Introducción

Había una vez un clérigo en la Inglaterra rural que solía animar sus sermones con apartes teatrales precedidos de la siguiente llamada al todopoderoso: «Y si, oh Señor, esta lección no está clara, permite que tu siervo la ilustre con una anécdota…». A un eclesiástico más conocido, el genial reverendo Sydney Smith, se le oyó en cierta ocasión concluir su oración de la tarde, siempre dicha en voz alta, con «Ahora Señor, te contaré una anécdota». Pues bien, si podía suponerse que el Señor disfrutaba con una reminiscencia oportuna, ¿por qué no el resto de nosotros? Además, un diplomático norteamericano, John Hay, opinaba que la verdadera historia podría buscarse mejor «en las anécdotas personales y las cartas privadas de quienes hacen la historia». También el doctor Johnson proclamaba el valor de los detalles biográficos reveladores. En su revista, The Rambler, observó: «Más conocimiento puede obtenerse acerca del carácter real de un hombre por una breve conversación con uno de sus sirvientes que de una narración formal y estudiada que empieza con su pedigrí y termina con su funeral».

Entonces, ¿qué constituye una anécdota? El Oxford English Dictionary da como primera definición: «Narraciones o detalles de la historia secretos, privados o hasta ahora no publicados», y, tomándolo prestado del diccionario Chambers de 1727, continúa: «Un término utilizado por algunos autores para los títulos de las Historias Secretas»; es decir, de historias tales como las relacionadas con las transacciones y negocios secretos de los príncipes que hablan con demasiada libertad, o demasiada sinceridad, de las maneras y conductas de personas con autoridad para permitir que se hagan públicas». Lo que esto implica es que, para que cuenten como anécdotas, las revelaciones deben ser en cierta medida indiscretas o difamatorias. Pero la siguiente definición del OED amplía la perspectiva: «La narración de un incidente aislado o de un suceso único contada como siendo en sí misma interesante o sorprendente. (Inicialmente una acepción de chismorreo)». Como ilustración ofrece un tropo de una novela de Benjamin Disraeli: «Un compañero que lo sabe todo, lleno de ingenio y anécdota». Una anécdota, entonces, debería ser a la vez divertida y provocadora. Para el padre bibliófilo de Disraeli, Isaac, las anécdotas eran «minúsculas noticias de la naturaleza humana o del saber humano»; y seguía: «algunas personas exclaman, “no me des anécdotas de un autor, dame sus obras”, y pese a todo a menudo considero que las anécdotas son más interesantes que las obras».

En ciencia esto también suele ser cierto: para todos salvo unos pocos, las historias de la vida privada de Einstein son más atractivas o, en cualquier caso mucho más accesibles, que sus obras. Sería absurdo, por supuesto, pretender que estos retazos del pasado vayan a poner al lector en un camino fácil hacia el conocimiento científico pero espero que, al menos, puedan arrojar una luz sobre la sociología y la historia de la ciencia.

La ciencia difiere de otros dominios del esfuerzo humano en que su sustancia no proviene de la actividad de aquellos que la practican: la naturaleza del átomo o la estructura del ADN habrían sido descubiertas aunque Bohr y Rutherford, y Watson y Crick, no hubieran vivido; simplemente se hubiera tardado más tiempo. La ciencia es por encima de todo una actividad colectiva. «L’art c’est moi, la science c’est nous», tal como decía Claude Bernard, el padre de la fisiología moderna. En este sentido, los individuos son de importancia marginal. No obstante, la ciencia no está falta de personalidades extravagantes o excéntricas como, por ejemplo, siglos atrás, Tycho Brahe, con su nariz de plata y su enano asistente, o Henry Cavendish, con su temor mórbido al contacto humano, y así hasta nuestra propia era. Consideremos, por ejemplo, la industria literaria que ha surgido alrededor del físico Richard Feynman, o el culto a la personalidad que rodeó a la extravagante persona del gran teórico Wolfgang Pauli, cuyas observaciones aforísticas han pasado a ser moneda corriente en el discurso científico de cada día.

Fue Pauli quien supuestamente declaró sobre la efusión erudita de un colega: «Este artículo no es correcto, ni siquiera es falso». Y luego está su a menudo citada observación tras haber aguantado un seminario de un aspirante a profesor: «Tan joven y ya tan desconocido». Cuando, durante una discusión, Pauli fue interrumpido por un físico menor, Eugene Guth, con una observación pedante, él escuchó durante un momento y luego exclamó: «Guth, cualquier cosa que tú sepas la sé yo». Nada podía parecer más acorde con la extraordinaria carrera de Pauli que el hecho de que terminara su vida en la habitación número 137 de un hospital suizo, pues 137 es un «número mágico» que surge de la teoría cuántica y está relacionado con la estructura fina del espectro del hidrógeno, un tema que había preocupado a Pauli durante gran parte de su vida. (El cosmólogo Arthur Eddington tenía la manía de buscar en los guardarropas una percha con este mismo número donde colgar su sombrero). La fatídica coincidencia preocupó a Pauli y ensombreció sus últimos días.

