Una de las terapias médicas más alarmantes, vagamente basada en la teorización fisiológica, fue introducida por un formidable psiquiatra vienés, Julius Wagner-Jauregg (1857-1940). No aceptaba la filosofía freudiana, que en Viena admitía poca disidencia, y fue un entusiasta temprano de la intervención farmacológica. Pensaba que había visto una mejora en el estado de algunos de sus pacientes perturbados tras recuperarse de infecciones febriles. Esto le llevó a una hipótesis (que más tarde se mostró errónea) de cómo un aumento de la temperatura corporal podría influir en el cerebro. Decidió ensayar esta teoría en sus pacientes a quienes procedió a infectar con estreptococos, estafilococos y luego con tuberculosis. Los resultados de estos terribles experimentos impulsaron su confianza en el enfoque y entonces dio un paso más: inyectó sangre de una víctima de malaria fulminante a un paciente sifilítico en un avanzado estado de paresis. Wagner-Jauregg informó encantado de una mejoría notable en el estado mental del paciente.
El método cuajó; Wagner-Jauregg fue recompensado con el premio Nobel en 1927. El tratamiento tuvo amplia aplicación durante los años veinte y treinta, pero no está claro cuántos pacientes murieron de la cura. Afortunadamente se encontraron drogas mejores en las décadas siguientes. De hecho, los pacientes hubieran estado mejor servidos con el régimen del siglo XIX de una súbita inmersión en un mar helado.
La inspiración de Warner-Jauregg estuvo prefigurada de una curiosa manera:
Un día de 1927, el gran Hofrat Julius Wagner-Jauregg de Viena estaba en Suecia sentado en un compartimento de un vagón de ferrocarril esperando que el tren le llevara a Estocolmo donde iba a recibir el premio Nobel de Medicina. Había ganado el premio por su descubrimiento del tratamiento de los enfermos mentales elevando sus temperaturas (en realidad provocándoles fiebres en forma de malaria). Mientras estaba esperando la partida del tren, una señora entró en el compartimento y se sentó frente a él. Entablaron una conversación y resultó que la señora también iba de camino al Royal Palace de Estocolmo y que también ella iba allí para recibir el premio Nobel. El suyo era el premio de Literatura, pues era la poetisa sarda Grazia Deledda. Ella había escrito una historia de amor sobre un joven que estaba loco, y en su locura tropezaba con los pantanos de Macedonia, se empapaba y cogía una fiebre alta y así se curaba de su locura.
La historia es de un artículo de un bioquímico bien conocido, W. E. van Heyningen, en Trends in Biochemical Sciences, N177, agosto, 1979.