Es bien sabido que cuando el canciller del Tesoro, William Gladstone, tras presenciar la demostración que hizo Michael Faraday del entonces recién descubierto fenómeno de la inducción electromagnética, preguntó: «Pero ¿para qué sirve?», Faraday contestó, «No lo sé, pero un día, señor, usted podrá cobrar impuestos por ello». (No obstante, según otra versión, o quizá incluso en una ocasión diferente, se supone que su respuesta había sido: «¿Para qué sirve un recién nacido?»).
Jöns Jacob Berzelius (1779-1848), uno de los fundadores de la química moderna, encontró una incomprensión similar en Suecia. Se cuenta que el criado a quien había contratado como ayudante de laboratorio fue abordado un día por un grupo de impasibles burgueses de Estocolmo que querían saber qué pasaba en casa de Berzelius. ¿Cuáles eran las obligaciones del ayudante?, preguntaron. «Por la mañana voy a la vitrina y los estantes, y llevo al maestro todo tipo de cosas: polvos, cristales, líquidos de diferentes colores y olores». «¿Y luego qué?». «Los examina, toma un poco de cada uno y lo pone en una gran vasija». «¿Y luego qué?». «Luego calienta la vasija y pone todo en vasijas más pequeñas una vez que el contenido de la vasija grande ha hervido durante una o dos horas». «¿Y entonces qué hace?». «Entonces lo pone todo en un cubo. Luego, a la mañana siguiente, saco el cubo fuera y lo vacío en la alcantarilla».
Véase, The Human Side of Scientists, de Ralph E. Oesper (University Publications, University of Cincinnati, Cincinnati, Ohio, 1975).