Aquí se presenta una colección de incidentes históricos y no de citas, epigramas u ocurrencias de o sobre los científicos. Muchos de ellos circulan entre la hermandad científica, pasan de estudiante a estudiante y sirven a sus profesores como alivio en lecciones aburridas. Apostaría a que todo científico recuerda la réplica que, según se cuenta, dio Niels Bohr cuando se le quiso hacer ver el absurdo de colgar una herradura de la buena suerte en la puerta de su cabaña de campo: «Por supuesto que es absurdo, pero me han dicho que funciona incluso si uno no cree en ello». Y todos disfrutan seguramente con el juicio del maestro de escuela de Einstein que afirmó que el muchacho nunca llegaría a nada, o con la historia de que las primeras palabras de Albert, pronunciadas cuando ya tenía tres años y medio, fueron una queja a voz en cuello de que la leche estaba demasiado caliente; «¡Pero si puedes hablar!», se suponía que habían exclamado sus sorprendidos y encantados padres, «¿Por qué no has hablado nunca antes?». Y su respuesta fue (o así dice la leyenda): «Porque hasta ahora todo estaba bien»[1]. Y todos los estudiantes de química se han divertido con la fábula de la voluminosa barba que lucía el profesor Kipping de Cambridge (¿o era Nevil Sidgwick de Oxford, o incluso Adolf von Baeyer en Munich?): se decía que albergaba un cristal de todos los compuestos de química orgánica conocidos de modo que, cuando la sustancia que uno había sintetizado no cristalizaba, sólo tenía que pedir consejo al profesor, pues entonces la barba, inclinándose con curiosidad sobre el tubo de ensayo, dejaría caer allí el cristal microscópico que sería la semilla para el proceso de cristalización.

Todos los que hemos pasado nuestra vida en el laboratorio atesoramos recuerdos de episodios cómicos o extravagantes nacidos del ingenio o el histrionismo, la desgracia o la suerte excesivas, bien pulidos en general en el relato. Muchos de ellos son demasiado vagos para soportar la carga de la imprenta, pero yo recuerdo, por ejemplo, el incidente que me relató un amigo y que momentáneamente hizo tambalear su fe en su vocación: su sublimemente torpe profesor de física en el instituto, mientras explica la naturaleza de la gravedad, sostiene en alto un trozo de tiza y pide a la clase que reflexione sobre lo que sucede cuando cae. Suelta la tiza, que cae en la vuelta de su puño y desaparece en su manga. De modo parecido, Charles Daubeney, primer catedrático de Química en Oxford, mantenía en cierta ocasión ante su audiencia dos botellas cuyos contenidos, anunció dramáticamente, destruirían el aula en una terrible explosión si llegaran a mezclarse. Daubeney se volvió, tropezó y dejó caer las dos botellas, la audiencia se echó atrás… pero nada sucedió, pues un técnico prudente había reemplazado los contenidos antes de la lección. (No se ha revelado cuáles podrían ser aquellos líquidos). O consideremos la reminiscencia del famoso físico teórico Abdus Salam de sus días escolares entre guerras en lo que ahora es Pakistán: «Nuestro profesor», relata Salam, «hablaba de la fuerza gravitatoria. Por supuesto, la gravedad era bien conocida y el nombre de Newton había penetrado incluso hasta un lugar como Jhang. Nuestro maestro pasó entonces a hablar del magnetismo. Nos enseñó un imán. Entonces dijo: “¡Electricidad. Ah, esa es una fuerza que no vive en Jhang. Sólo vive en Lahore, a cien millas al este! ¿Y la fuerza nuclear? ¡Esa es una fuerza que sólo vive en Europa! ¡No vive en la India y no tenemos que ocuparnos de ella!”». (La contribución de Salam, por la que recibió el premio Nobel en 1979, consistió en unir el electromagnetismo y la fuerza nuclear débil). Estas estampas minúsculas, aunque entrañables, no se clasifican en general como anécdotas.

