Sophie (o Sofya) Kovalevsky fue una matemática de gran talento. Su nombre aparece en los libros de texto actuales en el teorema de Cauchy-Kovalevsky de las ecuaciones diferenciales y también hizo notables contribuciones a la mecánica y la física, especialmente a la teoría de la propagación de la luz en sólidos cristalinos. Su vida es materia de una novela romántica.
Sophie Kovalevsky nació en 1850 dentro de la nobleza rusa y era hija del general de artillería Korvin-Krukovsky. Pero un tío suyo fue quien encendió por primera vez su interés por las matemáticas:
Más que nada, él amaba comunicar las cosas que había logrado leer y aprender en el curso de su larga vida.
Fue durante tales conversaciones cuando tuve ocasión de oír por primera vez ciertos conceptos matemáticos que me causaron una fuerte impresión. Mi tío hablaba de «la cuadratura del círculo», de la asíntota —esa línea recta a la que una curva se aproxima constantemente sin alcanzarla nunca— y de otras muchas cosas que eran completamente ininteligibles para mí y que, pese a todo, parecían misteriosas y profundamente atractivas al mismo tiempo. Y a todo esto, reforzando aún más el impacto que me produjeron estos términos matemáticos, el destino añadió otro suceso completamente accidental.
Antes de nuestro traslado al campo desde Kaluga, toda la casa fue repintada y empapelada. El papel de pared había sido encargado en Petersburgo, pero no se había calculado muy bien la cantidad necesaria y por ello faltaba papel para una habitación.
Al principio se intentó encargar más papel de pared en Petersburgo, pero con la laxitud campesina y la característica inercia rusa todo quedó pospuesto indefinidamente, como suele suceder en tales situaciones. Mientras tanto pasaba el tiempo y aunque todos estaban intentando, decidiendo y disponiendo, la redecoración del resto de la casa se concluyó.
Finalmente se decidió que sencillamente no valía la pena molestarse en enviar un mensajero especial a la capital, a quinientas verstas de distancia, para un simple rollo de papel de pared. Considerando que todas las demás habitaciones estaban arregladas, la de los niños podría decorarse muy bien sin papel especial. Se podría pegar simplemente papel normal en las paredes, teniendo en cuenta en especial que nuestro desván de Polibino estaba lleno de montones de periódicos viejos acumulados durante muchos años y que permanecían allí en total desuso.
Dio la feliz casualidad de que allí en el ático, en el mismo montón que los viejos periódicos y otras basuras, estaban almacenadas las notas de clase litografiadas del curso impartido por el académico Ostrogradsky sobre cálculo diferencial e integral al que mi padre había asistido cuando era un oficial muy joven del ejército. Y fueron estas hojas las que se utilizaron para empapelar las paredes de mi habitación infantil.
Yo tenía entonces unos once años. Cuando miré un día las paredes, advertí que en ellas se mostraban algunas cosas que yo ya había oído mencionar al tío. Puesto que en cualquier caso yo estaba completamente electrizada por las cosas que él me contaba, empecé a examinar las paredes con mucha atención. Me divertía examinar estas hojas, amarillentas por el tiempo, todas moteadas con una especie de jeroglíficos cuyos significado se me escapaba por completo pero que, esa sensación tenía, debían significar algo muy sabio e interesante. Y permanecía frente a la pared durante horas, leyendo y releyendo lo que estaba allí escrito.
Tengo que admitir que entonces no podía dar ningún sentido a nada de ello y, pese a todo, algo parecía empujarme hacia esta ocupación. Como resultado de mi continuo examen aprendí de memoria mucho de lo escrito, y algunas de las fórmulas, en su forma puramente externa, permanecieron en mi memoria y dejaron una huella profunda. Recuerdo en particular que en la hoja de papel que casualmente estaba en el lugar más destacado de la pared había una explicación de los conceptos de cantidades infinitamente pequeñas y de límite. La profundidad de esa impresión quedó en evidencia varios años más tarde, cuando yo estaba tomando lecciones del profesor A. N. Strannolyubsky en Petersburgo. Cuando él explicaba esos mismos conceptos se quedaba sorprendido de la velocidad con la que yo los asimilaba y decía: «Tú los has entendido como si los supieses de antemano». Y, de hecho, desde un punto de vista formal, buena parte de este material había sido familiar para mí desde hacía mucho tiempo.
El padre de Sophie, advertía ella misma en sus memorias, «albergaba un fuerte prejuicio contra las mujeres instruidas» y decidió poner fin a los estudios matemáticos de su hija con su tutor, un hombre, en cualquier caso, de capacidad limitada. Así sigue su relato:
Puesto que yo estaba todo el día bajo la vigilancia estricta de mi institutriz, me vi obligada a practicar alguna astucia sobre esta materia. Al acostarme solía poner el libro [el Curso de Álgebra de Bourdon, que ella había conseguido a través de su tutor] bajo mi almohada, y luego, cuando todos estaban durmiendo [con el ogro de una institutriz inglesa al otro lado de una cortina en la misma habitación] leía por la noche bajo la tenue luz de la lámpara o la linterna.
