25. El principio de Pauli

Wolfgang Pauli (1900-1958) fue uno de los titanes que presidieron la física teórica durante su edad dorada en las primeras décadas del siglo XX. Era célebre no sólo por su devastadora inteligencia, sino también por su grosería indiscriminada, o quizá más adecuadamente su inflexible franqueza. Se hizo conocido en su profesión como «el flagelo del Señor». Según Victor Weisskopf [95], que paso un feliz período como ayudante de Pauli, uno podía hacerle una pregunta sin preocuparse de que la pudiera encontrar estúpida, pues Pauli encontraba estúpidas todas las preguntas. En su estado de humor más complaciente, y cuando aún era un estudiante, Pauli empezaba sus comentarios en la discusión que seguía a una conferencia de Albert Einstein: «¿Sabes?, ¡lo que dice Einstein no es tan estúpido!». Weisskopf recordaba lo que sucedió cuando llegó a Zurich y fue a ver a Pauli a su despacho.

Finalmente, levantó la cabeza y dijo: «¿Quién eres?». «Soy Weisskopf. Usted me invitó a que fuera su ayudante». Él respondió: «Oh, sí, en realidad quería a Bethe, pero él trabaja en teoría del estado sólido, que a mí no me gusta aunque la inicié».

Afortunadamente, Weisskopf había sido advertido por Rudolf Peierls [42], el cual conocía bien a Pauli. Pauli y Weisskopf tuvieron entonces una breve discusión durante la cual, Weisskopf señaló que sería feliz de trabajar en cualquier cosa excepto en una controvertida aproximación, que no podía entender, a la teoría de la relatividad. Pauli había estado reflexionando sobre este mismo tema pero estaba empezando a cansarse de él y por ello asintió. Entonces ofreció al recién llegado un problema y a la semana siguiente le preguntó qué progresos había hecho. «Le mostré mi solución», recordaba Weisskopf en sus memorias, y él dijo: «Debería haber cogido a Bethe después de todo». Weisskopf y Pauli se hicieron amigos y siguieron siéndolo. Acerca de Peierls, Pauli comentaba: «Habla tan rápido que cuando tú entiendes lo que está diciendo, él ya está afirmando lo contrario».

Pauli, cuyo nombre está consagrado en el Principio de Pauli, también conocido como el Principio de Exclusión (dos electrones en un átomo no pueden ocupar el mismo estado cuántico) era también famoso por el «Segundo Principio de Pauli»: su aproximación presagiaba la destrucción de cualquier aparato científico o dispositivo mecánico. Lo más curioso es que se encontró que una devastadora explosión en el Departamento de Física de la Universidad de Berna había coincidido con el paso por la ciudad de un tren que llevaba a Pauli a su casa en Zurich. Su manera de conducir un automóvil, animada por incesantes comentarios autolaudatorios, producía tal alarma en sus pasajeros que muchos se negaron a viajar con él en más de una ocasión. A un comentario de queja de su estudiante y colaborador, el físico holandés H. G. B. Casimir [53], respondió: «Haré un trato contigo: no hables de mi manera de conducir y yo no hablaré de tu física». En sus memorias, Casimir reprodujo la siguiente descripción gráfica del «Segundo Principio de Pauli» en acción, recogido por el físico belga Léon Rosenfeld (a quien a Pauli le gustaba describir como «el monaguillo del papa», como también Niels Bohr era llamado a veces):

Heitler, que daba una conferencia sobre la teoría del enlace homopolar, excitó inesperadamente su ira: el caso era que a él le disgustaba fuertemente esta teoría. Apenas había acabado Heitler, Pauli se dirigió a la pizarra en un estado de gran agitación y caminando de un lado a otro empezó irritado a expresar su disgusto mientras Heitler se sentaba en una silla en un extremo de la tarima. «Para grandes distancias», Pauli explicó, «la teoría es ciertamente falsa puesto que tenemos atracción de Van der Waals; a cortas distancias, obviamente, también es completamente falsa». En este momento había llegado al extremo de la tarima opuesto a donde estaba sentado Heitler. Dio la vuelta y ahora se dirigía caminando hacia él, apuntando amenazadoramente en su dirección con el trozo de tiza que mantenía en su mano: «Und nun», exclamó, «gibt es eine an den goten Glauben der Physiker appellierende Aussage, die behauptet, dass diese Näherung, die falsch ist in grossen Abständen und falsch ist in kleinen Abständen, trotzdem sie in einem Zwischengebiet qualitativ richtig sein soll!». (Y ahora se afirma, apelando a la credulidad de los físicos, que esta aproximación, que es falsa a grandes distancias y es falsa a cortas distancias es, pese a todo, cualitativamente verdadera en una región intermedia). Ahora estaba muy cerca de Heitler. Este se recostó repentinamente, el respaldo de la silla se rompió con gran estrépito, y el pobre Heitler se cayó hacia atrás (felizmente sin lastimarse demasiado).