Los temas que pueblan el anecdotario científico están normalmente influidos por los rasgos de carácter de los científicos, los grandes mucho más que los intrascendentes. Uno de aquellos es la intensidad que tan a menudo distingue su aproximación al trabajo: una capacidad para abstraerse de lo que les rodea que a veces se manifiesta en un increíble desentendimiento del mundo. Uno de sus amigos contaba una visita a Einstein, a quien su mujer había dejado cuidando de su hijo recién nacido, en el pequeño apartamento familiar en Berna: Einstein estaba escribiendo ecuaciones con una mano mientras, mecánicamente, mecía la cuna con la otra, totalmente ajeno a los gritos que salían de las profundidades de aquella. Existen, como se verá, muchas otras historias semejantes sobre otras luminarias científicas. Niels Bohr era alguien a quien era imposible desviar de su objetivo: en una ocasión, tras una conferencia, arrinconó al teórico austriaco Erwin Schrödinger decidido a llegar al fondo de un punto espinoso. Schrödinger estaba agotado, había pillado un catarro y sólo quería irse a la cama, pero Bohr le persiguió inmisericorde hasta el dormitorio y continuó el debate unilateralmente durante toda la noche. La continua discusión entre Bohr y Einstein sobre la teoría cuántica sólo terminó con la muerte y se cita en alguno de los recuerdos aquí registrados.

Es sabido que tal búsqueda decidida de una presa científica lleva a un desapego verdaderamente suicida (u homicida). Bertrand Russell comentaba a propósito de su colega, el matemático G. H. Hardy, que si este hubiera calculado que Russell moriría al cabo de cinco minutos, su pena por perder un amigo, de cumplirse la predicción, se vería contrarrestada por su satisfacción de haber acertado. Este tipo de compromiso apasionado es el que ha llevado a muchos a una muerte por auto-experimentación y, en ocasiones, a una experimentación también con otras personas. El famoso biólogo evolucionista W. D. (Bill) Hamilton, que tuvo una muerte prematura tras una expedición de recolección al Congo en el año 2000, tenía la costumbre de hundir su mano en cualquier agujero en el suelo de la jungla para descubrir lo que podría esconderse allí. (De hecho, había perdido las puntas de varios dedos de su mano derecha, aunque esto fue resultado de un experimento con explosivos en su infancia). Cada vez que llegaba a un nido de insectos lo golpeaba con un palo para ver lo que salía. El autor de su necrológica contaba que sólo vio correr a Hamilton una vez: tras haber perturbado a una colmena de abejas asesinas.

Ambiciones y celos constituyen otro tema recurrente. Niels Bohr era un raro ejemplo de un hombre aparentemente privado de ambición personal e impulsado por un deseo incansable y desinteresado de captar la verdad, ya fuera por revelaciones personales o ajenas. Más propia de la naturaleza humana era la confesión de un eminente matemático norteamericano afirmando que hubiera preferido que un teorema permaneciese ignorado antes de que el hallazgo lo hubiese llevado a cabo otro científico. El biógrafo (Paul Hoffman) del extraordinario matemático húngaro Paul Erdös relata que después de que Erdös y un colega, Atle Selberg, hubieran descubierto una demostración de un antiguo rompecabezas, el Teorema de los Números Primos, Selberg oyó que un matemático a quien no conocía comentaba a un colega: «¿Lo has oído? Erdös y “no-sé-quien-más” tienen una demostración elemental del Teorema de los Números Primos». Selberg estaba tan avergonzado por esta insignificancia implícita que publicó el trabajo él solo y fue debidamente recompensado con la medalla Fields, el premio Nobel de los matemáticos.

También viene a la mente el físico japonés al que le faltó el canto de un duro para descubrir el neutrón; cuando se mencionaba la palabra (un deporte para sus crueles estudiantes) las lágrimas brotaban y corrían por sus mejillas. ¿Y qué decir de Philipp Lenard, el paranoico físico alemán, laureado con el Nobel, nazi y apasionado enemigo de Einstein? Sintiéndose privado del reconocimiento por varios de sus descubrimientos, escribió a un colega, James Franck, que entonces servía en el frente occidental durante la primera guerra mundial, para infundirle ardor marcial ya que, según Franck, Lenard deseaba de forma especial que los ingleses fueran derrotados porque nunca habían citado adecuadamente sus trabajos. Estos pueden ser casos extremos, pero los egos frágiles o hinchados han sido siempre una rica fuente de reminiscencias picantes.

