Londres, y allí, en las cuadras traseras, había montado un pequeño laboratorio. Lo dirigía el ayudante personal de Mond, un químico austriaco llamado Carl Langer que, a su vez, también tenía su propio ayudante, el joven Friedrich Quincke. Mond trajo algo del maloliente depósito negro que rápidamente se mostró que era carbono. Esto era curioso, pero Mond y Langer pronto dieron con la fuente: mientras que en los experimentos de laboratorio se había utilizado nitrógeno puro para sacar el amoníaco del aparato, el nitrógeno suministrado a la planta contenía trazas de monóxido de carbono. Pero ¿qué podría hacerle el monóxido de carbono al níquel, un material químicamente resistente? Mond lo sabía todo sobre el níquel: lo utilizaba en forma de polvo como un catalizador en la purificación de su gas de Mond. El gas se mezclaba con vapor y pasaba sobre el níquel caliente; el agua y el monóxido de carbono reaccionaban para dar hidrógeno y monóxido de carbono y el dióxido de carbono era absorbido bombeándolo a través del álcali. Mond se hacía ahora las preguntas: ¿qué estaba haciendo el níquel en esta reacción?, ¿qué intermediario catalítico estaba formando?

Carl Langer montó un sencillo aparato para hacer pasar monóxido de carbono puro sobre polvo de níquel calentado. Para impedir el escape del monóxido de carbono tóxico a la atmósfera del laboratorio, el gas se consumía al salir por un quemador de vidrio. Al terminar el día, una vez que Langer se había ido a casa, quedaba para Quincke la tarea de desconectar el hornillo bajo el catalizador, parar el flujo de gas, esperar a que se agotara la llama y cerrar. Una tarde de 1889, Quincke se fue pronto y fue Langer quien redujo el calor y esperó antes de cerrar el grifo del gas. Entonces ocurrió un hecho sorprendente: mientras el aparato se enfriaba, la llama azul pálido de monóxido de carbono se hizo luminosa y más brillante y, repentinamente, se envolvió en verde. Langer, excitado por lo que había presenciado, llamó a Mond quien, según las explicaciones que circulan dejó su mesa y sus invitados y corrió en traje de etiqueta al laboratorio. En silencio y maravillados, los dos hombres observaron la llama verde.

La primera idea de Mond era que el color verde revelaba la presencia de un compuesto de arsénico gaseoso, la arsina, que él sabía que ardía con color verde. En un instante aplicó el clásico test forense de Marsh para el arsénico y la arsina: una placa de vidrio expuesta al gas adquiere un depósito negro. De hecho se formó un depósito, pero era brillante como un espejo y totalmente diferente del arsénico. Cuando se analizó resultó ser níquel puro. Pero los metales pesados no son volátiles, ni se suponía que podían formar compuestos gaseosos. Durante largo tiempo, Mond se resistió a la conclusión a la que apuntaba su propia prueba. Se preguntó si un elemento hasta entonces desconocido se escondía en el níquel. Pero Mond se convenció finalmente cuando el gas se condensó en un líquido incoloro y se congeló para formar agujas cristalinas del compuesto que ahora conocemos como carbonilo de níquel. Este fue el primero de los muchos carbonilos metálicos que reveló la investigación posterior. En palabras de lord Kelvin [10], Mond había dado alas a los metales pesados. El carbonilo de níquel se convirtió en la base de un proceso nuevo y altamente eficiente para preparar níquel a partir de sus menas que Mond instaló en una nueva factoría en Swansea.

Véase J. M. Cohen, The Life of Ludwig Mond (Methuen, Londres, 1956).