Es sabido que la minusvalía física es un acicate, antes que un obstáculo, para la ambición de saber y descubrir. Stephen Hawking, cosmólogo y actual ocupante de la Cátedra Lucasiana de Matemáticas en Cambridge que en su día ocupó Newton, personifica esta verdad. Consideremos también a Solomon Lefschetz (1884-1972), el admiradísimo topólogo norteamericano que, destinado a ser ingeniero hasta que sus dos manos quedaron seccionadas en un accidente de laboratorio, se orientó en su lugar hacia las matemáticas. A modo de manos, se vio obligado a usar unas pinzas ortopédicas que siempre llevaba enfundadas en guantes negros. Un estudiante era el encargado de incrustarle en la prótesis una barra de tiza al comienzo del día de trabajo y quitar el trozo restante cuando terminaba.
Difícilmente hay ambientes menos propicios para el avance del conocimiento que la prisión y el manicomio. Pese a todo, la ciencia ha florecido a su manera en centros de internamiento y campos de prisioneros, e incluso reclusos en confinamiento solitario han añadido nuevos capítulos al conocimiento humano. Jean Victor Poncelet (1788-1867), un matemático francés, fue quizá el más célebre de estos espíritus indomables. Oficial del Cuerpo de Ingenieros Militares durante las campañas napoleónicas, fue capturado por los rusos en una escaramuza durante la retirada de Moscú en 1812 y encarcelado en un campo en Saratov, junto al río Volga. Allí permaneció aproximadamente durante dos años. Para distraerse orientó su mente hacia su interés de juventud, las matemáticas y, especialmente, la geometría. Tras haber reconstruido, sin libros, los elementos de la disciplina desde el principio, emprendió un programa de investigación sobre proyecciones de formas cónicas. Esto fijó el curso de su más importante trabajo posterior, que continuó tras su liberación, mientras seguía sirviendo como ingeniero militar especialista en fortificaciones. Al final de su vida publicó su obra definitiva, Aplicaciones del Análisis y de la Geometría, cuyo primer volumen llevaba el título Cuadernos de Saratov.
Otro prisionero notable fue uno de los fundadores de la ciencia geológica. Déodat de Gratet de Dolomieu, el cual dio su nombre a los Dolomitas. Dolomieu nació en 1754 en el seno de una familia de militares franceses y estaba destinado al ejército, pero en su lugar ingresó en la Orden Militar y Soberana de los Caballeros de Malta. Evidentemente tenía un temperamento impetuoso pues, en 1768, había matado a un hermano oficial en un duelo. Condenado a cadena perpetua, fue indultado gracias a la intervención del papa, quien consiguió su liberación. Pero el Gran Maestro de la Orden no acogió bien a su turbulento seguidor y Dolomieu fue destinado a la guarnición militar en Metz. Allí tenía tiempo libre para estudiar y, bajo la tutela de un boticario, se dedicó a las ciencias y en particular a la geología con tal provecho que pronto fue elegido miembro de la Académie des Sciences.
Mientras estaba en Metz, Dolomieu tuvo la buena fortuna de relacionarse con dos poderosos patrones, el duque de La Rochefoucauld y el príncipe de Rohan. El duque alentó el interés de su joven protegido por la geología y Dolomieu pronto empezó su estudios de las formaciones rocosas, especialmente las de rocas basálticas. Cuando De Rohan fue nombrado embajador en Portugal llevó consigo a Dolomieu como secretario personal. Sus deberes no eran evidentemente muy arduos, pues fue durante este período cuando Dolomieu llevó a cabo algunos de sus trabajos más importantes. Recibió con agrado la Revolución, pero su ardor se extinguió abruptamente por el brutal asesinato de La Rochefoucauld. De todas formas, la República le ofreció un puesto en la Escuela de Minas donde (salvo un período, en compañía de otros muchos destacados hombres de ciencia, en la expedición a Egipto de Napoleón) permaneció durante quince años inspeccionando minas y haciendo estudios geológicos. Pero luego fue convocado para asistir a Napoleón en la toma de Malta frente a la Orden de Caballeros y, en el viaje de regreso, su barco fue conducido a Taranto donde fue capturado por los revolucionarios calabreses y entregado a manos de sus enemigos, los Caballeros de Malta.
Durante 21 meses, Dolomieu fue mantenido en confinamiento solitario en Messina y en esas duras circunstancias reflexionó y escribió. Fue finalmente liberado en 1801 y a su regreso a París fue recibido con demostraciones públicas como lo había sido Arago tras su encarcelamiento por otra potencia hostil [166]. Mientras estaba en prisión, Dolomieu había sido elegido para una Cátedra en el Museo Nacional de Historia Natural en París, pero su salud había sufrido y murió ese mismo año, célibe, de acuerdo con sus votos como miembro de la Orden y a los que nunca renunció.
