Debemos la idea de datación por radiocarbono al químico Willard Libby (1908-1980). El carbono, que es un constituyente de todos los compuestos que intervienen en los procesos de la vida, contiene una pequeña proporción de un isótopo radiactivo [149]. Cuando muere un organismo, el metabolismo cesa y ya no hay más movimiento de todos estos compuestos de carbono, de modo que el isótopo radiactivo no es reemplazado y se desintegra. En consecuencia, la cantidad de radiactividad detectada en la sustancia del animal o planta muertos (madera o algodón, por ejemplo) da una medida de cuánto tiempo llevan en ese estado. Esta técnica revolucionó la práctica de la arqueología y le valió a Libby el premio Nobel en 1960. El recuerdo que sigue procede del bioquímico norteamericano Daniel Koshland, entonces un estudiante investigador:
Recuerdo una tarde de sábado en la que Frank Westheimer [un distinguido químico y supervisor de investigación de Koshland] entró corriendo en el laboratorio y dijo: «Ven conmigo. Te necesitamos en una reunión». Yo le seguí obedientemente para encontrar a Frank, Bill Libby, George Whelan, otros dos profesores y algunos estudiantes graduados y posdoctorados reunidos en una habitación. El problema que se nos presentó era que Libby quería saber cómo reducir a cenizas un pingüino. Alguien había dicho a Libby que debería tener una muestra moderna y verificada de composición de carbono para comparar con sus antiguas muestras de datación por carbono y que para ello debería reunir animales del Polo Norte, el Polo Sur, el Ecuador, etc.
El pingüino había sido traído de la Antártida y estábamos encargados de transformar todo el carbono de la carne, el pico, las garras, las plumas, etc., en CO2. Las primeras respuestas del grupo eran las obvias, tales como ácido sulfúrico humeante, aqua regia [una mezcla de ácidos nítrico e hidroclórico], ácido nítrico humeante, soluciones de cromato y así sucesivamente. Cada sugerencia era descartada por recomendación de alguno cuya experiencia le decía que no podía funcionar. Finalmente, frustrado, el grupo se separó para cenar. Varios días más tarde me encontré casualmente con Libby y le pregunté qué se había decidido. Libby dijo que no se había encontrado ninguna solución química pero que había mencionado el problema a su mujer. Ella señaló que todos los materiales del cuerpo estaban sintetizados a partir de una fuente común y, por ello, sugirió que cocinásemos el pingüino y recogiéramos la grasa que, por supuesto, podía oxidarse fácilmente para dar CO2. Seguimos su consejo y el problema se solucionó. Tanto este plato imaginativo como el intercambio de ideas entre profesores y estudiantes durante el transcurso de varias horas son ejemplos típicos de lo que hacía tan excitante en esa época la atmósfera en Chicago.
D. E. Koshland, Annual Reviews of Biochemistry, 65, 1 (1996).