La ciencia, ya sea como actividad racional, ya como parodia absurda, continuó en los campos de exterminio de la Alemania nazi y salvó algunas vidas. En Auschwitz, los prisioneros con estudios de química eran reclutados para trabajar en los laboratorios de la factoría Buna Rubber, el Departamento de Polimerización. Entre ellos se incluía un hombre que iba a convertirse en un gran escritor y cronista de la resistencia en el campo, Primo Levi. Cuando el «kapo», el prisionero encargado de la barraca de Levi, anunció que se convocaba a los químicos a presentarse voluntarios para trabajo de laboratorio, Levi, ya medio muerto de hambre y trabajo agotador, fue uno de los que aceptó el nuevo destino. Fue llevado a presencia de herr doktor ingenieur Pannwitz:
«Wo sind Sie geboren?». Se dirige a mí como Sie, la forma cortés de tratamiento. Doktor ingenieur Pannwitz no tiene sentido del humor. Maldito sea, no está haciendo el más mínimo esfuerzo por hablar un alemán ligeramente más comprensible.
Obtuve mi título en Turín en 1941 —summa cum laude— y mientras lo digo tengo la firme sensación de no ser creído, de ni siquiera creerlo yo mismo; basta con mirar mis manos sucias y llenas de llagas, mis pantalones de convicto cubiertos de barro. Pero aquí estoy, el licenciado en ciencias de Turín; de hecho, en este momento concreto es imposible poner en duda mi identidad, pues mi reserva de conocimientos de química orgánica, incluso tras una inercia tan larga, responde a las preguntas con inesperada docilidad. Y aún más, este sentido de lúcida euforia, esta excitación que siento caliente en mis venas, lo reconozco, es la fiebre de los exámenes, mi fiebre de mis exámenes, esa movilización espontánea de todas mis facultades lógicas y todo mi conocimiento que tanto me envidiaban mis amigos en la Universidad.
El examen va bien. Como poco a poco advierto, parezco crecer en estatura. Ahora él me está preguntando sobre qué tema escribí mi tesis. Tengo que hacer un esfuerzo violento para rememorar esa secuencia de recuerdos tan profundamente enterrados: es como si estuviera tratando de recordar los sucesos de una encarnación anterior.
Algo me protege. Mis viejas «Medidas de la constante dieléctrica» son de especial interés para este rubio ario que vive tan seguro: me pregunta si sé inglés y me muestra el libro de Gatterman. Pienso que es absurdo e imposible que aquí, al otro lado del alambre de espino, exista un Gatterman alerta exactamente igual al que estudié en Italia en mi cuarto curso, en casa.
Ahora termina: la excitación que me mantenía alerta durante toda la prueba desaparece de golpe y, atontado y aplanado, observo la limpia piel de su mano escribiendo mi destino en la página en blanco con símbolos incomprensibles.
He aquí otro ejemplo de una vida salvada por la ciencia:
[Paul] Langevin [un distinguido físico francés] me contó cómo sobrevivió su hija en Auschwitz. Esto se debió a un oficial de la S.S. que era biólogo y deseaba librarse de ser enviado al frente oriental. Convenció a las autoridades alemanas de que podría valer la pena tratar de aclimatar plantas de caucho rusas en la fría Polonia. Le permitieron montar un laboratorio y crear un jardín en Auschwitz para este fin. Para que le ayudasen en el trabajo reclutó a algunos biólogos que estaban entre los prisioneros y cuya duración de vida normal antes de entrar en las cámaras de gas era de dos semanas.
Uno de estos era una bióloga judía de cierto nivel. Cuando se repasó la lista de prisioneros se advirtió el nombre de Héléne Langevin. Ella declaró que era bióloga, de modo que fue escogida. La hija de Langevin estuvo en el campo más de dos años pero sobrevivió al haber mejorado ligeramente las condiciones de aclimatación a causa de la planta de caucho.
La primera historia es de If This is a Man, de Primo Levi (Penguin Books, Londres, 1979). [Hay traducción española: Si esto es un hombre, Muchnik, Madrid, 1987]; J. G. Crowther, en Fifty Years with Science (Barrie and Jenkins, Londres, 1970), cuenta la segunda.