Entonces llegó otro golpe de buena fortuna: un terrateniente vecino era profesor de física y un día llevó a la casa su nuevo texto de física elemental. Sophie lo abrió y pronto tropezó con las funciones trigonométricas, algo que no había encontrado antes. Estaba desconcertada y su tutor no la podía ayudar. Luchando sola con todo, consiguió descubrir por sí misma el significado de un seno y cómo calcularlo. Cuando ella contó al profesor Tyrtov cuánto había entendido de su libro, él evidentemente respondió con una sonrisa indulgente.
Pero cuando le conté los medios que había utilizado para explicar las fórmulas trigonométricas él cambió su tono por completo. Fue directamente a mi padre argumentando acaloradamente la necesidad de proporcionarme la instrucción más seria e, incluso, comparándome a Pascal.
El resultado fue un acuerdo poco generoso por el que ella sería tutorizada por el ya mencionado profesor Strannolyubsky, un matemático de la Academia Naval de San Petersburgo que también la reconoció inmediatamente como un prodigio.
Pero los intereses de Sophie no se limitaban a las matemáticas. Era una apasionada de la literatura y ella y su hermana se hicieron amigas de Dostoyevsky. Se cree que Dostoyevsky modeló los personajes de Aglia y Alexandra en El Idiota basándose en Sophie y su hermana, a quien él cortejó brevemente. Sophie tuvo un matrimonio tormentoso con Vladimir Kovalevsky, quien llegaría a convertirse en catedrático de Paleontología en la Universidad de San Petersburgo, y tras algunos años dio a luz a una niña. El matrimonio y la huida de la atmósfera sofocante del hogar paterno le habían permitido viajar y a los veinte años de edad abordó al augusto matemático alemán Karl Weierstrass. Weierstrass era entonces un anciano soltero y probablemente algo misógino. En respuesta a la petición de ayuda por parte de Sophie, le planteó un test consistente en problemas tan difíciles que él debió sentirse confiado en que le haría abandonar sus atenciones indeseadas. Las cosas salieron de forma diferente y Weierstrass percibió rápidamente que estaba en presencia de un talento excepcional.
Weierstrass se convirtió en tutor, consejero y amigo de Sophie. Bajo su guía ella maduró y a su debido tiempo presentó su tesis doctoral en la Universidad de Gotinga basada en tres artículos: dos de ellos en matemáticas puras y en astronomía teórica el restante. Luego volvió con su marido a Rusia y durante siete años, para consternación de Weierstrass, pareció haber abandonado las matemáticas. Al final de este período, se separó de su marido y aceptó la invitación para ir a Estocolmo que le hizo un notable matemático sueco, Gösta Mittag-Leffler, a quien Weierstrass había enviado a Rusia para tratar de encontrarla. En Estocolmo, ella recuperó su interés por las matemáticas y ascendió al puesto de catedrática de Matemáticas; la primera mujer en ocupar una cátedra en una universidad europea, pues hasta diecisiete años más tarde no se le concedió un reconocimiento similar a Marie Curie [9]. Mittag-Leffler tuvo que esforzarse para asegurar el nombramiento de Kovalevskaya. La mayoría de los matemáticos del país apoyaban su candidatura, pero llegaron objeciones de otros lados; de hecho, August Strindberg, el dramaturgo antipático, la llamó «una monstruosidad», una anomalía de la naturaleza. Ella siguió haciendo contribuciones importantes a las matemáticas, y por un artículo sobre mecánica («Sobre la rotación de un cuerpo sólido en torno a un punto fijo») recibió un premio muy codiciado de la Academia de Ciencias Francesa, que de hecho fue duplicado, por razón del «servicio completamente extraordinario» que su artículo había rendido a la física teórica.
Mientras tanto Sophie, o Sonya, como llegó a ser conocida en Suecia, había empezado a escribir de nuevo. Su naturaleza inquieta la había reafirmado de forma evidente y parecía estar olvidando las matemáticas una vez más, esta vez por su segundo amor, la literatura. Durante su época en Estocolmo publicó varias novelas, un drama y artículos en revistas literarias suecas y estaba llena de planes para nuevos proyecto literarios. Pero en el invierno de 1891, Sophie Kovalevsky murió de pleuresía, a los cuarenta y un años, con las palabras «demasiada felicidad» en sus labios.
Los extractos anteriores son de A Russian Childhood de Sofya Kovalevskaya, traducido por Beatrice Stillman (Springer-Verlag, Nueva York, 1978). Véase también la biografía de la vida de Sophie Kovalevsky, The Little Sparrow: A Portrait of Sophia Kovalevsky, de D. H. Kennedy (Ohio University Press, Athens, Ohio, 1983), así como un capítulo, reflexión sobre este libro, en la colección de ensayos de Jeremy Bernstein, Cranks, Quarks and the Cosmos (Basic Books, Nueva York, 1993), y el obituario por un amigo de Sophie Kovalevsky, el intrépido científico y anarquista príncipe Peter Kropotkin, Nature, 41, 375 (1891).