122. ¡Engaño!

El cráneo de Piltdown es probablemente el engaño más famoso y exitoso en la historia de la ciencia. Rompió la turbulenta y dividida hermandad de la antropología el 18 de diciembre de 1912 en una reunión en Londres de la Sociedad Geológica. El caso había estado incubándose durante casi cuatro años, desde que un destacado arqueólogo aficionado, Charles Dawson, había conseguido algunos fragmentos de un cráneo humano. Habían sido desenterrados por los trabajadores de una cantera de grava en Sussex. Dawson, quien siempre había confiado en que los Sussex Downs darían restos humanos prehistóricos, tamizó ansiosamente los desechos de la cantera y encontró más fragmentos de huesos antiguos y profundamente teñidos, junto con piezas de sílex trabajado y restos animales. Excitado, alertó a su amigo, Arthur Smith Woodward, conservador de Paleontología en el Museo de Historia Natural (entonces todavía un brazo del British Museum) de Londres, y a un joven francés con quien había hecho amistad mientras excavaba en Sussex. Este no era otro que el padre Pierre Teilhard de Chardin, el cual iba a convertirse en una figura de culto cincuenta años después por sus concepciones místicas de la noosfera y el punto omega desarrolladas en su libro El fenómeno del Hombre, una obra que trataba de reconciliar las enseñanzas bíblicas con la evolución.

Teilhard de Chardin había ido a Sussex a estudiar en un colegio jesuita y era, como Dawson, un entusiasta arqueólogo aficionado. Los tres no tardaron mucho en encontrar otros tesoros, en particular fragmentos de la mandíbula inferior, teñidos como el cráneo y que contenían dos dientes. En apariencia la mandíbula era de un simio pero los dientes estaban erosionados como los que se encuentran en mandíbulas humanas primitivas pero nunca en las de los monos. Pronto salieron a la luz más fragmentos de cráneos en compañía de huesos de maxilar similares. Pertenecían, proclamaron Dawson y Smith Woodward, al hombre más antiguo o «eslabón perdido». Le dieron el nombre de Eoanthropos, el hombre del alba. Su informe fue recibido con una mezcla de excitación y escepticismo, pero dentro de la comunidad científica británica era la opinión optimista la que prevalecía. Smith Woodward y los destacados anatomistas Arthur Keith y Grafton Elliot Smith, rechazaron a todos los escépticos con altivez sarcástica y durante los años siguientes los tres fueron recompensados con nombramientos de caballero por su distinguida obra, ya que era motivo de orgullo nacional el que el hombre primigenio fuera inglés. Posteriores hallazgos en Piltdown parecían confirmar sus pretensiones y convencieron a varios escépticos distinguidos, en particular al decano de los antropólogos norteamericanos, Henry Fairfield Osborn.

Pero las dudas persistían, aunque sólo salieron a la superficie unos cuarenta años más tarde en publicaciones de Kenneth Oakley, un geólogo y conservador de Antropología en el Museo de Historia Natural, y del antropólogo Joseph Weiner. Oakley tuvo acceso a los especímenes originales (negado a la mayoría de los eruditos, a quienes sólo se les permitió examinar moldes) y había aplicado un test químico. Todavía no había surgido la datación por radiocarbono [98] como método manejable y, en su lugar, Oakley midió el contenido de flúor en los huesos. Los huesos enterrados absorben floruros de su entorno y su concentración en el hueso da una medida de la edad. Resultó que los huesos de Piltdown eran modernos (en términos antropológicos), quizá procedentes de enterramientos recientes entre la grava antigua. Un poco más tarde, Oakley empezó a considerar la hipótesis alternativa: que los restos podían haber sido colocados adrede. Un examen posterior, detallado en 1953 por Weiner, Oakley y el anatomista Wilfrid Le Gros Clark, reveló que los huesos habían sido teñidos con dicromato potásico para hacerlos parecer antiguos y los dientes habían sido limados toscamente con una herramienta moderna, evidentemente una lima de hierro ya que había motas de este metal incrustadas en la superficie. El cráneo era el de un hombre, y la mandíbula era de un orangután. ¿Quién, entonces, había perpetrado un fraude tan escandaloso?

