La Gran Bretaña victoriana fue hogar para un ejército de naturalistas. Algunos ocupaban cátedras de botánica, zoología, geología o paleontología, pero la mayoría eran aficionados. Esta fue predominantemente la edad de la catalogación de especies y de la sistematización. Surgieron sociedades ilustradas y sus reuniones eran multitudinarias y a veces se entablaban debates apasionados y desinhibidos. Sobre las reuniones de la Sociedad Geológica, John Gibson Lockhart, el director de una publicación intelectual comentó: «Aunque no me interesa la geología, me gusta ver combatir a los académicos». Los victorianos asumieron sus intereses, sobre todo en las maravillas de la naturaleza, con mucha seriedad y estaban dispuestos, incluso deseosos, a sufrir por su causa. William Buckland [13] y Adam Sedgwick, catedráticos de Geología en Oxford y Cambridge respectivamente, llevaban a sus estudiantes a agotadores viajes por el campo y daban clases, cinco en un día en el caso de Sedgwick, montados a caballo. En una ocasión Buckland arrastró a una audiencia que totalizaba a varios miles de personas para una lección en las famosas Dudley Caverns, especialmente iluminadas para la ocasión. Llevado por la magnificencia general, tuvo la tentación de rematarla con una llamada descarada al patriotismo de la audiencia. La gran riqueza mineral que yace alrededor, proclamó, no era un mero accidente de la naturaleza; más bien mostraba la intención expresa de la Providencia de que los habitantes de Gran Bretaña llegaran a ser por este regalo la nación más rica y poderosa de la tierra. Y con estas palabras, la gran multitud, con Buckland a la cabeza, volvió a la luz del día tronando, al unísono, «Dios salve a la Reina».
William MacGillivray (1796-1852), que llegaría a ser catedrático de Historia Natural en la Universidad de Aberdeen y autor de un tratado estándar sobre las aves británicas, personificaba las virtudes victorianas. Esta es una espléndida descripción de su viaje a Londres, cuando a la edad de veintitrés años dirigió sus pasos con ardiente impaciencia por examinar la gran colección de pájaros en lo que iba a convertirse en el Museo de Historia Natural. MacGillivray era desesperadamente pobre, pero
lo que a él le sobraba era energía. Esto le llevó a decidir hacer su viaje a Londres totalmente a pie una distancia de más de 1300 kilómetros. Partió el 7 de septiembre [1819] —habiéndose levantado, en estilo deportivo, aproximadamente a las cuatro y media de la mañana y desayunado a las cinco—. En su mochila y sus bolsillos llevaba una navaja, un pequeño plumier con plumas, un pequeño mapa de Escocia, un vaso para beber por el camino y una paleta. «Para vestirme», anotó en su diario, «he añadido un abrigo y un par de guantes. De dinero tenía sólo diez libras esterlinas». Él subsistía a base de pan de cebada.
Eligiendo inicialmente una ruta más tortuosa —al oeste y luego al sur, por Braemar, Strathspey, Fort William y Inveraray— consiguió cubrir unos ochocientos kilómetros en los treinta primeros días. En ese momento había gastado la mitad de su dinero. Sin desfallecer, con las cinco libras que le quedaban continuó hacia el sur: «Pan y agua serán suficientes para la mayor parte de mi camino».
Pero para su consternación, al entrar en Cumberland encontró que los billetes de banco escoceses eran rechazados debido a sospechas de falsificación y no pudo comprar comida ni alojarse antes de llegar a Keswick. Dormía bajo setos, entre brezos o en graneros más a menudo que en camas. En Manchester, decía en su informe, «mis pantalones están andrajosos… cubiertos de lodo… mis zapatos están casi agujereados, y mis medias casi deshechas». En Northampton sus fondos se reducían a una libra y tres medios peniques, de modo que en adelante decidió prescindir del desayuno. Cuando hubo conseguido llegar a St. Albans se vio obligado a sentarse un rato cada cuatro o cinco kilómetros para aliviar el dolor que le producían las terribles llagas de sus pies.
Finalmente entró en Londres el 20 de octubre, seis semanas después de su partida y, oportunamente, bajo un aguacero. Al día siguiente, negándose a admitir su agotamiento, inspeccionó debidamente el Museo Británico. Permaneció en la capital una semana (presumiblemente con dinero prestado) y luego regresó en barco a Aberdeen.
Unos veinticinco años más tarde, siendo ya catedrático de Historia Natural en su ciudad natal, le gustaba llevar a sus estudiantes a excursiones por el campo y caminaba como el más activo de ellos «sin ninguna ayuda», como está registrado. Al final, su muerte fue debida a los efectos de la intemperie.
El autor de este pasaje, David Elliston Allen, da más ejemplos de las maneras de estos indómitos eruditos victorianos. Aquí cita al biógrafo del reverendo J. G. Wood:
Su capacidad de trabajo era simplemente sorprendente… Siempre estaba en su mesa de trabajo a las cuatro y media o cinco de la mañana, todas las estaciones del año, encendiendo su propio fuego en el invierno y escribiendo luego sin cesar hasta las ocho. Luego, hiciera buen o mal tiempo, salía para dar una vuelta de cinco kilómetros en un campo especialmente montañoso, subiendo a buen paso una pendiente de casi cuatrocientos metros, preciándose de completar la distancia de principio a fin sin detenerse o ni siquiera aminorar su ritmo. Luego venía un baño frío, seguido del desayuno.
Allen resume:
Y así continuaba el día. Se decía que doce horas de las veinticuatro las pasaba con la pluma en la mano, «estando reducido el esparcimiento a un mínimo y, de hecho, casi al límite de la desaparición». Con todo esto, no es quizá sorprendente que durante toda su vida sufriera de dispepsia.
Poco puede sorprender que los entusiasmos de la época produjeran una masa tan inimaginable de detalles en los que se recogen muchas de las bases de la anatomía moderna. También llevó, por supuesto, a actividad desorientada del tipo de la que más tarde Darwin comparaba con descender a un pozo de grava y contar los guijarros pues, comentaba él, todas las observaciones, para ser útiles, deben ser a favor o en contra de algo. Es sorprendente que Buckland, MacGillivray y, especialmente Sedgwick, detestaran la Teoría de la Evolución cuando apareció. Sedgwick la calificó de malintencionada y dijo a sus amigos que los pronunciamientos de Darwin le habían hecho reír hasta reventar.
Todos los pasajes antes reproducidos están tomados del libro magistral de David Elliston Allen, The Naturalist in Britain (Allen Lane, Londres, 1976; Penguin Books, Londres, 1978).