Mucho de lo que ahora sabemos de la naturaleza del universo procede de la radioastronomía. Las grandes antenas parabólicas que recogen señales del vacío, ahora una característica familiar del paisaje rural, son producto de un descubrimiento accidental, un retoño de la lucha por la supervivencia en los primeros años de la segunda guerra mundial. Ciertamente habían sido anticipadas unos diez años antes por la observación hecha por Karl Jansky (1905-1950) mientras investigaba las causas de la interferencia atmosférica en la recepción de radio en los Bell Telephone Laboratories en Estados Unidos [81]. Jansky había descubierto que la intensidad del ruido fluctuaba en un ciclo circadiano, y su instinto le había llevado a medir de forma muy precisa los intervalos entre máximos de ruido. Fue recompensado con el descubrimiento de que ocurrían una vez cada 23 horas y 56 minutos —el período de rotación de la Tierra con respecto a las estrellas—. La fuente de las inoportunas señales debía estar entonces fuera del Sistema Solar y, de hecho, parecía proceder de la Vía Láctea. Esto fue confirmado por un cosmólogo aficionado, Grote Reber, quien construyó una antena parabólica en su jardín en Wheaton, Illinois, para rastrear el origen de las señales de Jansky. El trabajo apenas llamó la atención de los astrónomos y así quedaron las cosas durante una década.
J. S. Hey, un físico, fue reclutado en 1942 para trabajo de guerra. Su tarea consistía en mejorar el errático sistema de radar entonces utilizado por el ejército británico. Los físicos estaban enzarzados en una competición de bloqueos y contrabloqueos con los alemanes. Hey asumió este trabajo con apasionamiento.
La formación básica, las demandas urgentes de la defensa y el ambiente de investigación, todo ello alimentaba mi entusiasmo.
Durante 1941, el enemigo hizo esfuerzos crecientes para bloquear las operaciones de radar. El Ministerio de la Guerra estaba muy preocupado por el hecho de que sus aparatos de radar, particularmente vulnerables a los bloqueos aéreos, pudieran quedar inútiles. El 12 de febrero de 1942, el paso de los buques de guerra alemanes, Scharnhorst y Gneisenau por el Canal de la Mancha, deslizándose casi inadvertidos hasta que fue demasiado tarde para preparar cualquier ataque efectivo sobre ellos, acompañado de bloqueo del radar desde la costa francesa, dio como resultado una drástica reevaluación de la amenaza del bloqueo. El Ministerio de la Guerra decidió incrementar sus esfuerzos para contrarrestar el bloqueo del radar y buscó ayuda del Grupo de Investigación Operativa del Ejército para tratar este difícil problema. La investigación del bloqueo es un tema poco atractivo para un científico, una tarea aparentemente negativa y fastidiosa. De todas formas, había que afrontar el desafío y yo acepté rápidamente la responsabilidad de analizar el radar del Ejército y aconsejar sobre medidas anti-bloqueo. Cooperé con los aliados oficiales del Ejército para concebir instrucciones para los operadores de radar y organizar un sistema de información inmediata. Se situó estratégicamente un laboratorio móvil de J-vigilancia en los acantilados de Dover, manejado por un miembro de mi equipo. Yo tenía un papel peculiar como científico civil que mantenía una posición clave en un organismo del Ejército y el trabajo no se mostró aburrido sino excitante: a menudo se buscaba urgentemente mi consejo por parte del Mando Antiaéreo y del Ministerio de la Guerra.
El 27 y 28 de febrero de 1942, una notable serie de informes procedentes de muchas partes del país describían lo ocurrido durante el día, es decir, un bloqueo por ruido experimentado por un radar antiaéreo que trabajaba a longitudes de onda entre cuatro y ocho metros, y de intensidad suficiente para hacer imposible la operación del radar. Afortunadamente no había ningún ataque aéreo en curso pero cundió la alarma por la incidencia de esta nueva forma de bloqueo y todos se preguntaban qué podría significar. Viendo que las direcciones de máxima interferencia registradas por los operadores parecían seguir al Sol, telefoneé inmediatamente al Observatorio Real en Greenwich para preguntar si había una actividad solar anormal y se me informó que, aunque estábamos a menos de dos años del mínimo del ciclo de manchas solares, una mancha excepcionalmente activa estaba cruzando el disco solar y que se situaba en el meridiano central el 28 de febrero. [Las manchas solares pueden apreciarse por la rotación del Sol; son fuertemente magnéticas, mientras que la intensidad magnética del Sol en general es débil. ] Estaba claro para mí que el Sol debía estar radiando ondas electromagnéticas directamente —pues no había otro modo de explicar la coincidencia en dirección— y que la región de la mancha solar activa era la fuente probable. Yo sabía que las válvulas magnetrón generaban radioondas centimétricas [la radiación reflejada por un avión en la detección por radar] a partir del movimiento de electrones en campos magnéticos de kilogauss [el gauss es la unidad de intensidad de campo magnético], y me pregunté si no sería posible que una región de manchas solares, con su enorme reserva de energía y emisión conocida de corrientes corpusculares de iones y electrones [37] en un campo magnético del orden de cien gauss, generara radiación con longitudes de onda de metros.
Cuando escribí un artículo dando los detalles del caso, mi director, B. F. J. Schonland [sir Basil Schonland, un físico sudafricano que llegó a ser director del Centro de Investigación de Energía Atómica en Harwell] recordó el descubrimiento de Jansky de ruido de radio galáctico del que yo no tenía conocimiento hasta entonces. Lo sorprendente, sin embargo, era que varios radiocientíficos, expertos en investigación ionosférica y en comunicaciones, eran escépticos sobre mi conclusión. Encontraban difícil creer que explosiones de radio tan potentes hubiesen pasado desapercibidas en las décadas previas de investigación de radioondas. Parecía casi una osadía que un novicio en el campo presentara un artículo sobre un fenómeno de radiación solar energética.
El descubrimiento de la intensa emisión de radio del Sol tenía algunas características en común con el descubrimiento de Jansky del ruido de radio cósmico. Ambos eran ejemplos de observaciones con un fin concreto que llevaban a fenómenos desconocidos hasta entonces. En ambos ejemplos, el objetivo había sido estudiar tipos de interferencia que limitaban la efectividad de sistemas prácticos.
El trabajo de Hey, y resultados relacionados obtenidos independientemente un poco más tarde en los Bell Telephone Laboratories, tuvieron que esperar hasta después de la guerra para su publicación. Hey sugiere que el fracaso de los investigadores anteriores en detectar una emisión tan obvia e intensa del Sol en épocas de actividad de manchas solares que, dice él, «casi piden a gritos ser observadas», se debe a su adhesión al dogma imperante en cada momento: no hay peor ciego que el que no quiere ver. Tan sólo un astrónomo aficionado estuvo cerca en 1938.
De J. S. Hey, The Evolution of Radio Astronomy (Elek Science, Londres, 1973).