Paul Adrien Maurice Dirac (1902-1984) fue uno de los gigantes de la física del siglo XX. «No hay Dios y Dirac es su profeta», solía decir Wolfgang Pauli. Fue venerado como teórico de intuición incomparable. Se decía que la elegancia moraba en sus ecuaciones. En una ocasión en que Emilio Segrè y Enrico Fermi [29] estaban bromeando sobre sus logros respectivos, Segrè desafió a su ilustre colega de esta manera: «Apuesto a que cambiarías el trabajo de toda tu vida por un artículo de Dirac». Fermi reflexionó durante un momento, y luego respondió: «Sí».
Dirac ocupó la Cátedra Lucasiana de Matemáticas en Cambridge, en otro tiempo ocupada por Isaac Newton, y muchas leyendas surgieron a su alrededor. Era un hombre amable, famoso por su extrema economía de palabras. Su vocabulario en la conversación se limitaba en general a «sí», «no», y «no lo sé». En una famosa ocasión, en la discusión tras uno de los seminarios de Dirac, un asistente empezó: «Profesor Dirac, no he entendido muy bien su derivación de…». Acabada su pregunta siguió un largo silencio. ¿Iba el conferenciante a responder a la pregunta?, preguntó finalmente el presidente de la sesión. «No era una pregunta», fue el comentario de Dirac, «era una afirmación». Esto no era descortesía deliberada, sino más bien reflejo de una mente poco convencional. El astrofísico Dennis Sciama ha contado que cuando era estudiante de investigación en 1950, entró en el despacho de Dirac, ruborizado y con la excitación de haber tenido una idea profunda. «Profesor Dirac», estalló, «acabo de tener una idea sobre la manera de relacionar la formación de las estrellas con cuestiones cosmológicas. ¿Se la cuento?». «No», dijo Dirac.
Leopold Infeld, un físico teórico polaco, obtuvo una beca para trabajar en Cambridge y su primer encuentro con Dirac, tal como lo contaba en sus maravillosas memorias, es típico de la experiencia de muchos:
Cuando visité a Dirac por primera vez no sabía lo difícil que era hablar con él ya que por entonces no conocía a nadie que pudiera haberme advertido.
Subí las estrechas escaleras de madera en el St. John’s College y llamé a la puerta de la habitación de Dirac. Él abrió en silencio y con un gesto amistoso me señaló un sillón. Me senté y esperé a que Dirac iniciara la conversación. Silencio total. Empecé advirtiendo a mi anfitrión que yo hablaba muy poco inglés. Una sonrisa amistosa, pero de nuevo ninguna respuesta. Tuve que continuar:
«Hablé con el profesor Fowler. Me dijo que se supone que voy a trabajar con usted. Él sugirió que trabaje en el efecto de conversión interna de positrones».
Ninguna respuesta. Esperé durante un rato e intenté una pregunta directa:
«¿Tiene usted alguna objeción a que trabaje sobre este tema?».
«No».
Por fin había obtenido una palabra de Dirac.
Entonces hablé del problema y saqué la pluma para escribir una fórmula. Sin decir una palabra Dirac se levantó y trajo papel. Pero mi pluma se negaba a escribir. En silencio Dirac sacó su lápiz y me lo pasó. De nuevo le planteé una pregunta directa por la que recibí una respuesta en cinco palabras que tardé dos días en digerir. La conversación había concluido. Hice un intento por prolongarla.
«¿Le importa si le molesto alguna vez cuando tropiece con dificultades?».
«No».
Dejé la habitación de Dirac sorprendido y deprimido. Él era accesible, y yo no debería haber tenido ninguna sensación desagradable si hubiera sabido lo que sabía todo el mundo en Cambridge. Si él resultaba peculiar para un inglés, ¡cuánto más lo parecería a un polaco que había pulido su lengua en los cafés de Lwow!
En 1931, Dirac pasó un período sabático en la Universidad de Wisconsin. Esta es la narración de una entrevista que concedió a «Roundy» para un periódico local.
Un tiempo agradable para todos
He oído hablar de un tipo que ha llegado a la Universidad esta primavera —un físico matemático, o algo así, lo llaman ellos— que está desplazando a sir Isaac Newton, Einstein y todos los demás de la primera plana. Así que pensé que mejor iba y le entrevistaba para beneficio de los lectores del State Journal, igual que hago con todos los que tienen altas marcas. Su nombre es Dirac y es un inglés. Ha estado dando conferencias para la inteligencia de los departamentos de matemáticas y de física y para unos poco tipos que entraron por error.
Así que la otra tarde llamo a la puerta del despacho del doctor Dirac en Sterling Hall y una voz agradable dice «Entre». Y quiero decir aquí y ahora que esta frase, «entre», fue la más larga emitida por el doctor durante nuestra entrevista. Es la máxima eficiencia en conversación. Me gusta. Odio a un tipo parlanchín.
Encontré al doctor, un hombre alto de aspecto juvenil, y al momento vi un destello en sus ojos que me hizo saber que yo iba a caerle bien. Sus amigos en la Universidad dicen que es un verdadero colega y una buena compañía para una excursión; es decir, si puedes mantenerlo a la vista.
Lo que me chocó de él era que no parecía estar ocupado en absoluto. Si fuera a entrevistar a un científico americano de su categoría —suponiendo que pudiera encontrar a uno— tendría que esperar primero una hora. Entonces entraría volando trayendo un gran maletín y mientras hablara estaría sacando sus notas de clase, pruebas, reimpresiones, libros, manuscritos, o cualquier otra cosa que tuviese en la bolsa. Pero Dirac es diferente. Parece tener todo el tiempo del mundo y su trabajo más duro es mirar por la ventana. Si es un inglés típico, mis próximas vacaciones serán en Inglaterra.
