85. Medicina fuerte

Los químicos de la compañía farmacéutica alemana C. H. Boehringer und Sohn iban tras un vasoconstrictor (un agente que hace que los vasos sanguíneos dilatados se contraigan) para mitigar los síntomas del resfriado común. Si pudiera encontrarse un compuesto que atravesase las superficies mucosas, cuando se introdujese en la nariz podría contraer los pequeños vasos y desbloquear el conducto nasal. Helmut Stähle había sintetizado una serie de compuestos afines (familiares para los químicos orgánicos como derivados de la imidazolina) que esperaba que pudieran servir para este propósito. Un día de 1962 se entregaron muestras al director médico de la compañía, el doctor Wolf. Por una feliz casualidad, la secretaria del doctor Wolf, frau Schwandt, había pillado un fuerte catarro, y pensando que poco daño le haría probar una pizca de la nueva sustancia, que era de un tipo considerado en general inocuo, aspiró un poco de solución diluida por su nariz. Frau Schwandt bostezó visiblemente y cayó en un profundo sueño del que no pudo despertarse hasta el día siguiente. Naturalmente la alarma fue grande; se llamó a un médico y descubrió que la presión sanguínea del conejillo de indias humano había caído de forma precipitada. Felizmente, frau Schwandt no sufrió ningún daño duradero y el producto químico llegó finalmente al mercado con el nombre de Clonidina. Resultó que actuaba sobre el sistema nervioso periférico y encontró un amplio uso como tratamiento para la hipertensión y una amplia gama de otros trastornos.

Hay, por supuesto, innumerables ejemplos registrados (véase también [80] y [134]) de experimentos heroicos llevados a cabo por fisiólogos, farmacólogos y médicos sobre sí mismos y sus colegas. Uno de ellos llevó al descubrimiento de un tratamiento radicalmente nuevo para el alcoholismo, que nunca podría haber sido resultado de un plan premeditado. El protagonista principal del drama fue un farmacólogo, el jefe de investigación de una empresa farmacéutica danesa, Erik Jacobsen. Los hechos se desarrollaron durante la segunda guerra mundial.

Era costumbre de Jacobsen y sus colegas, incluyendo a los técnicos, probar ellos mismos todas las sustancias nuevas, sintetizadas para posible uso como medicinas. Jacobsen y su amigo, Jens Hald, estaban interesados en un compuesto conocido como disulfiram, que se utilizaba en forma de un ungüento para tratar sarnas, una afección causada por un parásito de la piel, endémica en ese período de grandes privaciones en toda la Europa ocupada. Hald tenía la idea, basada en lo que se sabía de la actuación de las medicinas, de que también podría ser útil para matar parásitos intestinales. Tras algunos resultados esperanzadores en experimentos con conejos, que no mostraban ningún efecto dañino ni siquiera por dosis masivas, Jacobsen y Hald tomaron una ración de píldoras de disulfiram durante algunos días y concluyeron que el compuesto era realmente inocuo. Luego, un día, Jacobsen decidió tomarse una cerveza con el bocadillo del almuerzo, el cual consumió mientras estaba sentado en la biblioteca en compañía de sus colegas. Al final del almuerzo, Jacobsen se sintió mareado, débil y su cabeza zumbaba. Sus síntomas pasaron lentamente y se recuperó lo bastante como para volver al trabajo. Descartó la intoxicación por la comida como causa de su malestar ya que su mujer y sus hijas no mostraron síntomas tras comer lo mismo. Algunos días más tarde almorzó en un restaurante con el director comercial de la compañía. Bebieron un aperitivo y Jacobsen volvió al laboratorio mostrando, para alarma de sus colegas, un rostro muy enrojecido al tiempo que de nuevo su cabeza empezó a zumbar y se sintió mal. Al final de la semana volvió a suceder:

Ese viernes, mientras un farmacólogo amigo daba una charla informal durante el almuerzo, Jacobsen bebió una cerveza y comió el bocadillo de albóndigas que había preparado su mujer. Inmediatamente después tuvo otro ataque y se fue pronto a casa. Era un trayecto de varios kilómetros y mientras iba tambaleándose en su bicicleta a través de las estrechas calles de Copenhague se preguntaba: «¿Podrían ser esas albóndigas?». Inquirió a sus hijas sobre qué habían tomado para almorzar. Albóndigas, igual que su padre. Ellas se encontraban bien; las albóndigas no podían ser responsables.

Algunos días más tarde, Jacobsen se encontró a Hald en el pasillo y discutieron el experimento del disulfiram: Hald confesó que había tenido las mismas experiencias que Jacobsen. Las sospechas recayeron sobre las píldoras de disulfiram. Los dos llevaron a cabo más ensayos masivos sobre sí mismos y otro colega y, entonces, para estar doblemente seguro de su conclusión, Jacobsen tomó una ración de píldoras antes de inyectarse una pequeña cantidad de alcohol. El efecto fue espectacular: la presión sanguínea de Jacobsen descendió de forma alarmante, casi a cero, y estuvo a punto de morir. Ahora estaba claro que el alcohol reaccionaba con el disulfiram, o más bien con un producto de su descomposición en el cuerpo, para formar un producto altamente tóxico. Poco después de esta experiencia disuasoria recibió una visita casual de un amigo químico que, inmediatamente, identificó el olor del aliento de Jacobsen como acetaldehído, el primer producto, y tóxico, de la oxidación del alcohol que normalmente sufre rápidamente una oxidación posterior para convertirse en ácido acético (como cuando se forma vinagre a partir del vino). Era la incorporación de acetaldehído la principal responsable de los efectos desagradables que Jacobsen y Hald habían experimentado.