Quizás el caso más trágico y más extraño de vida de trabajo pasada en confinamiento es el del matemático André Bloch. Nació en Besançon en 1893, siendo uno de tres hermanos de padres judíos. Huérfano a edad temprana, André y el más joven de sus hermanos, Georges, mostraron talentos sobresalientes y ambos obtuvieron plazas por oposición en la Escuela Politécnica de París. Sus estudios fueron interrumpidos por la primera guerra mundial, en la que Georges fue gravemente herido y perdió un ojo mientras que André, que servía como oficial de artillería, cayó herido en un puesto de observación bajo el fuego de los cañones enemigos. Tras varias estancias en el hospital, se le dio una licencia indefinida en 1917 y retomó sus estudios en la Escuela.
Más tarde, en noviembre de ese mismo año, mientras cenaba en famille en París, se abalanzó con un cuchillo sobre su hermano Georges y sus tíos y los apuñaló hasta la muerte. Luego salió a la calle, gritando, y fue detenido sin oponer resistencia. Con el país inmerso en una guerra desesperada, el asunto, que después de todo implicaba a dos oficiales del ejército, fue silenciado y el perpetrador fue ingresado en un hospital psiquiátrico, la Maison de Charenton, en las afueras de París. Allí permaneció hasta su muerte por leucemia en 1948.
André Bloch explicó tranquilamente a un doctor del Charenton que no le había quedado otra opción que eliminar a la rama de su familia que se había visto afectada por una enfermedad mental. Las leyes de la eugenesia, insistió, eran ineluctables y su deber era actuar como lo hizo. Reprendió al doctor por su reacción emocional: «Usted sabe muy bien», declaró, «que mi filosofía está inspirada por el pragmatismo y la racionalidad absoluta. Yo he aplicado el ejemplo y los principios de una célebre matemática de Alejandría, Hipatia». No hay evidencia, por supuesto, de que Hipatia [168] sostuviese nociones tan radicales, ni se estableció si el trastorno de Bloch derivaba de su experiencia en la guerra. Pero en todos los demás aspectos parecía completamente sano y de su celda en el Charenton proceden una serie de importantes comunicaciones matemáticas, principalmente en análisis algebraico, teoría de números y geometría, aunque también escribió un ensayo sobre las matemáticas de las mareas. Un artículo estaba preparado con otro matemático recluido durante algún tiempo en la Maison de Charenton.
Los logros de Bloch son más extraordinarios si se tiene en cuenta que era completamente autodidacta y sólo más tarde estableció contactos, a través de cartas y escasas visitas, con algunos de los matemáticos destacados de la época, los cuales, inicialmente, desconocían que estaban en correspondencia con el interno de un manicomio. También desarrolló un interés especial por la teoría económica y escribió varias cartas al presidente Poincaré (pariente del célebre matemático y físico Jules Henri Poincaré) con sugerencias para la gestión de la economía nacional. Durante la ocupación alemana en la segunda guerra mundial, Bloch tuvo la habilidad suficiente para ocultar su nombre judío y publicar bajo dos seudónimos. En el año de su muerte recibió el premio Becquerel de la Academia de Ciencias. La historia del «matemático de Charenton», como le llamó un prominente psiquiatra francés, recuerda irresistiblemente al cirujano de Crowthorne (sujeto de un libro de dicho título escrito por Simon Winchester y publicado por Penguin Books en 1999), el doctor paranoide que, tras haber asesinado a un inocente transeúnte en una calle de Londres, contribuyó con un saber y dedicación profundos al primer Oxford English Dictionary desde su celda en un manicomio durante la última parte del siglo XIX.
Una referencia de Solomon Lefschetz está incluida en un entretenido artículo de Steven G. Krantz en The Mathematical Intelligencer, 12, 32 (1990). Para la vida y obra de Jean Poncelet, véase René Taton en Dictionary of Scientific Biography, C. C. Gillespie, ed. (Scribner, Nueva York, 1975), y para la biografía de Déodat Dolomieu, véase Kenneth L. Taylor, también en el DSB (1971). Los hechos de la trágica vida de André Bloch están registrados en un absorbente artículo de dos matemáticos franceses, Henri Cartan (cuyo padre, el famoso Élie, mantuvo correspondencia con Bloch) y Jacqueline Ferrand en The Mathematical Intelligencer, 10, 23 (1988).