F. A. Lindemann, nacido en Alemania en una familia de origen alsaciano pero educado en Inglaterra, fue un protegido de Walther Nernst [14], el gran químico-físico alemán. En 1919, cuando tenía treinta y tres años, fue nombrado para la Cátedra de Filosofía Experimental (también conocida como Física) en Oxford. Se había ganado un gran reconocimiento por su trabajo sobre aviones militares durante la primera guerra mundial; lo más espectacular es que concibió una teoría sobre cómo recuperar el control tras entrar en barrena —un riesgo letal para los primeros aviadores—. Para poner a prueba su razonamiento, él mismo aprendió a volar y deliberadamente puso su avión en barrena. Quizá por desgracia para Oxford, él sobrevivió. Lindemann tenía una personalidad austera y taciturna. Independiente gracias a su fortuna personal, se sentía más a gusto en los escaños de la aristocracia y los salones de reuniones del gobierno que en el laboratorio. Era soltero y vivía en una suite en su college, el Christ Church.
Su colega y biógrafo, el economista Roy Harrod, recordaba haber ido a ver a Lindemann una mañana y encontrarle en una pose característica: estaba sentado en una silla alta, anudándose su pajarita, con un criado arrodillado ante él limpiando sus zapatos mientras otro tomaba un dictado.
Aunque hombre de inteligencia penetrante, Lindemann tuvo poco impacto en la física universitaria. Se conjeturaba que esencialmente abandonó la investigación activa porque temía competir con el triunfante Rutherford, el cual estaba cambiando el rostro de la ciencia en Cambridge. Su principal logro consistió en reclutar a un extraordinario grupo de físicos especialistas en bajas temperaturas, expulsados de Alemania por los nazis. Cuando la guerra llegó de nuevo, Lindemann se convirtió en consejero científico de Churchill, un cargo en el que cometió grandes errores, especialmente al promover la política de bombardear los centros de población alemanes. Fue ennoblecido como lord Cherwell por sus servicios. Sus colegas en el Christ Church y otros lugares de Oxford expresaron sus reacciones en versos maliciosos. Así, el punzante historiador Hugh Trevor-Roper (también elevado más adelante al armiño como lord Dacre):
Lord Cherwell, cuando empezó la guerra,
era simplemente el profesor Lindemann,
pero ahora, entre vítores ministeriales,
toma un lugar entre los pares.
La Casa de Cristo con un acorde
recibe ahora a su recién ascendido lord.[8]
Y cuando el «Prof» (como generalmente se le conocía) fue elevado de barón a vizconde, y honrado por el Vaticano por un trabajo que había hecho sobre meteoros unos treinta años antes, un profesor de química de Oxford, D. Ll. Hammick, añadió lo siguiente:
Pero ahora otro gran honor:
obtiene un apoyo en Debrett,
y se convierte en un lord más noble
que Ernest, barón Rutherford.
Al final su copa de nobleza está llena,
embutida hasta el borde con una bula papal.[9]
Cuando el joven Lindemann llegó a Oxford, Einstein y su Teoría de la Relatividad dominaban la física y calaban, aunque de forma diluida, en la filosofía y, de hecho, en la conciencia del público. Lindemann fue un gran defensor de Einstein [161] y era feliz difundiendo la buena nueva cuando fue invitado a enfrentarse a los filósofos de Oxford en una conferencia y debate ante la Jowett Society (llamada así por Benjamin Jowett [71] y dedicada a la discusión de cuestiones filosóficas). Roy Harrod, entonces estudiante, estaba presente y uno de los filósofos era su tutor, H. W. B. Joseph, un bien conocido personaje de Oxford. La exposición de Harrow es una perfecta ilustración del abismo que separaba a las dos culturas de C. P. Snow, y que se manifestaba más ampliamente en Oxford; no sin razón celebrada como «el Hogar de las Causas Perdidas» (para lo cual véase también [71]).