Las posdata de la historia es que Jacobsen relató sus aventuras con el disulfiram en una conferencia pública. Él no sabía que entre la audiencia había un periodista y se sorprendió al ver contada la historia al día siguiente en el principal periódico de Copenhague. Fue leída por un psiquiatra cuya especialidad era el tratamiento de la adicción al alcohol por terapia de aversión, una medida desagradable y raramente exitosa. El psiquiatra se puso en contacto con Jacobsen y pronto se utilizó el disulfiram, como aún se utiliza, para tratar a los alcohólicos crónicos. Jacobsen sugirió un nombre para los preparados de disulfiram: «Antabuse».

Quizá el exponente más famoso de autoexperimentación fue el biólogo J. B. S. Haldane, célebre por su trabajo en fisiología, genética y bioquímica, sin olvidar su capacidad matemática y su conocimiento de los clásicos griegos y latinos; sobresale, además, por su inquebrantable creencia en el comunismo, sus tempestuosas relaciones con el sistema académico y su gusto por los conflictos. Fue uno de los pocos hombres de su generación que disfrutó con la primera guerra mundial Y se sentía privilegiado por haberla sufrido. Haldane era quizá único entre los fisiólogos en evitar el uso de animales en la investigación en favor de los experimentos sobre sujetos humanos, sobre todo él mismo Aprendió primero la práctica de su padre, John Scott Haldane, catedrático de Fisiología en Oxford, que consiguió fama por sus trabajos sobre los efectos de gases en las minas los cuales salvaron muchas vidas; incluso en una ocasión respiró una mezcla de aire y monóxido de carbono hasta que la mitad de la proteína respiratoria en su sangre, la hemoglobina, había quedado secuestrada por el monóxido de carbono. Esto pudo haberle matado. Cuando aún era un muchacho, J. B. S. acompañaba a su padre al fondo de las minas, sirviendo como discípulo, ayudante y, en bastantes ocasiones, como conejillo de indias. Esta es su narración de una de estas excursiones, cuando él y su padre fueron bajados en una cubeta grande y se arrastraron por un túnel estrecho:

Al cabo de un rato llegamos a un lugar donde el techo estaba aproximadamente a unos dos metros y medio y, por tanto, un hombre podía ponerse de pie. Uno de los del grupo encendió su lámpara de seguridad. Esta se llenó de una llama azul y a continuación se extinguió con una pequeña explosión. Si hubiera sido una vela hubiera desencadenado una detonación y probablemente habríamos muerto. Pero, por supuesto, la rejilla de la lámpara de seguridad mantuvo la llama en el interior. El aire próximo al techo estaba lleno de metano, o grisú, que es un gas más ligero que el aire, de modo que el aire que había a ras de suelo no era peligroso.

Para demostrar los efectos de respirar grisú, mi padre me dijo que me pusiese de pie y recitase el monólogo de Marco Antonio en el Julio César de Shakespeare que empieza: «Amigos, romanos, compatriotas». Pronto empecé a jadear, y aproximadamente al llegar a «el noble Bruto» mis piernas cedieron y me derrumbé en el suelo donde, por supuesto, el aire era bueno. De esta manera aprendí que el grisú es más ligero que el aire y que respirarlo es peligroso.

El padre de Haldane era un asesor del Almirantazgo sobre temas de buceo y había transformado las prácticas de seguridad submarina y los procedimientos utilizados para descompresión. En 1908, cuando tenía quince años, J. B. S. ya se había permitido un buceo.

Inmediatamente después hubo una continuación cuando John Scott Haldane fue invitado a tomar parte en un viaje de prueba de un nuevo submarino del Almirantazgo. Necesitaba un ayudante y explicó a su familia que, puesto que el buque estaba en una lista secreta, su elección estaba limitada. Viendo que su marido estaba muy preocupado por el ayudante, la señora Haldane preguntó sin darle importancia: «¿Por qué no llevas a Boy? (como llamaban a su hijo familiarmente)». «¿Tiene la edad suficiente?», respondió John Scott Haldane volviéndose hacia su hijo para preguntarle: «¿Cuál es la fórmula de la soda-lime?». J. B. S. cantó la fórmula. Inmediatamente después hizo su primer viaje en un submarino.