Smith Woodward habría sido consciente de las dificultades que le esperaban, pero en 1948, en su lecho de muerte, dictó el texto de un libro, El Inglés más antiguo, en el que afirmaba la autenticidad del hallazgo de Piltdown. Al debate se unieron una serie de sabuesos eruditos y aficionados. Las sospechas cayeron inicialmente sobre Dawson, el aficionado ávido y ambicioso aunque no especialmente competente. Él había muerto en 1916 y nunca se encontró ninguna evidencia de su culpabilidad. Era creencia general que él habría sido más bien una víctima crédula antes que un bellaco. Se propusieron otros candidatos: W. J. Sollas, catedrático de Geología en Oxford, que detestaba a Smith Woodward (en lo que no estaba solo) y le hubiera gustado desacreditarle; Arthur Conan Doyle, novelista, médico, espiritualista y paleontólogo aficionado, urdiendo quizá un misterio de Sherlock Holmes en la vida real; el padre Teilhard de Chardin, inclinado, sugiere Stephen Jay Gould, a gastar una broma al inglés; sir Arthur Keith, que tuvo la oportunidad; y otros. Luego, en 1996, llegó lo que seguramente es el desenlace.

Brian Gardiner, catedrático de Paleontología en la Universidad de Londres, había estado examinando durante algunos años el contenido de un baúl descubierto por los trabajadores bajo el tejado en una de las torres del Museo de Historia Natural. El baúl llevaba las iniciales de M. A. C. Hinton, conservador de Zoología en la época del hallazgo de Piltdown. Contenía un montón de huesos de roedores, pues los roedores eran la especialidad de Hinton, pero en el fondo estaba la respuesta al misterio de Piltdown. Había huesos y dientes ricos en cromo que provenía del dicromato postásico que había sido utilizado para teñirlos y volverlos porosos; de hecho, una mezcla de ácido dicrómico había sido ideada por Hinton para experimentos sobre el origen de manchas negras en restos primitivos. Los fragmentos también eran ricos en hierro en forma de óxido férrico marrón. La mandíbula de orangután encontrada en Piltdown estaba, por el contrario, teñida de forma mucho más ligera, pues el mismo tratamiento hubiera erosionado sus dos dientes y revelado al instante el trapicheo. Algunos de los dientes que había en el baúl estaban ligeramente teñidos y uno había sido pintado de color marrón.

Entre las reliquias dejadas por el albacea de Hinton había una serie de tubos que contenían dientes teñidos en grado diverso: era evidente que Hinton se había aplicado a su tarea con meticulosa profesionalidad. También se supo que había teñido herramientas de hueso para simular una antigüedad extrema y que al parecer se las había pasado a Dawson. De este habían llegado a la colección de un experto en tales utensilios, quien las había etiquetado como falsificaciones. Evidentemente, Hinton había utilizado al inepto Dawson como un proyectil (presumiblemente) inconsciente dirigido a su blanco real, Smith Woodward. No podemos estar seguros de que Dawson no participara con más intencionalidad en el engaño, pero la evidencia apunta a Hinton como el único falsificador. Sus motivos siguen siendo una conjetura, pero él era conocido por su afición a las bromas (de hecho su baúl también contenía fragmentos de huesos esculpidos en formas fantásticas; estas incluían un bate de cricket, una pertenencia adecuada para el «primer inglés»). Además, Hinton no habría sentido ninguna simpatía por el pomposo Smith Woodward pues había tenido un altercado con él sobre el pago de un trabajo extramural en el museo.

Si lo que distingue una buena broma es que su remate se retrase durante décadas, incluso hasta mucho después de que hayan muerto todos los implicados, el engaño de Piltdown es la broma suprema. Recuerda a una que le gastó Ulysses S. Grant, cuando era presidente de Estados Unidos, al presidente de una facultad de artes liberales en la inauguración de la misma. Grant ofreció un puro a este dignatario, quien, en lugar de fumarlo, lo conservó como una especie de santa reliquia. Con ocasión de la celebración del centenario de la fundación, el sucesor del presidente anunció que ese era un momento adecuado para encenderlo. Se representó la ceremonia, se hizo un pequeño informe y finalmente se consumó la broma diferida del presidente Grant: era un puro explosivo.

Se han escrito innumerables libros y artículos sobre el engaño de Piltdown. Tan bueno como cualquiera es el ensayo de Stephen Jay Gould en su colección The Panda’s Thumb (Norton, Nueva York, 1980) [Hay traducción española: El pulgar del panda, Crítica, Barcelona, 2001], en el que desarrolla su conjetura de que el falsificador fue Pierre Teilhard de Chardin. La obra estándar con todos los detalles del hallazgo es The Piltdown Forgery de J. S. Weiner (Oxford University Press, Oxford, 1955); para una exposición del trabajo detectivesco de Brian Gardiner, que llevó a la identificación de M. A. C. Hinton como el falsificador, véase el artículo de Henry Gee en Nature, 381, 261 (1996).