Philip Gosse fue un biólogo del siglo XIX, figura respetada y miembro de la Royal Society, que se había esforzado seriamente por entender la teoría de Darwin. También era un sobresaliente divulgador de historia natural en sus escritos y conferencias públicas. Figura de inflexible rectitud victoriana, no tenía tiempo para la frivolidad y apenas siquiera para su familia. Una entrada en su diario dice: «Recibida golondrina verde de Jamaica. E. nacimiento de un hijo».
Como cristiano fundamentalista, miembro de la austera secta de los Hermanos de Plymouth, Gosse se sentía profundamente molesto por la evidente contradicción entre el registro fósil y la cronología bíblica. Tras varios años de angustia llegó a una solución para este y otros problemas planteados por los descubrimientos científicos y, en 1884, publicó los frutos de sus elucubraciones en un libro que tituló Omphalos, el término griego antiguo para el ombligo. De hecho, una de las preocupaciones de Gosse había sido el espinoso problema de si Adán, quien a diferencia de sus descendientes no nació de una mujer, poseía este rasgo anatómico. La teoría de Gosse consistía en esencia en que la creación divina había sido diseñada para incorporar la apariencia de pre-existencia. Había así un tiempo verdadero o «diacrónico» y, además, la escala temporal espúrea de Dios o «procrónica», en la que reposaban los fósiles que Gosse había estudiado tan decididamente. La historia del recibimiento que tuvo el libro está contada por el hijo de Gosse, Edmund, novelista y hombre de letras (e hijo único de Philip, cuya venida al mundo había merecido una entrada tan críptica en el diario).
Para gran indignación de mi padre, la teoría fue resumida por una prensa apresurada en términos bastante vagos, más o menos así: que Dios ocultó los fósiles en las rocas para tentar a los geólogos a la infidelidad. En verdad, esta era la conclusión lógica e inevitable de aceptar literalmente la doctrina de un súbito acto de creación; resaltaba el hecho de que cualquier salto en el curso de la Naturaleza sólo podía concebirse sobre la hipótesis de que el objeto creado daba un falso testimonio de procesos pasados que nunca habían tenido lugar. Por ejemplo, es cierto que Adán poseía cabello, dientes y huesos cuya formación habría requerido muchos años, pero fue creado ya adulto simplemente ayer. Es cierto —aunque sir Thomas Browne lo negara— que mostraba un omphalos, pero ningún cordón umbilical le había unido nunca a una madre.
Nunca se editó un libro con mayores pronósticos de éxito que las de este curioso, obstinado y fanático volumen. Mientras esperaba a que se publicase, mi padre vivía en una fiebre de incertidumbre. Este Omphalos, pensaba él, iba a poner fin al torbellino de especulación científica, lanzando la geología en brazos de las Escrituras y haciendo que el león paciese con el cordero. No era sorprendente, admitía, que se hubiese experimentado un desacuerdo creciente entre los hechos que la geología saca a la luz y las sentencias directas de los primeros capítulos del Génesis. Nadie tenía la culpa. Mi padre, y sólo mi padre, poseía el secreto del enigma; sólo él tenía la llave que podía abrir suavemente el candado del misterio geológico. La ofrecía, con gesto entusiasta a ateos y cristianos por igual. Esta iba a ser la panacea universal; este sería el sistema de terapéutica intelectual que no podía sino curar todas las enfermedades de la época. Pero ¡ay!, ateos y cristianos por igual lo leyeron, rieron y lo dejaron de lado.
En el curso de ese invierno triste, mientras el correo empezaba a traer cartas privadas, pocas y frías, y recensiones públicas, muchas y desdeñosas, mi padre buscó en vano la aprobación de las iglesias, y en vano la aquiescencia de las sociedades científicas, y en vano la gratitud de esos «miles de personas pensantes» que él estaba seguro de recibir. Cuando su reconciliación de las frases de las Escrituras con las deducciones geológicas no fue bien recibida en ninguna parte, cuando Darwin siguió en silencio y el joven Huxley se mostró desdeñoso, e incluso Charles Kingsley, de quien mi padre había esperado un agradecimiento instantáneo, escribió que él no podía «abandonar la laboriosa y lenta conclusión de veinticinco años de estudio de la geología, y creer que Dios había escrito en las rocas una mentira enorme y superflua», cuando todo esto sucedió o dejó de suceder, una penumbra, fría y triste, se abatió sobre nuestras tazas de té de la mañana. Era lo que los poetas entienden por una penumbra «espesa»; se hacía más densa día a día mientras la esperanza y la autoconfianza se evaporaban en tenues nubes de disgusto. Mi padre no estaba preparado para un destino semejante. Había sido el mimado del público, el favorito constante de la prensa y ahora, como a los ángeles de las tinieblas,
tan aplastante derrota
le abrumó con ruina[16].
Él no pudo recuperarse de la sorpresa de haber ofendido a todo el mundo con una empresa que había emprendido por la causa de la reconciliación universal.
La imagen de un Dios taimado que intenta engañar a la humanidad hace una extraña reaparición un siglo después. El abad Georges Lemaître (1894-1966), además de sacerdote católico era también un respetado físico teórico. Su principal interés estaba en la cosmología, y fue él quien por primera vez formuló explícitamente la idea del universo en expansión que llevó a la teoría de su formación en el big bang [81]. Lemaître, un belga, fue a dar clases en la Universidad de Gotinga donde estudiaba Victor Weisskopf, un distinguido físico austriaco que emigró a Estados Unidos inmediatamente antes de la segunda guerra mundial. El tema de Lemaître era la edad de la Tierra [16]; él y otros la habían calculado a partir de la abundancia de ciertos elementos, productos de la desintegración radiactiva de elementos padres con semi-vidas muy largas (una medida de cuánto duran los átomos de un elemento radiactivo antes de su transformación en el elemento hijo) [149].
El abad Lemaître nos dijo que tales investigaciones habían revelado que la Tierra tenía unos 4500 millones de años.
Cuando nos sentamos con él después de su charla, alguien le preguntó si creía en la Biblia. Él dijo: «Sí, cada palabra es verdadera». «Pero —continuamos nosotros—, ¿cómo puede decirnos que la Tierra tiene 4500 millones de años si la Biblia dice que tiene 5800 años aproximadamente?». Él, supongo que medio en broma, contestó: «No hay contradicción», «¿Cómo que no?», casi gritamos. Él explicó que Dios hizo la Tierra hace 5800 años con todas las sustancias radiactivas, los fósiles y demás indicios de una edad mayor. Lo hizo para tentar a la humanidad y poner a prueba su creencia en la Biblia. Entonces preguntamos: «¿Por qué está usted tan interesado en averiguar la edad de la Tierra si no es la edad real?», y él respondió: «Sólo para convencerme de que Dios no cometió ni un solo error».
El pasaje sobre Philip Gosse procede de Edmund Gosse, Father and Son: A Study of Two Temperaments (Heinemann, Londres, 1907, y muchas veces reimpreso). Los recuerdos de Victor Weisskopf están narrados en The Joy of Insight: Passions of a Physicist (Basic Books, Nueva York, 1981).