Durante el reinado de la reina Victoria surgió en Gran Bretaña un poderoso movimiento anti-vivisección con fuerte representación en las dos cámaras del Parlamento. Fisiólogos como Claude Bernard y Charles Richet [150] en Francia y Michael Foster y Burdon Sanderson en Gran Bretaña se atrajeron el odio de los amantes de los animales. Sin duda era cierto que se estaban llevando a cabo muchos experimentos odiosos y a menudo innecesarios sobre animales vivos, especialmente en Francia donde no existían restricciones legales. Claude Bernard [138], el fisiólogo más grande de todos, fue blanco de violentas injurias (incluso por parte de su propia familia), y aún más lo fue su maestro, François Magendie. Los anti-viviseccionistas de Inglaterra se infiltraron en las experiencias de cátedra de Magendie e informaron de las crueles y repelentes escenas de las que habían sido testigos. Un miembro del Parlamento, Henry Labouchère, recordaba la cacofonía de chillidos procedentes de los animales utilizados en experimentación que asaltaban sus oídos en los pasillos de la Facultad de Medicina en París y la reacción del portero cuando él lo comentó: «Que voulez-vous? C’est la sience». A menudo se oía a Magendie dirigirse al perro que forcejeaba, sujeto con correas a la mesa: «Tais-toi, pauvre bête!».
En Gran Bretaña, el Ministerio del Interior introdujo legislación sobre el uso de animales en la investigación, y la campaña anti-vivisección, en el Parlamento y en el país, estaba bien financiada y bien organizada. Alcanzó su clímax con el «caso del perro marrón» de 1907. Esta célebre causa fue iniciada por dos jóvenes suecas, las cuales se matricularon como estudiantes de medicina en la Facultad de Medicina para Mujeres en Londres tras haber presenciado y quedado afectadas por los experimentos con animales en Francia. Asistieron a demostraciones en las clases de fisiología del University College pero abandonaron sus estudios al cabo de un año. No obstante, habían llevado un diario en el que registraron meticulosamente sus observaciones y, en abril de 1903, se lo mostraron a Stephen Coleridge, un abogado y ejecutivo de la Sociedad Nacional Anti-Vivisección.
La atención de Coleridge se centró en un caso en particular: el de un perro que había sido sometido a un experimento de demostración en el University College por un conferenciante, el doctor William Bayliss. Las dos damas se las habían arreglado para poder darle una ojeada al animal inmediatamente antes de que fuese introducido en el aula y habían observado cicatrices de operaciones semicuradas, una de ellas todavía cerrada con fórceps, en su abdomen. Ahora bien, la Ley sobre Crueldad con los Animales prohibía el uso de un animal para más de un experimento (aunque este podía implicar dos operaciones), pero aquí estaba el perro marrón, rígidamente amordazado y atado con correas a la mesa, mientras Bayliss abría su cuello para exponer las glándulas salivares. El animal, según las dos damas, había luchado lastimosamente, «violenta y resueltamente», y durante la media hora del experimento de demostración, mientras Bayliss intentaba medir la presión salivar, el perro había estado plenamente consciente. Además, no había signos ni olores de que se hubiera usado un anestésico.
Coleridge transmitió su inteligencia incendiaria a la audiencia en una gran e indignada reunión pública pero no sin ciertas florituras. El discurso fue publicado en un periódico nacional y se plantearon preguntas en la Cámara de los Comunes. Bayliss, que había sido calificado de malhechor, dio instrucciones a su abogado, el cual exigió una retractación y disculpa públicas de Coleridge. Cuando Coleridge se negó, se dictó una orden judicial y el juicio, que duró cuatro días, empezó en los tribunales del Strand el 11 de noviembre de 1903. La tribuna pública estaba abarrotada y ruidosa.
El primer testigo fue Ernest Starling, profesor de fisiología en el University College (famoso, con Bayliss, por su trabajo sobre fisiología cardiaca). Testificó que él había utilizado el perro marrón (pequeño, según él, pero grande para Coleridge) para estudiar el mecanismo de los trastornos pancreáticos, incluyendo la diabetes. Había abierto el abdomen y ligado un conducto pancreático. Dos meses después, el día de la demostración de Bayliss, llevó a cabo un examen interno de seguimiento para evaluar las consecuencias de la primera operación. Satisfecho porque todo había ido bien, Starling pasó el animal anestesiado a Bayliss para su demostración sobre la secreción.
