La controversia de la generación espontánea se remonta al nacimiento mismo de la ciencia biológica. Estuvo viva durante siglos y ocasionalmente estalló en disputas apasionadas. Pero hacia el siglo XVII había adquirido una dimensión religiosa, pues la idea de que la vida podía aparecer espontáneamente a partir de la materia inerte era contraria a la enseñanza cristiana, la cual sostenía que Dios había ensamblado personalmente un espécimen de cada especie que podría procrear y morir a su debido tiempo. La discusión fue zanjada para fines prácticos por Louis Pasteur a finales del siglo XIX, aunque las voces disidentes no fueron finalmente silenciadas hasta que hubieron pasado otros cincuenta años.
A comienzos del siglo XIX, el debate se centró en gran medida sobre los parásitos tales como las tenias que, según dictaba el sentido común, sólo podían originarse en la materia en putrefacción en el interior del intestino. Luego, en la cuarta y quinta década del siglo, se demostró la transmisión de parásitos o sus huevos entre huéspedes de especies diferentes. En 1854, Friedrich Küchenmeister (1820-1890), un médico de Dresde que se había interesado especialmente por los parásitos, motivado en gran parte por un tenaz ardor religioso empeñado en entender el propósito divino, descubrió el ciclo vital de la tenia. Su método fue particularmente horripilante.
Küchenmeister había estudiado los denominados gusanos vejiga (o cisticercos) encontrados en cerdos, vacas y algunos otros animales. El nombre provenía de las burbujas en las que se enquistan. Se habían detectado en músculos, sin que pareciesen causar problemas al animal, y cuando se examinaban al microscopio mostraban similitudes con la cabeza de la tenia. Küchenmeister tomó gusanos vejiga de los músculos de varias especies de animales y alimentó con ellos a otros animales; cuando, tras un intervalo de tiempo suficiente, estos fueron diseccionados se encontró que albergaban gusanos. Él sospechó también que las tenias humanas procedían de la ingesta de cerdo; una prueba de ello era la alta incidencia de tenia entre los carniceros de cerdo locales y sus familias.
En 1885, decidido a poner a prueba su hipótesis, Küchenmeister tuvo una idea genial: pidió permiso para ensayar un experimento sobre un criminal condenado. En aquellos días la higiene dejaba mucho que desear y, unos días antes de la fecha prevista para la ejecución, Küchenmeister había advertido que la carne de cerdo que estaba cenando contenía gusanos vejiga cocinados. Dirigiendose rápidamente al carnicero consiguió una pieza de carne del mismo animal. Sacó algunos gusanos vejiga y los mezcló en una sopa tibia y un pudin negro, los cuales fueron ofrecidos al condenado (sin lo que ahora se llamaría consentimiento informado). El hombre consumió dos raciones y tres días más tarde se encontró con el verdugo. Küchenmeister abrió el cadáver, examinó la vísceras y encontró tenias jóvenes en desarrollo unidas a la pared intestinal. Cinco años después se le ofreció a Küchenmeister otra oportunidad de confirmar su resultado. Esta vez se le dio acceso al prisionero cuatro meses antes de la ejecución. El resultado fue gratificante: cuando se le abrió, el intestino del criminal mostró una tenia de metro y medio de largo. Los hallazgos, importantes como eran, causaron una amplia revulsión en la comunidad de los biólogos. Un recensor del informe publicado, citando a Wordsworth, decía de Küchenmeister que era
Alguien capaz de mirar y estudiar las plantas
Sobre la tumba de su madre[18].
Otros buscadores de la verdad más escrupulosos han infligido peores abusos en sus propios cuerpos, como cuando en 1767 John Hunter, famoso anatomista escocés y cirujano de Jorge III, se inyectó pus de las llagas de un paciente de gonorrea en su propio pene para determinar cómo se transmitía la enfermedad. Hunter fue desafortunado porque su paciente evidentemente también tenía sífilis y nunca recobró su salud. Además extrajo la falsa conclusión de que sífilis y gonorrea eran dos aspectos de una misma enfermedad y así retrasó la venereología durante muchos años. Sólo un siglo después se identificaron los agentes de las enfermedades venéreas y la prueba final se obtuvo una vez más sólo por una suspensión del principio ético. En 1885, un bacteriólogo alemán, Ernst von Bumm, cultivó la bacteria de la gonorrea y, para asegurarse, inoculó el cultivo en una mujer sana. Cuatro años después, Albert Neisser, en Breslau, mientras buscaba la espiroqueta que causa la sífilis, inyectó secreciones sifilíticas a cuatro personas sanas. Cuando esto se conoció fue causa de un escándalo público y Neisser fue adecuadamente censurado y multado.
Pero el delito de Neisser fue menos atroz que el desalmado estudio de sífilis de Alabama, el cual persistió durante cuarenta años en el siglo XX: un gran número de pacientes, todos ellos negros (pues la sífilis era normalmente considerada en los estados sureños como «una enfermedad de negros» y se sostenía que tenía un componente genético) recibieron sólo placebos, para que así pudiera seguirse el progreso de la enfermedad hasta que sobrevenía la muerte.
Los detalles de los descubrimientos de Friedrich Küchenmeister están en W. D. Foster, A History of Parasitology (Livingstone, Edimburgo, 1965); véase también, Parasite Rex: Inside the Bizarre World of Nature’s Most Dangerous Creatures, de Carl Zimmer (The Free Press, Nueva York, 2000). Para una historia de la autoexperimentación, véase Lawrence K. Altman, Who Goes First? (Random House, Nueva York, 1987).