70. Resolviendo lo insoluble

Robert Bunsen y Gustav Kirchhoff sobresalen como gigantes en la historia de la química. El monumento más importante de Bunsen es la ciencia de la espectroscopia: el análisis de las líneas o bandas a longitudes de onda características que forma la luz emitida o absorbida por elementos y compuestos químicos (para una de sus posteriores aplicaciones prácticas véase [45]). Ideó el famoso mechero que lleva su nombre para generar una llama pálida y casi incolora a través de la que pueden verse los colores de los espectros. Bunsen (nacido en Gotinga en 1811) era un soltero afable y muy querido pero de hábitos desaliñados: la mujer de uno de sus colegas en la Universidad de Heidelberg decía que ella quería besarle pero que, antes, hubiera necesitado lavarle. Kirchhoff, amigo y colaborador de Bunsen, compartió buena parte del gran trabajo sobre análisis espectral y siguió contribuyendo a muchas ramas de la química-física. Bunsen y Kirchhoff ocupaban laboratorios contiguos en el edificio de física, el Friedrichsbau.

Sus pequeños comienzos a mediados del último siglo (el XIX) están marcados por el nombre de Kirchhoff rayado en la ventana de lo que ahora es la habitación privada del ayudante senior. Desde esta ventana se puede divisar la llanura del Rin hacia la agitada Mannheim, como Bunsen y Kirchhoff hicieron una noche cuando se desató allí un incendio y fueron capaces de adivinar, por examen espectroscópico de las llamas, que había bario y estroncio presentes en la masa que ardía. Pero la misma ventana también da sobre el Neckar a los Heiligenberg, a lo largo de las pendientes por las que discurre el «Camino de los Filósofos», el principal entre los muchos senderos que se adentran por las colinas boscosas que rodean la ciudad y que los dos amigos solían atravesar en sus «constitucionales» paseos diarios. Es sabido que Bunsen dijo que fue durante tales paseos cuando le vinieron sus mejores ideas. Un día se le ocurrió: «Si pudimos determinar la naturaleza de las sustancias que ardieron en Mannheim, ¿por qué no podríamos hacer lo mismo con el Sol? Pero la gente diría que debíamos estar locos si soñábamos en algo así». Todo el mundo sabe ahora cuál fue el resultado, pero debió haber sido un gran momento aquel en que Kirchhoff pudo decir: «Bunsen, me he vuelto loco», y Bunsen, captando lo que ello significaba, respondió: «Yo también, Kirchhoff».

Se había descubierto que la luz del Sol, cuando se examina en un espectroscopio (un sencillo instrumento en el que un prisma dispersa la luz en sus componentes del arco iris) estaba interrumpida por un gran número de finas líneas negras. En 1802, el químico inglés William Hyde Wollaston (principalmente conocido ahora por las lupas bicónicas que empuña Sherlock Holmes en las ilustraciones contemporáneas) quedó sorprendido al encontrar siete de estas interrupciones en el espectro solar; diez años más tarde, con mejor óptica, Joseph Fraunhofer, en Alemania, detectó no menos de trescientas de estas líneas de Fraunhofer, nombre con el que llegaron a conocerse. Bunsen y Kirchhoff encontraron que las longitudes de onda de un par de las líneas más prominentes coincidían precisamente con las líneas en la parte amarilla del espectro emitido por una llama de sodio. Pasaron a identificar las huellas de muchos otros elementos en el espectro solar y su técnica condujo más tarde al descubrimiento de un elemento previamente desconocido abundante en el Sol: el gas noble helio.

Para entender la trascendencia de la historia, y la razón de la excitación de los dos amigos, hay que recordar que un influyente filósofo y matemático, Auguste Compte, había señalado algunos años antes que la composición del Sol sería una de las cuestiones que permanecerían para siempre más allá del alcance de la ciencia. Dicha observación de que el Sol y, como más tarde se demostró por el mismo método, las estrellas más remotas, estaban compuestos por los mismos elementos que la Tierra, fue un hito en la historia de la ciencia.

El pasaje sobre Bunsen y Kirchhoff es de un artículo anónimo publicado en Nature, 65, 587 (1902).