Cuando llegó la gran guerra, Haldane se alistó en el Black Watch y se lanzó a la lucha con gran entusiasmo como jefe de un pelotón en Francia. Fue herido varias veces y emprendió una serie de aventuras desautorizadas y temerarias. Luego, en 1915, el primer ataque con gas tomó al ejército británico totalmente por sorpresa. El canciller, lord Haldane, telegrafió a su hermano en Oxford pidiendo consejo, y J. S. partió inmediatamente para Francia. Descubrió que noventa mil máscaras de gas que se estaban distribuyendo a los soldados eran de un tipo que él creía ineficaz. Inmediatamente hizo llamar a su colega, el profesor C. G. Douglas de Oxford, y reclutó a su hijo de las trincheras. Junto con un puñado de voluntarios, los tres hicieron turnos para sentarse en una cámara en cuyo interior se bombeaba gas de cloro. J. B. S. escribió:

Teníamos que comparar los efectos de varias cantidades sobre nosotros mismos, con y sin mascarillas. Irritaba los ojos y producía una tendencia a jadear y toser cuando era respirado. Por esta razón tenían que utilizarse fisiólogos entrenados. Un soldado ordinario probablemente refrenaría su tendencia a jadear y toser si estuviese manejando una ametralladora en una batalla, pero podía no hacerlo en un experimento de laboratorio en donde nada apartaba su mente de su propias sensaciones. Un fisiólogo experimental tiene más autocontrol. También era necesario ver si uno podía correr o trabajar duro con las mascarillas, por lo que dentro de la cámara de gas teníamos una especie de rueda que se giraba a mano, por no mencionar los sprints de cincuenta metros que se hacían con mascarillas en el exterior.

«No hubo daños duraderos», continuaba Haldane, «porque todos sabían cuándo detenerse, pero él quedó con la respiración débil e incapaz de correr durante aproximadamente un mes». En este estado gresó a su regimiento y participó en la batalla de Festubert, donde fue herido dos veces. El biógrafo de Haldane sugiere que el resultado de estos pocos días de experimentación en la cámara de gas salvó miles de vidas y quizá evitó un colapso inmediato del frente.

Haldane regresó al servicio de su país precisamente antes de la segunda guerra mundial, cuando un nuevo submarino, el Thetis, se hundió mientras hacía pruebas en el Mersey llevando a la muerte a 99 hombres, marineros y civiles. Haldane fue invitado a investigar los problemas asociados con el engranaje de escape instalado en los submarinos británicos. Esto llevó a una serie de peligrosos experimentos que requerían la exposición a altas presiones y altas concentraciones de oxígeno y dióxido de carbono durante largos períodos. Haldane estaba siempre eufórico ante el peligro, disfrutó enormemente del trabajo y quizá incurrió en cierto exhibicionismo. Uno de sus ayudantes era un joven cirujano naval, el teniente Kenneth Douglas:

Corrió muchos y graves riesgos en mi presencia en varias ocasiones y esta crítica [que él estaba actuando para la galería], aunque quizá tuviera algo de veracidad, era completamente injusta. En una ocasión, respiró oxígeno a cien pies [cuatro atmósferas absolutas] en un baño rodeado de bloques de hielo. De forma un tanto temeraria sugirió que yo, como ayudante suyo, también respirase oxígeno para permitir una descompresión inmediata si fuera necesaria. El resultado de esto fue que tanto el profesor húmedo y congelado como el doctor naval tuvieron envenenamiento por oxígeno al mismo tiempo y sólo la buena suerte hizo que yo no tuviera convulsiones y Haldane no se ahogara. En otra ocasión, Haldane sufrió varias convulsiones en mis brazos en el tanque presurizado en donde estaba sumergido con un traje de buzo mientras yo estaba en una plataforma por encima de él.

El trabajo de Haldane dio como resultado apreciables cambios en las técnicas de escape submarino y una considerable expansión en las de guerra submarina. De hecho, él se había interesado por los efectos del dióxido de carbono en el cuerpo mucho tiempo atrás y había realizado experimentos sobre sí mismo, diseñados para hacer que su acidez aumentara enormemente al impedir la eliminación del dióxido de carbono generado metabólicamente. Lo hizo comiendo tres onzas de bicarbonato sódico pero, luego, para mantener su estado acidificado sin tener que beber ácido clorhídrico, perturbó su equilibrio ácido-alcalino consumiendo una onza diaria de cloruro de amonio durante varios días. El envenenamiento ácido provocó la falta de aliento, la cual persistió durante algunos días tras el final del experimento. Este resultado llevó a un tratamiento para una situación llamada tetania en niños pequeños, causada por una excesiva alcalinidad, que a veces es mortal.

Para la historia de la Clonidina, véase la exposición de H. Stähle en Chronicles of Drug Discovery, E. S. Bindra y D. Lednicer, eds. (Wiley, Nueva York, 1982). El descubrimiento del Antabuse y otras historias de autoexperimentación se describen en Who Goes First?, de Lawrence K. Altman (Random House, Nueva York, 1987). Para las experiencias del imponente J. B. S. Haldane, véase la excelente biografía de Ronald Clark, J. B. S. (Hodder and Syoughton Londres, 1968), del que se han tomado las citas anteriores; el experimento de Haldane con el dióxido de carbono se narra en uno de sus brillantes ensayos sobre ciencia publicados en el Daily Worker y recogidos bajo el título, «Possible Worlds» (Chatto and Windus, Londres, 1927, y frecuentemente reimpreso).