Ernest Rutherford, más tarde lord Rutherford de Nelson, nació en una granja de ovejas de Nueva Zelanda en 1871. «Siempre en la cresta de la ola, eh Rutherford», como le saludaba uno de sus contemporáneos, fue responsable de una extraordinaria serie de descubrimientos sobre la estructura atómica que le hizo presumiblemente el físico experimental más destacado de su generación. «Bueno, yo hice la ola, ¿no es así?», había sido su respuesta. A. V. Hill [115], el fisiólogo, recordaba que Rutherford le había comentado un día, sin preámbulos: «Acabo de leer algunos de mis primeros artículos y cuando llevaba leídas algunas líneas me dije: “Ernest muchacho, eras un colega condenadamente listo”». La modestia no fue nunca una debilidad de Rutherford: era bullicioso, extrovertido y tan bondadoso que daba la impresión de que nunca había experimentado envidia o malicia.
Entre muchas otras consecuencias, el descubrimiento de la radiactividad resolvió un rompecabezas que había atormentado a Charles Darwin [43] en las últimas décadas de su vida: la edad de nuestro planeta, inferida a partir del registro fósil, superaba enormemente el tiempo que se calculaba que era necesario para que la Tierra se hubiera enfriado desde su temperatura (la del Sol) cuando se formó. Dicho cálculo, realizado por el inatacable físico victoriano William Thomson (más tarde lord Kelvin de Largs) [10], parecía poner en peligro toda la teoría de Darwin. Pero el Sol es un horno nuclear y la Tierra esta llena de radiactividad y la desintegración radiactiva de los elementos genera, como Rutherford había demostrado, energía en abundancia para dar cuenta fácilmente del déficit.
En 1904, Rutherford fue invitado a dar una conferencia sobre las nuevas revelaciones ante una distinguida audiencia entre la que se encontraba el formidable lord Kelvin que entonces tenía ochenta años. Su presencia provocaba cierta inquietud en Rutherford. Así es como, según sus propias palabras, manejó la delicada situación:
Para mi alivio, Kelvin se quedó dormido, pero cuando llegué al punto importante vi incorporarse al viejo pájaro, abrir un ojo y echarme una mirada siniestra. Entonces tuve una súbita inspiración y dije: «Lord Kelvin había puesto un límite a la edad de la Tierra, siempre que no se descubriera ninguna nueva fuente de calor. Esa profética observación alude a lo que estamos considerando esta noche, el radio». ¡Sea! El viejo me sonrió.
De hecho, todavía dos años más tarde Kelvin expresó dudas acerca de que la radiactividad pudiera explicar realmente la energía extra. Otro gran físico, lord Rayleigh, invitó a Kelvin a aceptar una apuesta de cinco chelines a que antes de que hubieran pasado seis meses declararía que Rutherford estaba en lo cierto. Antes del tiempo establecido, Kelvin reconoció su pérdida, la confesó en público ante la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia y pagó sus cinco chelines.
Véase, por ejemplo, la definitiva biografía, Rutherford Simple Genius, de David Wilson (Hodder and Stoughton, Londres, 1983).