Entonces nos sentamos y empezó la entrevista.
«Profesor», digo, «he notado que hay varias letras delante de su apellido. ¿Representan algo en particular?».
«No», dice.
«¿Quiere usted decir que puedo escribirlo como yo quiera?».
«Sí», dice.
«¿Estaría bien si yo digo que P.A.M. significa Poincaré Aloysius Mussolini?».
«Sí».
«Bien», digo yo. «¡Esto va muy bien! Ahora doctor, ¿me diría en pocas palabras en qué consisten sus investigaciones?».
«No».
«Bueno», digo. «¿Estaría bien si lo pongo de esta forma: “El profesor Dirac resuelve todos los problemas de la física matemática, pero es incapaz de encontrar una forma mejor de calcular el promedio de bateo de Babe Ruth?”».
«Sí», dice.
«¿Qué es lo que más le gusta de América?».
«Las patatas».
¡Eso me chocó! Era nuevo para mí.
Entonces seguí: «¿Va al cine?».
«Sí».
«¿Cuándo?».
«En 1920… quizá también en 1930».
«¿Le gusta leer los cómics del domingo?».
«Sí», dice con un entusiasmo algo más alto de lo normal.
«Esto es lo más importante, doctor», digo yo. «Me demuestra que usted y yo somos más parecidos de lo que yo pensaba. Y ahora quiero preguntarle algo más: me dicen que usted y Einstein son las dos únicas personas realmente cultas y las dos únicas que pueden realmente entenderse el uno al otro. No voy a preguntarle por esto pues sé que usted es demasiado modesto para admitirlo. Pero quiero saber esto: ¿se ha tropezado alguna vez con un tipo al que ni siquiera usted pueda entender?».
«Sí».
«Esto será una gran lectura para los muchachos de la oficina», digo yo. «¿Piensa decirme quién es?».
«Weyl», dice.
Entonces la entrevista llegó a un repentino final pues el doctor sacó su reloj y yo salté hacia la puerta. Pero él dejó escapar una sonrisa cuando nos despedíamos y sé que todo el tiempo que había estado hablando conmigo estaba resolviendo algún problema que ningún otro podía tocar. ¡Si ese tipo, el profesor Weyl, da alguna vez conferencias en esta ciudad, desde luego que voy a tratar de entenderle! Un tipo debería poner a prueba su inteligencia de vez en cuando.
El Weyl al que aludía Dirac era el matemático alemán Hermann Weyl (1885-1955) que dejó Alemania tras la subida de Hitler al poder en 1933 para ir a Princeton donde se convirtió en un íntimo colega de Einstein. «Roundy» omitió preguntar a Dirac cómo llegó a esas ideas que cambiaron el curso de la física. Si lo hubiera hecho, probablemente habría sido recompensado con la respuesta estándar del maestro: él se tendía en el suelo de su estudio con los pies en alto para que la sangre fluyese a su cabeza.
Inmediatamente después de la elección de Dirac para su cátedra en Cambridge, Niels Bohr [79] preguntó al decano de los físicos británicos, J. J. Thomson [73], si estaba contento con el nombramiento. Thomson respondió con la siguiente parábola. Un hombre entra en una tienda de mascotas para comprar un loro. El precio no importa, pero el pájaro debe hablar. Algunos días más tarde, sin que el loro haya pronunciado una palabra, el hombre vuelve a la tienda para quejarse. «Ah», dice el tendero, «debo haber cometido un error. Pensaba que era un hablador, pero ahora veo que era un pensador».
Un episodio bien conocido, que caracteriza a Dirac, se refiere a su encuentro con E. M. Forster. Forster era entonces un viejo solterón que aún vivía en el King’s College de Cambridge. Un amigo de Dirac se había sorprendido al encontrar a Dirac leyendo Pasaje a la India y pensó que sería interesante juntar a los dos viejos taciturnos. Se concertó un té y se hicieron las presentaciones. Hubo un largo silencio y luego habló Dirac: «¿Qué pasó en la cueva?». Forster respondió: «No lo sé». Tras lo cual ambos quedaron en silencio y a su debido tiempo se despidieron. Es una historia simpática, pero según el físico Rudolf Peierls, que conocía bien a Dirac y le preguntó sobre la ocasión, es inexacta. Tal como la recordaba Dirac, él había preguntado a Forster si había una tercera persona en la cueva. «No», fue la respuesta, y a la pregunta, «¿Qué pasó?», Forster había respondido, «Nada». Pero las memorias, por supuesto, son falibles.
Peierls también recuerda en sus memorias una ocasión en sociedad en casa de los Dirac. Margit Dirac (hermana del físico húngaro Eugene Wigner y a quien Dirac presentó una vez a un visitante con las palabras «¿Conoce usted a la hermana de Wigner?») intentó que un estudiante se sintiese cómodo ante la desalentadora presencia de su silencioso marido. «Paul, ¿tienes estudiantes?», preguntó ella. «Tuve uno una vez», fue la lúgubre respuesta, «pero murió».
El primer pasaje procede de las maravillosas memorias de Leopold Infeld: Quest: The Evolution of a Scientist (Gollanzc, Londres, 1941). La entrevista de «Roundy» está sacada del Wisconsin State Journal, fechado el 31 de abril [sic] de 1931, y está reproducida en (entre otros lugares) S. S. Schweber, QED and the Men Who Made It (Princeton University Press, Princeton, 1994). Los recuerdos de Rudolf Peierls son de su Bird of Passage (Princeton University Press, Princeton, 1985).