29. El mármol y la fregona

En 1934, los físicos de todo el mundo estaban muy excitados por la transmutación de los elementos. Ya se sabía que los núcleos de algunos átomos pesados podían capturar un neutrón y con ello formar un isótopo nuevo y más pesado [20]. La energía cedida por el neutrón al colisionar con el núcleo era emitida como un rayo gamma —la firma del proceso—. Enrico Fermi (1901-1954), el gran físico italiano, había puesto en marcha un programa para examinar sistemáticamente el comportamiento de una variedad de elementos bajo bombardeo por neutrones. La excitación por lo que había parecido un primer éxito con un elemento ligero (sodio) fue atenuada por un aspecto sorprendente del resultado: la emisión del rayo gamma tenía lugar con un retardo temporal mucho más largo de lo que la teoría permitía. Se necesitaba una prueba mejor de la captura del neutrón. Dos de los jóvenes y brillantes colaboradores de Fermi, Emilio Segrè y Edoardo Amaldi, pensaban que habían zanjado la cuestión cuando encontraron que el siguiente elemento que estudiaron, el aluminio, no sólo capturaba un neutrón sino que, al hacerlo, daba lugar a un isótopo radiactivo con una vida media (medida por la emisión de rayos gamma) de casi tres minutos. Fermi, encantado, informó de los resultados durante una reunión en Londres.

Pero entonces, Segrè pilló un catarro y se quedó en casa durante algunos días dejando que Amaldi continuase los experimentos. Para desilusión general, este no pudo repetir las observaciones originales. Fermi, muy molesto ante la perspectiva de una retractación humillante, cargó su disgusto sobre sus jóvenes ayudantes que ahora estaban obteniendo resultados continuamente erráticos y, según parecía, absurdos. Entonces, otro extraordinario físico joven se unió al laboratorio: Bruno Pontecorvo iba a hacerse famoso veinte años más tarde cuando se pasó a la Unión Soviética llevándose con él una muy valiosa información sobre el desarrollo de armas atómicas. Pontecorvo y Amaldi se propusieron calibrar la eficacia de las activaciones por neutrones utilizando un patrón de plata del que se sabía que generaba por captura neutrónica un isótopo con una vida media convenientemente larga y fácilmente medible. Para su asombro y consternación encontraron que los resultados dependían del lugar del laboratorio en que se hacían las medidas. Así es como lo dice Amaldi: «En particular, había ciertas mesas de madera cerca de un espectroscopio en una habitación oscura que tenían propiedades milagrosas pues la plata irradiada sobre esas mesas ganaba mucha más actividad que cuando era irradiada sobre otra de mármol en la misma habitación».

He aquí un fenómeno que requería investigación. El primer paso consistió en tratar de apantallar el aparato con plomo. Pero el experimento quedó aplazado cuando los colaboradores de Fermi tuvieron que corregir los exámenes de los estudiantes. Fermi, siempre impaciente, decidió continuar por su cuenta. Así es como describió lo que sucedió en una carta a su colega de Chicago en años posteriores, el célebre cosmólogo Subrahmanyam Chandrasekhar:

Te diré cómo llegué a hacer el descubrimiento que supongo que es el más importante que he realizado. Estábamos trabajando muy duro en la radiactividad inducida por neutrones y los resultados que estábamos obteniendo no tenían sentido. Un día, cuando entré en el laboratorio, se me ocurrió que debía examinar el efecto de un trozo de plomo ante los neutrones incidentes. En lugar de mi costumbre habitual, me tomé un gran trabajo para tener la pieza de plomo forjada de forma precisa. Estaba claramente insatisfecho con algo: intenté todas las excusas para retrasar la colocación de la pieza de plomo en su lugar. Cuando finalmente, con cierta renuencia, fui a colocarla en su lugar, me dije: «No, no quiero esta pieza de plomo aquí; lo que quiero es una pieza de parafina». Fue exactamente así, sin ninguna advertencia previa, ningún razonamiento consciente. Inmediatamente tomé una pieza de parafina y la coloqué donde tenía que haber estado la pieza de plomo.

El resultado fue un violento aumento en la activación del blanco. Segrè y los otros fueron convocados al laboratorio para ser testigos del sorprendente efecto. Segrè escribió más tarde que él pensó que el contador radiactivo se había estropeado antes de convencerse de lo contrario. Fermi caviló durante la comida que invariablemente hacía en casa con su mujer: si la parafina tenía un efecto tan enorme y la activación también se veía afectada dependiendo de si el blanco descansaba en una mesa de madera o de mármol, entonces quizá los neutrones estaban siendo frenados por colisiones con núcleos de hidrógeno (protones, de la misma masa que los neutrones), que abundaban en la parafina y la madera; y ¿qué pasaba si, contrariamente a la hipótesis dominante incuestionada, eran los neutrones lentos antes que los rápidos los que eran más fácilmente capturados?

Fermi volvió al laboratorio y él y su equipo llevaron su fuente de neutrones y el blanco de plata al estanque del jardín. El hidrógeno, en el agua y en los peces dorados residentes, actuaba igual que en la cera de parafina. Se ensayaron otros elementos ligeros y también funcionaban, aunque ninguno tan bien como el hidrógeno, que tenía el núcleo más ligero de todos y mejor absorbía el momento del neutrón que colisionaba. Inmediatamente se escribió un artículo que fue enviado a la mejor revista de física italiana y abrió un nuevo capítulo en la historia de la física atómica (y del pensamiento que llevó a la bomba atómica). Hans Bethe [62], el famoso teórico, conjeturó que quizás el fenómeno del neutrón lento no se hubiera descubierto nunca si Italia no fuera tan rica en mármol, el cual se utilizaba, incluso, para equipo de laboratorio.

Pero recientemente se ha arrojado nueva luz sobre la historia. Dos físicos italianos descubrieron que el cuidador que había mantenido el laboratorio de física en 1934, y había sido testigo del experimento crítico en octubre de dicho año, estaba aún vivo en 2001, el año del centenario de Fermi. Él recordaba que una limpiadora llamada Cesarina Marani, tras haber fregado el mármol del vestíbulo exterior, había dejado tres cubos de agua debajo de la mesa del laboratorio. Estos fueron detectados por los jóvenes colaboradores de Fermi y el vapor de agua fue rápidamente identificado como una fuente del decisivo hidrógeno.

La historia está narrada con todo detalle en el extraordinario libro de Richard Rhodes, The Making of the Atomic Bomb (Simon & Schuster, Nueva York, 1988).