Adolf von Baeyer (1835-1917) fue un coloso en la gran era de la química orgánica en el siglo XIX y uno de los fundadores de la disciplina en la que la supremacía alemana se mantuvo indiscutida. Su laboratorio en Munich era La Meca para los aspirantes a químico de todo el mundo, uno de los cuales, John Read [23], más tarde profesor en Aberdeen, ofreció algunas estampas de la vida allí en su libro Humour and Humanism in Chemistry. Lo que sigue está tomado de una recensión de Read en Nature y basado en una memoria sobre Baeyer y su época escrita por uno de sus colegas alemanes. En la época de los sucesos aquí registrados, Baeyer había entrado en un área nueva de la química orgánica; sus amores se concentraban en aquel momento en dos sustancias, ambas importantes y versátiles intermediarios en síntesis orgánica:
Por medio de un «Kunstgriff» [un golpe maestro] del que Baeyer estaba muy orgulloso [tratamiento con amalgama de sodio en presencia de bicarbonato sódico], la dicetona era reducida a quinitol. A la primera visión de los cristales de la nueva sustancia, Baeyer, ceremoniosamente se quitó el sombrero.
Hay que explicar aquí que el famoso sombrero negro verdoso del maestro interviene constantemente en la narración del profesor Rupe. El «alte Melone» [el melón, como se denomina a un sombrero hongo en Alemania] era para Baeyer lo que la famosa empuñadura de espada era para Paracelso: se decía que esta contenía el mercurio vital de los filósofos medievales; el primero ciertamente consagraba a uno de los más agudos intelectos químicos del mundo moderno… La cabeza de Baeyer iba normalmente cubierta. Sólo en momentos de euforia o excitación anormal «el chef» [el jefe] se quitaba el sombrero: excepto en tales ocasiones, su reluciente cabeza permanecía en eclipse permanente.
Cuando, por ejemplo, se encontró que el análisis del importante diacetilquinitol era correcto, Baeyer levantó su sombrero en un silencio exultante. Poco después se preparó el primer dihidroxibenceno, calentando dibromohexametileno con quinolina: Baeyer corría excitado de un lado a otro del laboratorio, blandiendo el «alte Melone» y exclamando: «Jetzt baben wir das erste Terpen, die Stammsubstanz der Terpene!». [«Ahora hemos obtenido el primer terpeno, la sustancia base de los terpenos», es decir, una importante clase de compuestos en la naturaleza y la base de muchas drogas]. Tal es la imagen entre bastidores de la espectacular entrada del maestro en sus famosas investigaciones de los terpenos.
Incidentes de este tipo parecen intrascendentes, pero su acumulación arroja bastante luz sobre la personalidad de este gran químico. No hay duda, por ejemplo, de que a veces el jefe era excesivamente impulsivo. Una mañana entró precipitadamente en el laboratorio privado y, con el cigarro apagado (un indicio en sí mismo de su anormal estado emocional), levantó dos veces el viejo «Melone» y exclamó: «Señores [la audiencia estaba compuesta por Claisen y Brüning], acabo de saber por E. [Emil] Fischer que él ha conseguido la síntesis completa de la glucosa. Esto anuncia el fin de la química orgánica: acabemos con los terpenos y sólo quedarán los olores (“Schmieren”)» [el término despectivo «Smierchemie» era utilizado por los químicos orgánicos para designar a la química fisiológica, o bioquímica como hoy se la conoce].
Baeyer prefería el uso de aparatos sencillos y la introducción en su laboratorio de cualquier dispositivo con sabor a complejidad tenía que emprenderse con gran tacto. Los primeros agitadores mecánicos, movidos por turbinas de agua, fueron introducidos a escondidas una tarde. A la mañana siguiente, «der Alte» los contempló en perfecto orden de trabajo. Por un momento fingió ignorarlos: luego los contempló de mala gana, sin aire de desafío; a continuación llegó el primer comentario, tan ansiosamente esperado: «Geht denn das?». [«¿Está funcionando?»]. «Jawhol, Herr Professor, ausgezeichnet, die Reduktionen sind schon bald fertig». [«Excelentemente, las reducciones casi están terminadas».] El «Herr Professor» quedó finalmente tan impresionado que dio el paso excepcional de llamar a la «Frau Professor» [pues así eran tratadas las esposas de los catedráticos]. «Die Lydia», como era llamada en el laboratorio, observó en silencio durante un rato el aparato que sonaba alegremente; luego pronuncio estas inolvidables palabras: «Damit müsste man gut Mayonnaise machen können!»[15]. El punto de vista personal es importante.
De hecho, esto podría haber sido la génesis del robot de cocina.
De la recensión de John Read, Nature, 131, 294 (1933).