Starling había infringido la Ley sobre Crueldad con los Animales, aunque afirmó en su defensa que lo había hecho para no tener que sacrificar otro perro. Bayliss aseguró, y varios estudiantes que habían estado presentes en su demostración lo confirmaron, que el perro no había luchado, simplemente se movía. Si hubiera luchado, él no podría haber realizado la disección. Había estado completamente anestesiado, primero con una inyección de morfina y luego con la mezcla estándar de cloroformo, alcohol y éter suministrada a través de un conducto que iba por debajo de la mesa hasta un tubo insertado en la tráquea del perro; evidentemente, este había quedado oculto para las acusadoras. La demostración, que pretendía probar que la presión salivar era independiente de la presión sanguínea, había fracasado: Bayliss fue incapaz de conseguir la estimulación eléctrica del nervio que controla las glándulas salivares y, después de intentarlo en vano durante media hora, había abandonado. El técnico del laboratorio había pasado entonces el perro a un estudiante, Henry Dale [36], quien había extraído el páncreas para su disección y había matado al animal clavándole un cuchillo en el corazón.
El abogado de Bayliss era Rufus Isaacs (más tarde marqués de Reading y virrey de la India), el cual llevó la mayor parte de la defensa. El juez lo evaluó imparcialmente, pero el jurado no tardó mucho en fallar a favor del demandante. A Bayliss se le concedieron dos mil libras por daños, con tres mil libras de costes, lo que dejaba a Coleridge con una factura que en términos actuales equivaldría a unas doscientas cincuenta mil libras pero que pronto fueron recaudadas por los simpatizantes de su movimiento. Con una fina ironía, Bayliss donó sus ganancias a su facultad para usos en la investigación fisiológica. El fondo aún existe y probablemente se utiliza a veces para comprar animales para la investigación.
Reaccionando contra este revés para su causa, un grupo de anti-viviseccionistas dirigido por Louis Lind-af-Hageby, una de las dos suecas que habían iniciado el caso, decidió erigir un monumento en memoria del perro marrón y que sería símbolo de su causa. Se encargó a un escultor bien conocido que hiciera una imagen en bronce del perro para coronar una fuente de agua potable con abrevadero de granito. Después de dos rechazos iniciales se encontró un ayuntamiento receptivo: el distrito londinense de Battersea era en aquella época un feudo socialista y proletario, con varios políticos radicales entre sus habitantes que simpatizaban con la causa anti-viviseccionista. Incluso el hospital local, que evitaba el uso de animales, era conocido por la población local como «el Antivivy». La fuente fue erigida cerca de Battersea Park. En su base llevaba la inscripción:
En memoria del terrier marrón llevado a la muerte en los laboratorios del University College en febrero de 1903, tras haber sufrido vivisección durante más de dos meses y haber pasado de un vivisector a otro hasta que la muerte le liberó. En memoria también de los 232 perros [una exageración] viviseccionados en el mismo lugar durante el año 1902. Hombres y mujeres de Inglaterra, ¿hasta cuándo durarán estas cosas?
La estatua fue descubierta el 15 de septiembre de 1906 e inmediatamente se convirtió en el centro de un airado debate. El perro de bronce resistió un ataque nocturno por parte de un grupo de estudiantes. Estos fueron atrapados por la policía, llevados ante un magistrado y, declarados culpables de daño doloso, fueron multados. Siguieron dos años de reuniones de protesta, mitines, algaradas y detenciones intermitentes en todo Londres. Finalmente, el Ayuntamiento de Battersea se cansó de las disputas interminables; después de que varias soluciones de compromiso no consiguieran encontrar aprobación, se pasó una moción para acabar con esta pesada fuente de controversias y la estatua desapareció silenciosamente una noche en marzo de 1910.
Para la historia completa, véase el pequeño volumen de Peter Mason, The Brown Dog Affair (Two Sevens Publishing, Londres, 1997).