La fortuna, nos dice Louis Pasteur, favorece a la mente preparada. El físico norteamericano que observó que cuando sus hijos dejaban caer su tostada sobre la alfombra, invariablemente se violaba el principio maligno de la Naturaleza ya que caían con la mantequilla hacia arriba, no lo descartó como una anomalía estadística. Investigó más y encontró una explicación acorde con las leyes de la física: sus hijos untaban mantequilla en los dos lados de la tostada. La historia de la ciencia está repleta de ejemplos de descubrimiento accidental, resultado de un buen juicio, cuando un resultado experimental anómalo y aparentemente inútil era examinado más detenidamente en lugar de ser descartado.
En el laboratorio de química orgánica, el romper un termómetro siempre fue considerado una infracción grave. Pero cuando Otto Beckmann (1853-1925), que a finales del siglo XIX era un ayudante en el laboratorio de uno de los mandarines de la química alemana, Wilhelm Ostwald, rompió un termómetro precioso, especialmente fabricado por el soplador de vidrio del departamento con un tubo tan largo y uniforme que la temperatura podía leerse con una precisión de una centésima de grado, lo convirtió en motivo de reflexión. Beckmann se preguntó cómo podría construirse un instrumento menos vulnerable con una precisión similar y evitar así tales desastres y escapar a la ira del profesor. El resultado fue el termómetro Beckmann, familiar a todos los químicos (al menos hasta la era de los termómetros electrónicos), que tiene un tubo corto con un depósito de mercurio en la parte superior de modo que la cantidad de mercurio en el bulbo puede ajustarse para seleccionar el estrecho rango de temperaturas escogido.
El resultado más sensacional de un percance con un termómetro supuso una revolución comercial. Los primeros tintes sintéticos fueron preparados a partir de sustancias encontradas en destilados de alquitrán e iniciaron una nueva y gran industria, asociada con el ilustre químico orgánico Adolf von Baeyer [84] y dos discípulos, August Wilhelm von Hoffmann y W. H. Perkin, los cuales establecieron escuelas de química en Inglaterra.
El índigo era un tinte altamente apreciado desde tiempos antiguos. En la India, por ejemplo, unos dos millones de acres se dedicaron al Cultivo de esta planta. El propio Von Baeyer se ocupó del tinte durante veinte años, determinó finalmente su estructura y, por un tour de force de habilidad, lo sintetizó a partir de simples materiales de partida en 1883. Pero este era un proceso complejo con muchos pasos totalmente inadecuado para un desarrollo industrial. Una síntesis comercial partiendo de un producto del alquitrán, el naftaleno, fue conseguida por los químicos en la empresa gigante BASF en Baviera durante la década siguiente, pero el coste seguía siendo difícilmente competitivo. Luego, en 1896, un insignificante trabajador de BASF, llamado Sapper, estaba calentando naftaleno con ácido sulfúrico humeante (un potente brebaje de ácido sulfúrico con trióxido de azufre) y agitándolo al parecer con un termómetro. El termómetro se rompió, derramando el mercurio en la mezcla reactiva, y la reacción tomó un curso diferente: el naftaleno se convirtió en anhídrido tálico, el intermediario buscado en la síntesis del índigo. Se deducía que el mercurio, o más bien el sulfato en el que había sido transformado por el ácido sulfúrico, era un catalizador para esta reacción previamente no descubierta. El índigo barato de la BASF llegó al mercado al año siguiente y la industria del índigo indio se vino abajo.
La historia de los colorantes es rica en ejemplos de descubrimiento accidental. Probablemente el primero vino cuando Friedlieb Ferdinand Runge (1794-1867), el químico alemán, intentaba mantener a los perros del vecindario fuera de su jardín en un barrio de Berlín levantando vallas de madera que pintó con alquitrán (creosota) como conservante. Luego, para impedir que los perros levantaran sus patas contra su valla, esparció polvo blanqueador (clorohipoclorito de calcio) alrededor, que difundía un nocivo olor a cloro. Inspeccionando la valla al día siguiente se sorprendió al observar rayas azules en el polvo blanco que seguían de forma demasiado obvia las trayectorias de los chorros de orina canina. Runge investigó y descubrió que el color azul era el resultado de la oxidación por el hipoclorito de algún constituyente del alquitrán. Los perros simplemente habían proporcionado el agua para disolver el principio reactivo. Runge llamó «Kymol» a la sustancia azul. Algunos años más tarde Hoffmann demostró que el compuesto padre del alquitrán era el aminobenceno o anilina, y el «Kymol» fue el primer prototipo sintético de un colorante.
Fue otro accidente el que llevó al descubrimiento de un intermediario importante en muchas síntesis orgánicas: un compuesto de anillo tipo bencénico que contiene azufre, el tiofeno. Victor Meyer (1848-1897), un famoso químico alemán, hacía una demostración cuando daba clase a sus estudiantes en la Universidad de Zurich, un bello test para el benceno ideado por Baeyer: la muestra sospechosa de contener benceno era agitada con ácido sulfúrico y un cristal de isatina (el precusor final en la famosa síntesis del índigo por parte de Baeyer). Un color azul intenso revelaba la presencia de benceno. Pero en esta ocasión, en 1882, no apareció ningún color azul. Mayer debió haber quedado desconcertado pero al examinar la cuestión descubrió que, en lugar del tipo normal de muestra de benceno derivado del alquitrán, su ayudante le había pasado un benceno sintético muy puro. Al año siguiente, Mayer había dado con la impureza (no más de un 0,5 por 100) en el producto del alquitrán responsable del color azul. Así empezó otro capítulo en la química orgánica.
John Read trabajó con Baeyer durante sus años de formación en torno al comienzo del siglo XX y más tarde con sir William Jackson Pope [1] en Cambridge y, finalmente, llegó a ser catedrático de Química en la Universidad de Aberdeen. Hablaba del «héroe anónimo» —un perezoso ayudante de laboratorio (o lab-boy, como solían ser llamados)— en un avance crucial en estereoquímica. Los químicos habían estado tratando infructuosamente de resolver compuestos ópticamente activos con un nuevo método. La actividad óptica, la capacidad de rotar el plano de luz polarizada hacia la derecha o la izquierda, es una propiedad de moléculas con una asimetría intrínseca; es decir, con una estructura que no puede superponerse a su imagen especular. Las reacciones en laboratorio, a diferencia de las que ocurren en organismos vivos, producen una mezcla de ambas formas (antípodas) de tales compuestos, y para separar (resolver) los componentes levógiros de los dextrógiros se requiere ingenio. El método de Pope consistía en hacer reaccionar la mezcla con un reactante asimétrico ya purificado; este distinguiría las dos formas generando cristales diferentes. El lab-boy vago había olvidado limpiar y lavar un montón de piezas de vidrio, recubiertas de depósitos pegados, cada una de las cuales representaba un intento fallido de cristalización. Read pidió de nuevo que se limpiaran los detritus, pero el ayudante se tomó su tiempo y, mientras esperaba, la vista de Read cayó sobre una costra blanca en uno de los discos. La examinó con una lupa y vio que era un cristal. Lleno de júbilo lo añadió a una solución del producto de reacción mezclado y, he aquí, que fue la semilla para la cristalización de su propia forma asimétrica.
Véase, Royston Roberts, Serendipity: Accidental Discovery in Science (Wiley, Nueva York, 1989), y John Read, Humour and Humanism in Chemistry (G. Bell, Londres, 1947).