El fenómeno del caos —la aparición de pautas a partir de la aleatoriedad— ha afectado en años recientes a casi todas las áreas de la ciencia. Las irregularidades en procesos físicos y biológicos (de hecho, incluso en procesos económicos) fueron siempre consideradas como algo que desafiaba el análisis teórico y en consecuencia eran rehuidas por los teóricos. La turbulencia en los flujos fluidos era un problema práctico que había preocupado tanto a ingenieros como a fisiólogos y los físicos llevaban mucho tiempo molestos por las transiciones aparentemente aleatorias entre el flujo de agua estacionario y el discontinuo en un grifo que gotea. Las ideas que hay tras la teoría del caos habían sido vagamente prefiguradas en años anteriores, pero los inicios de la disciplina pueden datarse adecuadamente en 1961, y el lugar fue el MIT, el Instituto Tecnológico de Massachusetts. Edward Lorenz era un meteorólogo formado como matemático; su interés era la predicción del tiempo a largo plazo y había reconocido muy pronto que cualquier sistema de ecuaciones con el objetivo de simular el cambio temporal de una pauta climática solamente se haría manejable con la llegada de los computadores de alta velocidad. Lorenz había comprado una de las primeras máquinas disponibles comercialmente y había escrito un programa rudimentario para el cambio en una pauta climática basado en doce ecuaciones. Su computador vomitó una interminable serie de mapas del tiempo sucesivos.
Lorenz suponía, como hacían todos los demás, que la evolución del clima sería determinista: que el estado de la atmósfera en cualquier instante determinaría unívocamente su estado en cualquier instante posterior de modo que la aproximación de una predicción dependería sólo de la precisión con que pudiera definirse en estado de partida. El computador de Lorenz generaba predicciones en forma de datos numéricos que luego podían transformarse en una forma gráfica. La revelación llegó un día cuando Lorenz decidió examinar más de cerca una parte de la salida numérica y así, para ahorrar tiempo, reinició la computación en un punto a mitad de la serie anterior. Luego se fue a tomar un café.
A su regreso, Lorenz quedó sorprendido al ver que la predicción de su programa se había desviado sustancialmente del resultado anterior. Pero entonces cayó en la cuenta de que había una diferencia entre los dos experimentos. La precisión de los valores iniciales que había dado a la máquina era menor la segunda vez que la primera: en lugar del 0,506127, por ejemplo, para una de las variables que definían el clima, él había dado 0,506. Pero la diferencia era sólo de una parte en cinco mil, mucho menor de lo que Lorenz podía imaginar que afectaría al resultado. Una parte en cinco mil equivaldría a no más que un soplo de aire infinitesimal. Lorenz podía muy bien haber supuesto que su computador se estaba comportando de forma errática. En lugar de ello, continuó su observación y descubrió que el fenómeno matemático era real: por pequeña que fuera la diferencia entre los valores de partida, las predicciones divergirían hasta que, al cabo de un rato, cualquier similaridad entre ellas habría desaparecido. Así es como lo cuenta James Gleick en su libro sobre caos:
Pero por razones de intuición matemática que sus colegas sólo llegarían a entender más tarde, Lorenz sintió una sacudida: algo no encajaba filosóficamente. La importancia práctica podía ser asombrosa. Aunque las ecuaciones eran una caricatura del clima de la Tierra, él tenía fe en que captaban la esencia de la atmósfera real. Ese primer día decidió que la predicción del tiempo a largo plazo estaba condenada al fracaso.
«Comprendí», concluía Lorenz, «que cualquier sistema físico que se comportara de forma no periódica sería impredecible». Su conclusión se mantuvo cuando, años más tarde, se programó un computador muchísimo más potente para modelar el clima no ya con doce, sino con no menos de medio millón de ecuaciones. Así nació el «efecto mariposa»: el batido del ala de una mariposa en Beijing sería suficiente para cambiar el clima en Nueva York un mes después.
Edward Lorenz, no obstante, no se paró ahí. Descubrió sistemas de ecuaciones mucho más sencillos que generaban divergencia, de acuerdo con lo que llegó a conocerse como el efecto de «dependencia de las condiciones iniciales». Su intuición le decía que las desviaciones en los resultados vistos en ciclos de computación repetidos deberían ser recurrentes, que debería aparecer una pauta de cambio, y así se demostró de hecho. Las magnitudes fluctuantes de una variable, cuando se representaban en una gráfica tridimensional, se distribuirían alrededor de un foco, lo que llegó a conocerse como «el atractor de Lorenz». Tales imágenes han entrado ahora en el repertorio de los diseñadores gráficos. Así es como salió a la luz el fenómeno del caos, pero Lorenz publicó sus resultados en revistas meteorológicas, que los científicos de otras disciplinas no leían, y se necesitaron años para que la importancia de sus observaciones calara en muchas áreas en las que ahora son un lugar común. Entre estas se incluyen el flujo de líquidos en las mareas, olas y tuberías (y no menos en arterias y venas), los latidos del corazón, las fluctuaciones de las poblaciones animales y muchas más.
Gleick cita las palabras de un físico: «La relatividad acabó con la ilusión newtoniana de espacio y tiempo absolutos; la teoría cuántica acabó con el sueño newtoniano de un proceso de medida controlable; y el caos acaba con la fantasía laplaciana [145] de la predecibilidad determinista». Esta es una verdad mucho más profunda que la observación de un psiquiatra, Ernest Jones, la cual expone que la psique del hombre ha sufrido sólo tres golpes dolorosos: los dados por Galileo, por Darwin y por Freud.
Véase el notable libro de James Gleick, Chaos-Making a New Science (Viking, Nueva York, 1987; Heinemann, Londres, 1988). [Hay traducción española: Caos: la creación de una ciencia, Seix Barral, Barcelona, 1998.]