Casimir, que estaba allí, señala que George Gamow fue el primero en gritar: «¡Efecto Pauli!». Y luego añade: «A veces me pregunto si Gamow (un famoso farceur) [81] no le había hecho algo a la silla antes de empezar».

Jeremy Bernstein, un físico y el más lúcido e iluminador de los escritores sobre la física y las maneras de los físicos, recuerda en sus fascinantes memorias un incidente singular que tuvo lugar durante el último año de vida de Pauli.

Pauli se había comprometido en una empresa peculiar con su antiguo colaborador Werner Heisenberg [180], otro de los grandes arquitectos de la teoría cuántica. Durante un tiempo, ellos afirmaron que habían resuelto todos los problemas que quedaban por resolver en la teoría de partículas elementales; todo lo reducían a una única ecuación. Cuando mentes más tranquilas examinaron la cuestión, concluyeron que todo era una quimera. El desenlace, para Pauli, llegó en una conferencia que pronunció en la Universidad de Columbia, en la gran sala de conferencias del Laboratorio Pupin. A pesar de que se había intentado mantener la charla en secreto, la sala estaba completamente llena. La audiencia estaba salpicada de pasados, presentes y futuros ganadores del premio Nobel, incluyendo a Niels Bohr [79]. Una vez que Pauli había pronunciado su conferencia se le pidió a Bohr que hiciera un comentario. Entonces ocurrió allí una de las más inusuales y, a su absurda manera, más emotivas manifestaciones de las que he sido testigo. El punto básico de Bohr era que como teoría fundamental era loca, pero no suficientemente loca. Los grandes avances, como la relatividad y la teoría cuántica, parecen locos a primera vista —especialmente si uno ha sido educado en la física que les precedía—; parecen violar el sentido común de un modo fundamental. Por el contrario, la teoría de Pauli era simplemente rara, una ecuación de apariencia extraña que te miraba como un jeroglífico. Pauli objetó el juicio de Bohr; él dijo que la teoría era suficientemente loca.

En este momento, estas dos figuras monumentales de la física moderna empezaron a moverse en una órbita circular conjunta alrededor de la gran mesa de conferencias. Cuando Bohr daba la cara a la audiencia desde la parte delantera de la mesa, repetía que la teoría no era suficientemente loca y, cuando era Pauli el que daba la cara al grupo, decía a su vez que sí lo era. Recuerdo que me pregunté qué pensaría de esto cualquier persona del otro mundo —el mundo de los no-físicos—. A [Freeman] Dyson [52] se le pidió un comentario y se negó. Más tarde él me comentó que era como observar la «muerte de un animal noble». Fue profético. Pauli murió no muchos meses más tarde, en 1958, a los cincuenta y ocho años de edad de un cáncer no detectado previamente. Antes de ello había renunciado a la teoría de Heisenberg, como él la llamaba ahora, de la manera más ácida. Uno sólo podía preguntarse si el breve romance de Pauli con ella era una señal de que ya estaba enfermo.

Pauli murió no muchos meses después. No está claro si él fue consciente de que su potencia intelectual e imaginativa se desvanecía. Pero comentó a uno de sus colaboradores: «Ich weiss viel. Ich weiss zu viel. Ich bin ein Quantengreis». (Sé mucho. Sé demasiado. Soy una persona en su segunda infancia cuántica). Pauli, como ya se ha dicho, pasó sus últimos días en una habitación de hospital con el número 137, un número mágico de la teoría ondulatoria, y la coincidencia le preocupó.

Para la primera historia véase Victor Weisskopf, The Joy of Insight: Passions of a Physicist (Basic Books, Nueva York, 1991). Los recuerdos de Casimir sobre Pauli se cuentan en sus memorias, H. G. B. Casimir, Hazaphard Reality: Half a Century of Science (Harper y Row, Londres y Nueva York, 1983). La última historia esta tomada de Jeremy Bernstein, The Life it Brings: One Physicist’s Beginnings (Ticknot and Fields, Nueva York, 1987).