Aunque la teoría cuántica tuvo sus orígenes en el trabajo de Albert Einstein sobre el efecto fotoeléctrico (por el cual, y no por la relatividad, recibió el premio Nobel), su indeterminación era algo que Einstein nunca pudo aceptar. Este fue el origen de su célebre afirmación de que el Señor no juega a los dados. Si el Universo estaba gobernado por el azar, decía, él sería antes un crupier en un casino de juego que un físico. Einstein [161] no estaba solo en su disgusto epistemológico. En 1913, dos futuros ganadores del premio Nobel, el entonces ayudante de Einstein, Otto Stern [6] y Max von Laue [112], mientras subían al Ütliberg cerca de Zurich, se estrecharon las manos en un juramento, despectivamente bautizado por Wolfgang Pauli [25] como el Ütlischwur (una alusión al Rütlischwur del Guillermo Tell, el juramento que condujo a la unión de los cantones suizos): «Si este absurdo de Bohr se probase finalmente que es correcto, dejaremos la física». (Por supuesto, no lo cumplieron).
Los esfuerzos incansables durante décadas de Niels Hendrik David Bohr (1885-1962) para convencer a Einstein, no eran diferentes de los de un sacerdote luchando con un hereje por la salvación de su alma. Abraham Pais, amigo, discípulo y biógrafo de Bohr, recuerda el siguiente encuentro, que tuvo lugar en el despacho de este.
Una vez que estuvimos dentro, Bohr me pidió que me sentara («Siempre necesito un origen para el sistema de coordenadas») y pronto empezó a caminar furiosamente alrededor de la mesa ovalada que había en el centro de la habitación. Luego me preguntó si yo podía anotar algunas frases que surgieran durante su paseo. Habría que explicar que, en tales sesiones, Bohr nunca pronunciaba una frase completa. Con frecuencia se detenía en una palabra, la invocaba, la imploraba, para encontrar la continuación. Eso podía seguir durante muchos minutos. En ese momento la palabra era «Einstein». Allí estaba Bohr, casi corriendo alrededor de la mesa y repitiendo: «Einstein… Einstein…». Hubiera sido una curiosa visión para alguien que no conociera a Bohr. Al cabo de un rato caminó hacia la ventana, miró afuera, repitiendo continuamente: «Einstein… Einstein».
En ese momento, la puerta se abrió muy suavemente y Einstein entró de puntillas.
Me hizo señas llevándose un dedo a los labios para que me estuviese quieto, con una pícara sonrisa en su cara. Unos pocos minutos después iba a explicar la razón de su comportamiento. Su doctor le había prohibido comprar tabaco. Sin embargo, el doctor no le había prohibido robar tabaco… y esto era precisamente lo que se proponía hacer. Siempre de puntillas se fue derecho hacia el tarro de tabaco de Bohr, que estaba sobre la mesa frente a la que yo estaba sentado. Mientras tanto, Bohr, sin enterarse, estaba ante la ventana, murmurando «Einstein… Einstein…». Yo no sabía qué hacer, especialmente porque en ese momento no tenía la menor idea de lo que quería Einstein.
Entonces Bohr, con un firme «Einstein», se dio la vuelta. Allí estaban cara a cara, como si Bohr le hubiese conjurado. No hace falta decir que, por un momento, Bohr se quedó sin habla. Yo mismo, que lo había visto venir, tuve, instantáneamente, una sensación extraordinaria, por tanto, podía entender perfectamente la reacción de Bohr. Un instante después, el hechizo se rompió cuando Einstein explicó su misión y pronto estallamos en carcajadas.
Véase Abraham Pais, Niels Bohr’s Times (Oxford University Press, Oxford, 1991).