Según Harrod, Lindemann hizo una exposición modélica, clara y fluida, adoptando «la actitud de que nosotros éramos presumiblemente personas de gran intelecto, de modo que si nos daba lúcidamente el punto esencial, nosotros lo captaríamos y apreciaríamos su contenido». Entonces, J. A. Smith, catedrático de Filosofía Metafísica, tomó la palabra. Con sus blancos mechones sueltos y su bigote caído componía una figura majestuosa, de pie y relajado ante la chimenea. Smith, para asombro de Harrod, se proponía demostrar que la Teoría de la Relatividad era falsa. Afirmó que incorporaba una hipótesis demostrablemente incorrecta (no identificada por Harrod). Pero los científicos de la audiencia sabían que, cualquiera que fuese esta hipótesis, no formaba parte de la teoría y contradijeron en voz alta a Smith, quien «pareció extraordinariamente irritado. Golpeó su pipa contra la chimenea y se sentó».
Harrod estaba consternado. Sabía que Lindemann había discutido la relatividad con el propio Einstein y con una galaxia de físicos famosos. «Si hubiera habido un error técnico, ¿lo habrían pasado por alto todos estos genios? ¿Le correspondía a un profesor no matemático y no científico del Magdalen College […] detectar un error técnico? Esta idea parecía reflejar una actitud mental totalmente alejada de la realidad, completamente provinciana e increíblemente complaciente». Parecía que Smith estaba como enclaustrado «en un remoto refugio de los Grandes». ¿Era entonces el hombre que iba a dirigir el futuro de los jóvenes destinados a heredar la dirección del país y del imperio? Pero lo peor estaba por llegar, pues ahora Joseph se preparaba para retar a Lindemann:
Él [Joseph] había entrado en la habitación con una cartera de colegial colgada de los hombros; a juzgar por su destartalada apariencia, podría haber sido su propia cartera de la escuela… Para consternación de su audiencia procedió a extraer de la cartera un grueso fajo de papeles manuscritos. Manteniendo en equilibrio un par de pince-nez en el extremo de su nariz, se disponía a leer sus papeles. Nos preparamos para una larga sesión.
En un aspecto, Joseph coincidía con J. A. Smith; parecía que, como en la situación anterior, se proponía demostrar que la Teoría de la Relatividad era «errónea». Pero no procedió, como Smith, a un nivel técnico…
Joseph tenía la idea de que ciertas palabras que son de uso común expresan una genuina aprehensión de la mente. Esa tarde en particular estaba muy interesado en palabras tales como «mayor que», «menor que», «antes», «después», «simultáneamente», «movimiento relativo a». Lo que se quería decir con estas palabras se basaba en una aprehensión intelectual definida. No habría que importar en ellas significados diferentes que violaban estas aprehensiones originales. Estas estaban allí, como señales del poder de la mente de captar ciertas cosas. Y así continuó, en una argumentación larga y elaborada, para mostrar que entre las potencias originales de la mente para captar ciertas cosas, potencias señaladas por el uso de palabras, potencias que uno sólo podría desafiar usando las palabras en sentidos que eran manifiestamente impropios, estaba el conocimiento de la mente de que el espacio era euclídeo. Por consiguiente, la Teoría de la Relatividad tenía que ser errónea.
Los estudiantes, por seleccionados que sean para los grandes escaños del saber, no siempre captan bien las cosas. Por el New College circulaba una coplilla sobre Joseph:
Había un viejo llamado Joseph
de quien nadie sabe si él sabe
si sabe lo que sabe, lo que supongo que explica
el estado mental de Joseph.[10]
Tenían razón al pensar que la cuestión de lo que él sabía o no sabía era esencial para la personalidad interna de Joseph. Pero el punto importante sobre él era todo lo contrario a lo que sugería la coplilla. Lo que era peculiar era el altísimo grado de seguridad con que él sabía algunas cosas. Por ejemplo, él sabía absoluta e inquebrantablemente que el espacio en el que vivimos es de hecho euclídeo.
Su discurso duró mucho tiempo. Mientras continuaba, uno sentía que la superficie suavemente pulida de sus frases debía realmente ser interminable y, pese a todo, terminaron de hecho y nadie sabía muy bien por qué. Todas las miradas se volvieron al profesor Lindemann. ¿Qué demonios iba a decir? Él había tenido largas discusiones con Einstein, Max Planck, Broglie y otros grandes hombres de pensamiento. Pero supongo que nunca antes había oído algo parecido a esto. Era un producto de invernadero de Oxford. Había sido directamente desafiado. Le habían dicho que la Teoría de la Relatividad era completamente errónea, y que esta gran cadena de razonamientos había sido amañada.
