Arthur Kornberg es uno de los grandes bioquímicos de nuestro tiempo. Su premio Nobel en 1959 llegó por su trabajo sobre la síntesis del ADN. El sello distintivo de su aproximación a la ciencia ha sido siempre el aislamiento de materiales altamente puros a partir de tejidos biológicos y el meticuloso análisis de sus funciones en los detalles más mínimos. Tituló sus memorias For the Love of Enzymes. He aquí un episodio que él ha narrado de su aprendizaje en el laboratorio en Nueva York de su mentor, el bioquímico español Severo Ochoa.
La purificación de un enzima era (y a menudo lo sigue siendo) una ardua empresa que implicaba generalmente una larga sucesión de tratamientos que, por ejemplo, daban algunos componentes insolubles (generalmente las proteínas indeseadas extraídas del tejido), mientras que otros materiales permanecían en solución. La presencia del enzima se reconocía por su actividad en la reacción que catalizaba en la célula, de modo que, cuantos más componentes contaminantes se eliminaban, más aumentaba la actividad con relación a la proteína total en la preparación.
Ahora [en diciembre de 1946] estábamos completando una preparación a muy gran escala partiendo de varios cientos de hígados de paloma. Cuatro de nosotros… habíamos trabajado durante varias semanas para llegar al último paso en el que sucesivas adiciones de alcohol daban finalmente el precipitado que, por los ensayos a pequeña escala, creíamos que contendría al enzima en el estado de pureza adecuado. Solo teníamos que completar algunos detalles para cerrar un artículo que habíamos preparado para su publicación.
Una noche a última hora, Ochoa y yo estábamos disolviendo la fracción enzimática final que había sido recogida en muchas botellas de cristal en centrifugadoras. Yo acababa de verter los contenidos de la última botella en un cilindro de medida que contenía toda la fracción de enzima. Entonces rocé y volqué una de las botellas vacías y tambaleantes en la mesa abarrotada. Esa botella golpeó a otra y el efecto dominó alcanzó al cilindro con el enzima. Cayó y todo el precioso material se derramó por el suelo. Se había perdido para siempre. Ochoa trató de tranquilizarse, pero yo me quedé terriblemente afectado. Cuando llegué en metro a casa una hora después, Ochoa había llamado varias veces de lo preocupado que estaba por mi seguridad.
A la mañana siguiente, de vuelta al laboratorio eché un vistazo al fluido residual de la última fracción. Podría haberlo descartado porque en nuestros ensayos había sido inactivo. Sin embargo, lo había salvado y almacenado en el congelador a –15 oC y ahora advertí que el fluido previamente claro se había vuelto turbio. Recogí el material sólido, lo disolví y examiné su actividad. «¡Santo Toledo!», grité. Esta fracción tenía el grueso de la actividad enzimática y era varias veces más pura que la mejor de nuestras preparaciones previas. Severo vino corriendo a compartir mi alivio y placer, muy divertido por el «Santo Toledo».
¿Por qué salvé y examiné la fracción que suponíamos que era inactiva? Porque el entusiasmo y el optimismo de Ochoa eran contagiosos. Más que envolverme con una inteligencia cegadora, Ochoa me enseñó que, con una ética de incesante trabajo experimental, las cosas buenas suceden finalmente. Creí que lo serían para mí como lo habían sido para él.
Él podría haber añadido que fue también una cuestión de prudencia y precaución.
A. Kornberg, Journal of Biological Chemistry, 276, 10 (2001).