He aquí un recuerdo del bioquímico Martin Kamen de sus años de estudiante en la Universidad de Chicago. Jean Picard, el explorador suizo de las profundidades marinas e inventor del batiscafo, estaba visitando aquella Universidad en 1933:
Como antiguo profesor de química orgánica en la Universidad, Picard fue invitado a dar una conferencia una tarde ante sus viejos colegas y los estudiantes en el auditorio del Kent Chemical Laboratory. Llegó con su hermano, el doctor August Picard, un físico que realizaba estudios sobre rayos cósmicos en la estratosfera. Se podría llamar a Jean el «Picard descendente» y a August el «Picard ascendente». El profesor Arthur Compton [quien compartió el premio Nobel de 1927 por sus estudios sobre rayos cósmicos] se sentó junto a August en el fondo de la sala mientras Jean daba una charla sobre uno de sus temas favoritos: explosiones y explosivos. Para asegurarse de que la audiencia conocía lo que se entendía por «ondas de explosión», empezó con gran energía imitando la operación de cavar un agujero en el que plantar un cartucho de dinamita. Al cabo de un rato se detuvo, respirando intensamente por el esfuerzo, y pareció satisfecho con los resultados. Luego siguió cavando más pozos imaginarios a intervalos apropiados hasta que hubo atravesado toda la anchura de la tarima. Finalmente, dijo: «Colocamos cartuchos de dinamita en cada agujero, encendemos el primero y entonces ¡va-boom! ¡Onda de explosión!». Acompañó su frase con un rápido barrido por el escenario, batiendo sus brazos para simular el efecto de una serie de detonaciones rápidas. Recobrándose, volvió a la pizarra y comenzó un discurso erudito sobre el mecanismo de la onda de explosión basado, por desgracia, en una irrelevante teoría clásica de la propagación de las ondas sonoras. Casi inmediatamente, desde el fondo de la sala llegó un grito de August: «¡No!». Al instante, Jean se volvió, apuntó con el dedo en la dirección de August y gritó: «¡Sí!». Siguió una violenta e incomprensible discusión en un alborotado francés entre los dos hermanos por encima de las cabezas de la audiencia estupefacta y embarazada. El profesor Compton trató de mediar y atenuar el acaloramiento, pero fue en vano. La discusión continuó durante unos minutos y luego fue cortada súbitamente por Jean, que dio su espalda al auditorio y con los brazos cruzados clavó la mirada en tono sombrío en sus garabatos en la pizarra. Luego, dejando caer lentamente sus brazos a los costados volvió el rostro a la audiencia y, con un gesto que indicaba el esfuerzo de soportar a todo tipo de idiotas, dijo: «Sigamos».
Habló de una manera fascinante sobre la fabricación de explosivos y, en particular, sobre cómo se usaba el fulminato de mercurio para llenar cápsulas detonantes. Dijo que antiguamente este material altamente peligroso se almacenaba en pilas en una mesa frente a la que se sentaba un operario y seleccionaba una cápsula vacía, la cual llenaba presionando un poco de fulminato con vigoroso esfuerzo. «Así», comentó Jean con pena infinita, «murieron muchos, ¡pero no todos!». Acabó asegurándonos que ahora se tomaban más precauciones en estos procedimientos, con operarios que se movían lentamente y con gran cuidado. Ilustró sus palabras andando de puntillas por la tarima con un dedo en sus labios, murmurando «Shhh».
M. Kamen, Radiant Science, Dark Politics (University of California Press, Berkeley, 1985).