96. Una visita al Führer

Max Planck fue una figura trágica. Cuando Adolf Hitler se hizo con el poder en Alemania, Planck era el científico más respetado e influyente del país. Era él quien había iniciado la revolución en la física con el descubrimiento de que la energía radiante está cuantizada: es decir, existe en forma de paquetes definidos, o cuantos. Planck, una figura ascética, el último de una línea de pastores luteranos, se hizo amigo de Albert Einstein con quien tocaba música de cámara. Su hijo mayor cayó luchando en la primera guerra mundial, sus adoradas hijas gemelas murieron ambas de parto y su hijo menor fue ejecutado en las últimas semanas de la segunda guerra mundial, acusado de participar en el golpe contra la vida de Hitler el año anterior.

Cuando Hitler se convirtió en canciller y promulgó las leyes raciales (de Nüremberg), Planck era presidente del Kaiser-Wilhelm-Gesellschaft (ahora el Max-Planck-Gesellschaft) —la organización fundada, con la bendición del káiser, para promover el progreso científico a través de su red de institutos de investigación que abarcaba todas las ramas de la ciencia—. Consternado por el despido de los judíos entre quienes estaban muchos de sus amigos, Planck se encontró ante un penoso dilema. Una protesta pública podría dar como resultado su propia expulsión de la posición de poder dentro del sistema académico, y por ello consideraba —erróneamente, como creían algunos de sus colegas más rectos, y especialmente los judíos expulsados— que su deber era mantenerse en calma, aferrarse a su presidencia y tratar de proteger lo que podía salvarse de la física alemana. Einstein no pudo perdonarle y nunca volvió a comunicarse con él. Pero en mayo de 1933, cuando estaba empezando el éxodo judío, Planck pidió una audiencia con Hitler y supuestamente trató de amonestarle. Esta es la narración del propio Planck de la entrevista, escrita catorce años después del suceso:

Después de que Hitler se hiciera con el poder, yo, como presidente del Kaiser-Wilhelm-Gesellschaft, tenía la obligación de presentar mis respetos al Führer. Pensé que podía aprovechar esta oportunidad para decir unas palabras en favor de mi colega judío, Fritz Haber, sin cuyo procedimiento para la conversión del nitrógeno atmosférico en amoniaco, la última guerra se habría perdido muy pronto. [Haber, un ferviente patriota bautizado judío, premio Nobel y arquitecto del programa de guerra durante la gran guerra, fue despojado de todo lo que más quería y perseguido en Alemania.] Hitler respondió con las palabras: «Yo no tengo nada contra los judíos. Pero los judíos son todos comunistas, y estos son mis enemigos, contra quienes se dirige mi lucha». A mi observación de que hay muchas clases de judíos, tanto valiosos para la humanidad como sin valor, y que entre los primeros hay viejas familias de la mejor cultura alemana y que habría que distinguir entre ellos, él respondió: «Eso no es cierto. Un judío es un judío; todos los judíos actúan de la misma forma. Donde hay un judío se juntan inmediatamente otros judíos de todo tipo. Debería haber una obligación por parte de los propios judíos de trazar una línea entre tipos diferentes. Ellos no lo han hecho y por ello tengo que proceder contra todos los judíos por igual». A mi comentario de que sería autodestructivo que los judíos valiosos fueran obligados a emigrar porque necesitábamos urgentemente sus trabajos científicos o de lo contrario serían otros países los que se beneficiarían de su valor, se negó a hacer más comentarios, se perdió en generalidades y finalmente concluyó: «Dicen que a veces sufro de debilidad nerviosa. Esto es una calumnia. Yo tengo nervios de acero». A continuación dio una palmada violenta en sus rodillas, empezó a hablar todavía más deprisa y tuvo tal arrebato de ira que no tuve otra opción que quedarme en silencio e irme.

Por desgracia, se han arrojado algunas dudas sobre la exactitud de la narración de Planck. Cuando la expuso en 1947, él tenía ochenta y nueve años, acababa de salir de una enfermedad que estuvo a punto de costarle la vida y, de hecho, murió algunos meses después. Los acontecimientos que ocurrieron durante el período más tortuoso de su vida quizá estaban confusos en su mente. En cualquier caso, sus amigos recordaban de forma muy diferente los informes que hizo de la visita inmediatamente después de que tuviera lugar. Dudaban de que Planck hubiera tratado de abordar la peligrosa cuestión de los judíos y pensaban que, en cualquier caso, Planck no había encontrado a Hitler con humor para escuchar a un intelectual anciano al que rápidamente dio la espalda. Hay fotografías del desdichado Planck en un estrado adornado con la esvástica en una sesión de la Academia Prusiana de Ciencias. Se le vio levantar su brazo lentamente, dejarlo caer, y finalmente levantarlo tristemente con el saludo nazi.

La narración de Planck de su encuentro con Hitler se publicó (en alemán) en Physikalische Blätter, 3, 143 (1947). Para una biografía de Planck véase J. L. Heilbron, The Dilemmas of an Upright Man (University of California Press, Berkeley, 1986).