Hay otro comentario que hacer sobre Joseph. Su artículo contra la relatividad le debía haber costado un arduo trabajo y llevado mucho tiempo. Pero no mostraba el más mínimo signo de haber intentado alguna vez comprender cuáles eran las consideraciones teóricas, o cuáles habían sido los resultados experimentales que habían llevado a estos distinguidos físicos a sentir la necesidad de exponer estas pesadas teorías de la relatividad del espacio y del tiempo. Era evidente que, en el sentido ordinario del lenguaje, él no sabía nada sobre la Teoría de la Relatividad. Puesto que era tan evidente para él que la conclusión alcanzada era falsa, sobre bases filosóficas totalmente diferentes y suficientes, no tenía necesidad de molestarse con las razones por las que ciertas personas habían sido inducidas a elaborar tal teoría. En realidad, yo iría más lejos. Tengo dudas de si Joseph, quien tenía una capacidad intelectual muy limitada a pesar de sus extraordinarias acrobacias lingüísticas, habría sido capaz alguna vez de comprender la Teoría de la Relatividad.
Así que ¿qué iba a hacer el profesor Lindemann? Él continuó con su estilo previo de frases breves. Reiteró ciertos puntos. Dio algunas ilustraciones adicionales. Luego, con las comisuras de los labios vueltas hacia abajo y una expresión irónica en su cara, dijo: «Bien, si usted supone realmente que tiene una inspiración privada que le permite saber lo que…». Pero eso era precisamente lo que afirmaba Joseph. Cuando el profesor Lindemann hacía una pausa en sus comentarios, Joseph empezaba de nuevo. Y así cada vez. El «Prof» nunca llegó realmente a entender su argumento; no se había tocado ninguno de los puntos de interés real en relación con la relatividad; todo el juego debía haberle parecido perfectamente fútil. Nada menos que esta distinguida audiencia estaba escuchando y él no estaba ganando ni mucho menos el debate.
Supongo que algunas de las personas instruidas presentes debieron haber contribuido algo a la discusión. Si así fue, ello se ha borrado completamente de mi memoria. El foco se centraba en la interacción Lindemann-Joseph.
Me mezclé entre la audiencia cuando finalmente salieron de la habitación. Los Grandes Wykehamistas[11] estaban jubilosos; un profesor científico había sido triturado; se había probado que la Teoría de la Relatividad era falsa. Pero yo era reacio a unirme a su júbilo. Yo ya había tenido una experiencia infeliz con Joseph. A diferencia de estos Wykehamistas, había leído mucha filosofía en mi escuela (Westminster), y había llegado a Oxford lleno de teorías y ávido por aprender más. Mis discusiones con Joseph no habían conducido a nada más que frustración. Él había mostrado con éxito que yo era incapaz de expresar mis pensamientos en un inglés claro y que a veces lo que yo había escrito para él no significaba nada en absoluto. Pero él parecía totalmente indiferente a lo que yo había tratado de decir, o a las ideas que había detrás de mis palabras, igual que había sido totalmente indiferente a la cuestión de cuáles fueron las consideraciones teóricas y los hechos empíricos que habían llevado a la Teoría de la Relatividad. Así que tuve una cierta sensación de compañerismo con el desafortunado profesor Lindemann. Recuerdo que me dirigí a un viejo amigo, N. A. Beechman, un hombre de Balliol Greats, después presidente de la Unión, y más tarde aún ministro de la Corona. Él tenía una cierta sagacidad mundana como la que es necesaria para los que se interesan en política. Le pregunté: «¿Quién tenía razón?». Él respondió inmediatamente: «Por supuesto el profesor Lindemann tenía razón».
El asunto llevó a Roy Harrod a cuestionarse lo que había estado haciendo, leyendo a los grandes, «la coronación de todos los estudios humanos» tal como se consideraba en Oxford. «El profesor Lindemann», concluye, «quedó en mi pensamiento después de esa tarde como una especie de símbolo del avance libre del espíritu humano».
El pasaje está tomado de la biografía de Lindemann por Roy Harrod, The Prof: A Personal Memoir of Lord Cherwell (Macmillan, Londres, 1959).