Predicciones incautas por parte de sabios eminentes han generado muchos momentos de farsa. Fue el astrónomo real británico quien expresó la opinión de que «el viaje espacial es una completa basura» no muchos años antes de que se pusiera en órbita el primer satélite tripulado; y uno de los mayores físicos del siglo XX, Ernest Rutherford, sostenía que las ideas de explotación comercial de la energía atómica eran «pamplinas». Pero como, según se dice, Niels Bohr comentó: «La predicción es muy difícil, especialmente la del futuro». Y, finalmente, puesto que la ciencia en general procede lentamente y no abundan los dramas del día a día, son los momentos de súbita y extraordinaria iluminación, y especialmente las revelaciones por azar, los más extraños de todos los regalos de la Naturaleza y los que viven en la memoria: una gota de una nariz acatarrada cae en un disco de Petri y disuelve las colonias de bacterias; un termómetro se rompe en un vaso de reacción y el mercurio se revela como el catalizador de una reacción que inicia una nueva industria. Más a menudo, por supuesto, impera una ley ineluctable: que cualquier cosa que pueda ir mal, irá mal. Uno puede agotar infructuosamente toda una caja de cerillas tratando de prender fuego en la chimenea con un haz de ramas secas y periódicos y, en cambio, arrojar una sola cerilla por la ventanilla de un automóvil e iniciar un incendio forestal. Este tipo de conjunción inverosímil es también materia de anécdotas.

Sólo queda por admitir que la autenticidad es una pesadilla siempre presente en una colección de esta naturaleza. Algunas historias se atribuyen a más de un protagonista; cuando este es el caso, lo he advertido. Tampoco puedo jurar, con la mano en el corazón, que ninguna es apócrifa, pero he adoptado el punto de vista de que si merecen ser ciertas, entonces vale la pena incluirlas. Puedo, por lo tanto, haberme equivocado a veces al apoyarme en ese dicho amigo del editor, ben trovato.

Soy consciente, además, de una escasez de aparato erudito: más que anécdotas literarias o históricas de las que hay compilaciones sin número, las de la ciencia suelen existir sólo en la conciencia tribal y pasan oralmente de una generación a otra. Por lo tanto, es a veces difícil citar fuentes referenciales, pero he tratado de hacerlo cuando era posible. En muchos ejemplos las fuentes secundarias han sido lo mejor que pude encontrar. Por supuesto, uno tiene que trazar la línea en alguna parte. Hay una historia que ha circulado por Oxford durante casi un siglo sobre un examen oral en física. «¿Qué es la electricidad?», pregunta el examinador. El estudiante presa del pánico tartamudea: «Ah, señor, estoy seguro de que lo sabía, pero parece que lo he olvidado». El examinador exclama: «¡Qué pena, qué pena! Sólo dos personas han llegado a conocer lo que es la electricidad, usted y el autor de la Naturaleza, y ahora una de ellas lo ha olvidado». Me pregunto si esto se había derivado de algún modo del famoso comentario de lord Palmerston de que sólo tres personas habían entendido el asunto Schleswig-Holstein (la disputa entre Dinamarca y Alemania): una de ellas se había vuelto loca, la segunda había muerto y la tercera era el propio Palmerston, y él lo había olvidado. En cualquier caso, he tratado de rastrear la historia de Oxford (que ha aparecido en prensa varias veces) hasta sus orígenes, pero sin éxito, y tengo que inferir que es apócrifa. Este es un ejemplo de las muchas historias que en conciencia me he sentido obligado a omitir.

Donde era necesario he esbozado brevemente la naturaleza de las cuestiones científicas subyacentes para dar a las historias un sentido por lo demás escurridizo. Las referencias cruzadas a temas o personas discutidas en otro lugar aparecen con sus números de entrada destacados en negrita y entre paréntesis cuadrados. Las fuentes, originales o secundarias, aparecen al final de cada entrada. Espero que el lector que encuentre diversión en esta colección de lo que Winston Churchill llamaba «los juguetes relucientes de la historia» pueda sentirse más profundamente atraído por las espesuras de la ciencia, es decir, allí donde aguardan tantas sorpresas y recompensas.

Por sus muchas sugerencias y correcciones estoy en deuda con el doctor Bernard Dixon y el reverendo doctor John Polkinghorne y, especialmente, con el doctor Michael Rodgers de Oxford University Press. Este libro fue idea suya y sin su aliento, alternado con amonestaciones, no se hubiera iniciado y mucho menos concluido. Sarah Bonney aportó su meticulosa habilidad para guiar el arduo proceso de edición del manuscrito. Su cuidado por los detalles y su excepcional comprensión científica e histórica eliminaron muchos errores de hecho e incorrecciones de estilo.

Doy las gracias a los amables lectores que llamaron mi atención sobre algunos errores que se deslizaron en la primera versión inglesa y que he tratado de corregir.